La precariedad del régimen militar se agudizó con las manifestaciones callejeras. Las ambiciones de sus ministros habían ya condenado al gobierno. A principios de abril el titular de Gobierno, Antonio Seleme, el más audaz de los ministros conspiradores, tomó contacto con la oposición, particularmente con el MNR (Siles Zuazo, Lechín), partido al que Seleme incluso juró, y con FSB (Únzaga). El ocho, una reunión del ministro con un joven dirigente falangista terminó con la salida de Falange del golpe, por discrepancias de programa y eventual distribución de cargos.
Las ideas radicales y típicas de logias secretas que acuñó RADEPA y el carácter de algunos funcionarios del gobierno, como los mayores Humberto Costas, Jorge Eguino y el capitán José Escobar, llevaron la violencia y los excesos a cotas inadmisibles. La existencia de tribunales secretos y, por supuesto independientes de cualquier poder constituido, llevó a que los intentos desestabilizadores de la llamada rosca (funcionarios legales, políticos y económicos al servicio de la gran minería) que fueron frecuentes en este período, terminaran bañados en sangre. El minero Mauricio Hoschild fue esta vez secuestrado por los radepistas y liberado a duras penas tras la intervención directa del Presidente. La conspiración de noviembre de 1944 en Cochabamba y Oruro encabezada por el cnel. Ovidio Quiroga, terminó con un desplazamiento de tropas de La Paz, que desbarató el intento y con la ejecución criminal de más de 10 de los insurrectos el 20 de noviembre de 1944. De ellos, cuatro fueron asesinados en el camino La Paz Yungas en Chuspipata, un fantasmagórico sitio cortado a cuchillo por el que fueron despeñados después de acribillarlos, Luis Calvo, Félix Capriles, Rubén Terrazas, y Carlos Salinas Aramayo (que había apoyado ideas socialistas en los años treinta).
El impacto de tal brutalidad fue muy fuerte sobre todo en sectores de clase alta y media de las ciudades. Fue el comienzo del fin del gobierno de Gualberto Villarroel.