1936-1952. Viejo Orden o Revolución

Viejo Orden o Revolución

El final frustrante y amargo de la guerra hirió al país entero, pero sobre todo hirió de muerte al viejo sistema político. Al terminar el conflicto bélico se abrió un momento de transición histórica lleno de tensiones y de fuerzas contrapuestas que lucharon durante tres lustros por imponer sus diferentes visiones del país. El parto largo, lleno de meandros y de violencia, culminó finalmente en el movimiento revolucionario mayor que haya vivido Bolivia en su historia republicana, la revolución de 1952.

La guerra cerró un ciclo que se puede apreciar como el más largo y el más coherente de todos los proyectos políticos que haya ensayado Bolivia. Cincuenta años de estabilidad casi absoluta y otros quince en los que, con sólo dos interrupciones, se vivió también bajo las normas impuestas en 1880, marcaron el proyecto realizado por un estamento social que escogió la democracia formal y el liberalismo como caballitos de batalla de su éxito. Pero la nación no estaba dispuesta a seguir aceptando a ojos cerrados a los partidos tradicionales cuyo agotamiento era más que evidente. Salamanca perdió su apuesta, no logró la redención que esperaba en el Chaco, aunque en muchos sentidos el país encontró en el campo de batalla su propio espejo, que no respondía al modelo que había intentado hacer la oligarquía en el poder. El sistema compartimentado de clases sociales que funcionó en la guerra, en la que quechuas y aimaras iban siempre al muere, y la corrupción e ineptitud de muchos mandos a vista y paciencia de los soldados, generó el nacimiento de una "conciencia de clase" de los campesinos y una sensación de derecho adquirido en el campo de batalla. Si ellos habían combatido por el país, el país les debía un trato distinto. Como dijo Zavaleta, la guerra había logrado nacionalizar la conciencia de los bolivianos.

La efervescencia política de posguerra fue impresionante. La primera premisa era que los partidos llamados tradicionales, a pesar del maquillaje progresista de algunos, no respondían a las aspiraciones de las mayorías. La segunda, que era necesario buscar respuestas en programas ideológicos distintos. Las grandes corrientes que se habían perfilado en los años veinte, comenzaron a concretarse en tres grandes líneas: el marxismo y el fascismo y una tercera que tomó elementos de ambas, el nacionalismo. Surgieron nuevas figuras en el escenario político y las posiciones se radicalizaron. La razón era muy simple, a pesar del medio siglo de gobiernos oligárquicos y sus logros, los grandes problemas del país estaban muy lejos de haber sido solucionados. La sociedad seguía desintegrada y la pobreza era el denominador común.

La propia guerra había creado una nueva fuerza: los oficiales jóvenes, algunos de ellos, con responsabilidad directa en la conducción de las operaciones. El clamor, que pedía una rendición de cuentas por el fracaso, ponía en riesgo a más de uno, tanto en las filas de la vieja clase política como en las de los militares. Por ello, la respuesta expedita del golpe de estado, puede entenderse entre otras cosas como una forma de control ir una situación que podía ser peligrosa para quienes habían fracasado en el campo de batalla. Esa decisión no fue sin embargo la de hacer un simple cambio de guardia, conllevó la inserción de nuevos elementos ideológicos y el comienzo de la confrontación clara entre liberalismo y estatismo. Marcó también el retorno de los militares al protagonismo político que, con algún interregno importante, no cesaría hasta la década de los años ochenta. Abrió las compuertas para la inestabilidad. Mientras en los últimos sesenta años el país había tenido 19 gobiernos (más de tres años de duración de cada uno como promedio), en los 16 años que median entre 1936 y 1952 tuvo 10 gobiernos (algo más de un año y medio por gestión). A este panorama debe sumarse una situación económica crítica con un preocupante proceso inflacionario, como lógica consecuencia de los desmesurados gastos que los dos últimos gobiernos tuvieron que hacer para pagar los gastos de guerra.

