Al terminar la conquista sólo existía la clase de los vencedores, o sea los hidalgos, soldados y encomenderos y la de los vencidos, o sea el pueblo indígena. Pronto, por táctica y aun por conveniencia, los españoles reconocieron a las antiguas autoridades incaicas y aimaras dándoles los mismos privilegios que tenían los españoles nobles. Así subsistieron bajo la tutela española los incas principales, los caciques regionales, los mandones etc.; todos ellos eran objeto de atenciones y se les rendía homenaje al igual que a los españoles.
La situación del Inca no cambió, no fue liberado y comenzó a desesperar. Es posible que esto diera lugar a una orden fatal; el Inca hizo llegar a Rumiñawi, que estaba en las proximidades de Quito, la instrucción de atacar a los españoles con su ejército.
El cacique de Cajamarca denunció el hecho ante Pizarro, que con celeridad y frialdad reunió a su grupo más íntimo y decidió la ejecución del emperador que fue acusado de traición y fratricidio y condenado a la hoguera. Para el Inca esto era terrible pues rompía la tradición de que el cuerpo (momificado) en buen estado garantizaba su vida en el más allá. El día de la ejecución que se hizo en el centro de la plaza de Cajamarca, pidió convertirse al catolicismo y ser bautizado. Lo llamaron Francisco como el conquistador, probablemente lo hizo porque así se libraba de la hoguera. En efecto, convertido el Inca, se le sometió al garrote (se ajusta un cordel al cuello y se le da vuelta hasta ahogar a la víctima).
Se le prodigó un gran entierro. El único español que podía haberlo defendido porque llegó a apreciar al Inca y se relacionó con él en notables partidas de ajedrez, Hernando Pizarro, fue enviado poco antes fuera de Cajamarca. Fue un crimen que no se olvidaría y que dejó una profunda huella en la sensibilidad de los conquistados a lo largo de los siglos.