La precariedad del régimen militar se agudizó con las manifestaciones callejeras. Las ambiciones de sus ministros habían ya condenado al gobierno. A principios de abril el titular de Gobierno, Antonio Seleme, el más audaz de los ministros conspiradores, tomó contacto con la oposición, particularmente con el MNR (Siles Zuazo, Lechín), partido al que Seleme incluso juró, y con FSB (Únzaga). El ocho, una reunión del ministro con un joven dirigente falangista terminó con la salida de Falange del golpe, por discrepancias de programa y eventual distribución de cargos.
Quizás nunca vivió la historia boliviana un final tan terrible e insensato como el que le tocó a Gualberto Villarroel. La conspiración cristalizó finalmente. Tras un amago frustrado en junio de 1946, se optó por agitar a las masas, apoyándose en las reivindicaciones salariales de ferroviarios, constructores y bancarios, pero por sobre todo maestros y estudiantes universitarios. El PIR se convirtió en el motor de la agitación sindical. En esos días la maestra Teresa Solari Ormachea realizó una intensa labor de agitación callejera. El 15 de julio, maestros, universitarios y estudiantes de colegios llamaron a la huelga general. El 20 Villarroel se deshizo del MNR y nombró un gabinete militar. Era tarde. El 21 la turbamulta tomó la plaza Murillo. Al medio día el mandatario firmó su renuncia. No bastó. Un grupo de activistas asaltó el palacio y asesinó al Presidente, a su edecán Waldo Ballivián, su secretario privado Luis Uría, al jefe de tránsito Max Toledo y a Roberto Hinojosa.
El cadáver de Villarroel fue lanzado desde un balcón de palacio a la plaza, arrastrado hasta un farol y colgado junto a otros de sus compañeros de infortunio. Todo en medio de una multitud enardecida que se acercaba a vejar y pinchar el cadáver bamboleante con agujas y llauris. Fue una imagen que Bolivia no olvidaría nunca, el desencadenamiento de la irracionalidad de las masas que marcó con violencia el destino del país.