La revolución histórica de Bolivia en este período tiene que relacionarse con el impacto global de la segunda guerra mundial, que cambiaría la historia contemporánea. El holocausto (1939-1945), que costó cuarenta millones de vidas humanas y devastó Europa, fue también la confrontación ideológica de tres modelos: el capitalista y democrático de occidente, el comunista soviético, ambos circunstancialmente aliados en la guerra y el fascismo alemán, italiano y japonés. El triunfo de los aliados sobre Hitler dio paso a un nuevo escenario en el planeta. De la guerra salieron las dos grandes superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, el mundo se dividió en dos grandes bloques (democracia capitalista frente a comunismo); situación que se mantuvo hasta la caída del muro de Berlín en 1989. Las tensiones ideológicas mencionadas influyeron fuertemente sobre Bolivia en esta etapa. Tampoco pueden olvidarle los cambios en América Latina, el peronismo en la Argentina (1943-1955), Getulio Vargas en el Brasil (1930-1945), el aprismo y el mariateguismo en el Perú, expresiones populistas y nacionalistas, unas próximas al fascismo, las otras vinculadas al marxismo y al indigenismo.

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La apertura democrática de principios de los ochenta tuvo dos características, la recuperación total de libertades ciudadanas y la imposición de un modelo de economía abierta. El primero en el gobierno de Siles y el segundo en el de Paz Estenssoro. El desarrollo de ambos conceptos se apoyó en una democracia de pactos surgida tras la crisis de gobernabilidad de la UDP. Ante la imposibilidad de ningún candidato de lograr el 50 % más uno de los votos por más de veinte años, se impuso la lógica de lograr acuerdos entre los partidos mayoritarios para tener mayoría congresal y cogobernar.

La experiencia democrática, inaugurada el 10 de octubre de 1982, marcó algunos rasgos de gran trascendencia. En primer lugar se puede decir que, tanto por la composición parlamentaria de real pluripartidismo como por el respeto total a las libertades ciudadanas, incluida la libertad plena de expresión y por tanto de discrepancia pública con el poder constituido, se vivió en Bolivia una democracia genuina como no se había experimentado antes (entendiendo por tal la vigencia de la Constitución política del estado y el marco del sistema político democrático que ésta representa).

Bolivia, igual que el resto de los países latinoamericanos (unos antes que otros) se vio ante la disyuntiva del cambio. La dictadura militar había agotado sus postulados, la sociedad estaba cansada de tres lustros de gobiernos militares de diferente cuño y esperaba ansiosa la apertura total de las compuertas de la democracia. Pero ocurría que el modelo del estado del 52 parecía mantener todavía su vigor.

El Golpe de Estado de 1964 forzó una modificación en la política global en relación a los sectores populares y el cambio esencial de un gobierno civil a otro detentado casi exclusivamente por militares, pero la orientación estatista y de capitalismo de estado no varió sustancialmente, por el contrario, en la década de los años setenta se incrementó significativamente.

Bolivia había llegado en 1952 a un punto de no retorno, las ideas liberales acuñadas a fines del siglo pasado habían dado de si todo lo que podían dar. El país había experimentado un modelo con sus virtudes y defectos. La receta estaba agotada.

Bolivia llegó a la guerra del Chaco después de cincuenta años de aplicación del modelo liberal que logró una esta utilidad admirable para un país que había vivido la inestabilidad política crónica desde 1839 hasta 1880, en una alternancia entre gobiernos precarios y breves y largas dictaduras.

Una realidad indiscutible del largo período de la oligarquía es que Bolivia vivió un proceso de modernización. Los rasgos más evidentes de esta transformación tuvieron que ver con la implantación en el país de los logros tecnológicos más importantes del siglo XIX (el ferrocarril, la luz eléctrica, el telégrafo, el teléfono, la radio y una infraestructura básica de saneamiento en las principales ciudades). El resultado fue la ampliación muy clara de la brecha entre los sectores privilegiados y las ciudades grandes con el resto de la nación.