La apertura democrática de principios de los ochenta tuvo dos características, la recuperación total de libertades ciudadanas y la imposición de un modelo de economía abierta. El primero en el gobierno de Siles y el segundo en el de Paz Estenssoro. El desarrollo de ambos conceptos se apoyó en una democracia de pactos surgida tras la crisis de gobernabilidad de la UDP. Ante la imposibilidad de ningún candidato de lograr el 50 % más uno de los votos por más de veinte años, se impuso la lógica de lograr acuerdos entre los partidos mayoritarios para tener mayoría congresal y cogobernar.
Bolivia había llegado en 1952 a un punto de no retorno, las ideas liberales acuñadas a fines del siglo pasado habían dado de si todo lo que podían dar. El país había experimentado un modelo con sus virtudes y defectos. La receta estaba agotada.
El diagnóstico de lo que representó el llamado viejo orden lo daba en algún sentido el censo que hizo el gobierno de Urriolagoitia en 1950. El país casi duplicó su población en cincuenta años. De 1,8 millones pasó a 3.019.031 habitantes. La población urbana creció, pero Bolivia siguió siendo un país eminentemente rural. Si en 1900 vivían en el campo casi el 90 % de los bolivianos, en 1950 el porcentaje de población rural era de 66 % contra sólo un 33 % de población urbana. Sin duda el fenómeno de crecimiento más importante lo vivió La Paz que pasó de 60.000 habitantes en 1900 a 321.073 en 1950; un aumento de casi seis veces, el mayor que haya tenido la sede de gobierno en toda su historia. En cambio, las otras ciudades importantes crecieron en una proporción menor. La segunda ciudad era Cochabamba con 80.795 hab. (Cuatro veces más que en 1900), Oruro con 62.975 (tres veces más que en 1900), Potosí con 45.758 (duplicó su población en relación al 900) y Santa Cruz con 42.746 (algo más del doble que en 1900). A pesar de esta dinámica demográfica, faltaban todavía cuatro décadas para que la población urbana supere a la rural. Coherente con esta realidad el 70,5 % de los bolivianos se dedicaba a la agricultura y apenas un 8 % a la industria; de este último porcentaje algo más de la mitad eran mineros.
En la distribución étnica, el censo registró un 63 % de población indígena (quechua-aimara y etnias del oriente), que marcó un incremento en relación al 57 % reconocido en el censo de 1900, en tanto los inmigrantes de primera generación representaban apenas el 1,3 % del total de habitantes del país. La distribución lingüística reflejaba un 36,5 % de lengua materna quechua, un 36 % de lengua materna castellana y un 24,5 % de lengua materna aimara. El 69 % de la población era analfabeta (contra un 80 % le analfabetos en 1900).
A pesar del despertar de los indios en el altiplano y valles, a partir de la creación de sindicatos y de las movilización de 1945, la agricultura (con menos del 2% cultivado del total útil del país) estaba en manos de grandes propietarios (terratenientes) que, especialmente en el altiplano y el valle, controlaban la producción. Desde el punto de vista social el indio dependía totalmente del hacendado, cultivaba una pequeña parcela a cambio del salario y su condición general era realmente lamentable. Hasta 1945 se mantuvo el pongueaje (el Gobierno de Gualberto Villarroel lo abolió), un eufemismo de un sistema de semiesclavitud que obligaba a trabajos no remunerados del colono, generalmente en la ciudad, en favor del propietario de la hacienda.
Las ideas optimistas del siglo pasado no se cumplieron, el latifundio no convirtió a la tierra en un emporio mecanizado y productivo, los latifundistas se contentaron con una producción escasa, no invirtieron ni modernizaron la tierra. La mano de obra gratuita o casi gratuita fue un mejor colchón que la inversión capitalista en el agro. El resultado fue una economía de autosub-sistencia que no logró cubrir los requerimientos alimentarios de Bolivia, al punto que casi el 20 % de los alimentos se importaban, muchos de ellos originarios del altiplano boliviano.
La minería que era la principal fuente de ingresos estaba manejada por tres grandes empresas, propiedad de los denominados “barones” del estaño: Simón I. Patiño, Mauricio Hoschild y Carlos Víctor Aramayo. Esto suponía que e1 estado recibía ingresos reducidísimos en proporción a las ganancias de los grandes mineros, además de su dependencia directa de los propietarios de los complejos mineros, las fundiciones y sus intereses. El problema además era que la gran minería estaba en caída en Bolivia, los niveles de producción habían bajado y no se habían hecho las inversiones necesarias para revertir la tendencia declinante, los costos de producción habían convertido al país en poco competitivo. El hecho de que los barones del estaño compensaran sus costos en sus otros centros de producción esparcidos por el mundo, dejó a Bolivia, si no en situación marginal, sí supeditada a intereses extranacionales.
No existía un sistema adecuado de seguridad social, ni tampoco un código que rigiera las condiciones de trabajo y explotación en las minas y fábricas.
Las comunicaciones viales mínimas mantenían al país desarticulado. A pesar del plan Bohan el desarrollo del oriente era todavía inviable por el aislamiento físico en relación al resto del país.
La sociedad boliviana carecía de una clase media urbana significativa, marcándose una diferenciación de clases muy aguda. Estrato dominante compuesto por la gran minería, terratenientes y un pequeño núcleo de familias tradicionales y una minúscula burguesía; el otro estrato formado por los campesinos indios, un pequeño sector obrero y minero y grupos marginales de tipo urbano. La burguesía y la clase media eran prácticamente inexistentes.