La precariedad del régimen militar se agudizó con las manifestaciones callejeras. Las ambiciones de sus ministros habían ya condenado al gobierno. A principios de abril el titular de Gobierno, Antonio Seleme, el más audaz de los ministros conspiradores, tomó contacto con la oposición, particularmente con el MNR (Siles Zuazo, Lechín), partido al que Seleme incluso juró, y con FSB (Únzaga). El ocho, una reunión del ministro con un joven dirigente falangista terminó con la salida de Falange del golpe, por discrepancias de programa y eventual distribución de cargos.
Los principios de tierra y libertad eran ya moneda corriente en el movimiento indígena que había luchado desde fines del siglo pasado frente al despojo institucionalizado. Más aún después del primer congreso indigenal de 1945. Después de la guerra del Chaco, las huelgas de brazos caídos en las haciendas eran frecuentes. Producto de una de esas huelgas fue una acción punitiva en una hacienda del lago Titicaca que derivó en un levantamiento en varios departamentos del país (Chuquisaca, Potosí, Oruro, Cochabamba y La Paz). Los sublevados tomaron haciendas de manera violenta y en algún caso mataron a los patrones. El movimiento duró unas semanas y el gobierno empleó efectivos militares, creó una policía rural e incluso usó la aviación para sofocar las acciones indígenas. En una decisión sin precedentes apresó a centenares de cabecillas y los envió a regiones tropicales inhóspitas con el marbete de colonizadores.
No se puede evaluar el número de víctimas y la magnitud exacta de los enfrentamientos, pero es evidente que se trató de alzamientos masivos en muchos punto; de la geografía boliviana y que la acción represiva fue dura. El ciclo de incesantes levantamientos indígenas a lo largo del siglo XX, muestra la conciencia colectiva de quechuas y aimaras sobre la explotación a la que eran sometidos en el altiplano y los valles.
