La precariedad del régimen militar se agudizó con las manifestaciones callejeras. Las ambiciones de sus ministros habían ya condenado al gobierno. A principios de abril el titular de Gobierno, Antonio Seleme, el más audaz de los ministros conspiradores, tomó contacto con la oposición, particularmente con el MNR (Siles Zuazo, Lechín), partido al que Seleme incluso juró, y con FSB (Únzaga). El ocho, una reunión del ministro con un joven dirigente falangista terminó con la salida de Falange del golpe, por discrepancias de programa y eventual distribución de cargos.
Tras algunas horas de terrible confusión se formó una junta civil presidida por el presidente de la corte Superior de La Paz, Tomás Monje que en esos días se hallaba enfermo, por lo que durante veintiséis días presidió la junta Néstor Guillen Olmos. Respaldada por lo que quedaba de los partidos tradicionales (sobre todo el PURS) y el PIR, la junta se impuso la tarea de convocar a elecciones y entregar el gobierno al ganador.
El colgamiento de Villarroel dividió al país en dos. La ruptura que se había vivido desde el comienzo de los gobiernos militares de posguerra llegó a un punto de no retorno. Los jefes del gobierno depuesto fueron exiliados, presos o perseguidos. La experiencia de la derrota de los conservadores en las elecciones parlamentarias llevó a la proscripción de muchos dirigentes y a una sectarización de posiciones.
El 27 de septiembre de 1946 un incidente menor en palacio de gobierno terminó en una nueva tragedia. Luis Oblitas, oficial retirado del ejército, que había increpado al Presidente Monje, fue golpeado y trasladado al panóptico (cárcel pública). Una multitud exigió su entrega al encargado de la cárcel y pidió además a Eguino y Escobar presos por el nuevo gobierno. Tras ser arrastrados desde la prisión hasta la plaza, los tres terminaron colgados en los mismos faroles de la plaza Murillo donde se había inmolado a Villarroel, apenas dos meses después del holocausto. Ninguna autoridad impidió esta nueva aberración.
El país había inflado excesivamente la burocracia estatal (de 6.000 a 26.000 empleados en sólo 15 años), el ejército se comía una parte excesiva de la torta presupuestaria (casi el 40 %) y la economía comenzaba a sufrir la declinación de la minería, que tras la segunda guerra no volvería a las cotas exportadoras del pasado y, lo que es más grave, atravesaba un período crítico de empobrecimiento, no se explotaban nuevas vetas y no se implementaba tecnología nueva o , reponía la maquinaria desgastada.