Leyenda del maní

Mario Montano Aragón

Un hombre salió a cazar porque les apuraba el hambre a él y su familia. Estuvo vagando mucho tiempo en el monte sin hallar pieza alguna de las que acostumbraba atrapar; se aproximó al río y tampoco tuvo suerte con la pesca.

El sol había caído bastante, motivo por el que tuvo que emprender el regreso; volvía triste porque estaba con las manos vacías.

Al llegar a la puerta de su choza advirtió que su mujer y sus hijos también habían salido a buscar cosas de comer; todavía no habían vuelto. Pero, en la puerta de la casa había una hermosa joven, de largos cabellos negros, tan largos y abundantes que le cubrían el cuerpo desnudo. La muchacha peinaba su cabellera lenta y suavemente.

El hombre, sorprendido, le preguntó quién era y qué hacía allí; la mujer, con dulce sonrisa le contestó:

— He venido a ayudarte para que tengas comida siempre. Por eso peino mis cabellos.

Y, mientras así hablaba, continuó arreglando la hermosa guedeja que parecía realmente un vestido por lo abundante.

De pronto fueron apareciendo, por arte de magia, unas vainas cortas y gruesas de color pardo. A medida que pasaba el tiempo la cantidad de vainitas aumentaba entre los cabellos. Pronto con ellas se hizo un apreciable montón.

Las tonalidades rojizas del sol en el horizonte anunciaban su próximo ocaso.

Ante la admiración del cansado hombre, la cantidad de canutitos de maní aumentaba en volumen de manera prodigiosa. Finalmente terminó por ocultar completamente a la misteriosa mujer que, así, desapareció.

Antes de irse, sin embargo, recomendó al asombrado mosetén, que tostara los granos y los cuidara de los ratones porque, el día que esos animalitos metieran el hocico en el delicioso fruto, el encanto desaparecía y los hombres podrían sentir hambre otra vez.

Cesó el momento del encantamiento. Se escucharon voces de gente que se acercaba a la choza. Llegaron luego, la mujer y los hijos del mosetén, extenuados por la larga y casi infructuosa jornada. Todos quedaron sorprendidos de hallar al jefe de la casa radiante de felicidad; se maravillaron más aún de la historia que les refirió.

Pasó el tiempo y, por un descuido de la familia, los ratones se comieron parte del maní que guardaban en la casa, perdiendo, éste, la fuerza de reproducir la parte que se utilizaba. Resultó entonces que el montón mágico decrecía.

Cuando no quedaba sino unas cuantas vainitas, decidieron cultivarlas para evitar que se acabara definitivamente. De ese modo nació la agricultura y, los Mosetenes, aseguraron la existencia de un recurso alimenticio llamado maní.

Leyenda Mosetén

Contenidos Relacionados

Hace mucho, muchísimo tiempo, el cielo estaba tan cerca de la Tierra que de vez en cuando chocaba con ella matando a muchos hombres.

En uno de los pueblos chimanes, vivía una mujer pobre y solitaria. Pasaba hambre ya que no tenía a nadie quien le ayudara en su chaco o en cualquier trabajo para conseguir alimento.

Luis D. Leigue Castedo

En una especie de bambú, muy resistente que ocupan en la factura de flechas-puñales -huí quirám- y cuentan que es la transformación de un hombre sanguinario y brutal que se comía a sus mujeres, por lo cual, cada vez desaparecían y él astutamente las reemplazaba con otras.

Descubiertas sus acciones, cundió el terror por toda la comarca, por el cual no pudiendo detenerlo le aislaron en las inmensas profundidades de la selva impenetrable obligándole a perseguir a las mujeres, por la fuerza, en aguadas y caminos.

Hace muchísimos años había muy poca agua en la selva, pues todavía no existían ríos, ni arroyos ni lagunas y apenas llovía.

Liliana de la Quintana

Podemos conocer mejor a los sirionó si conocemos los mitos que los ancianos y las ancianas cuentan, alrededor del fuego.

Cuando reinaba la soledad y sólo había agua, vivía en el mundo un ser fantástico de nombre Nyasi. Rodeado de una luz intensa al caminar lo alumbraba todo. Era un ererékwa o gran jefe y un excelente cazador que siempre tenía a mano su arco y sus flechas.

Antonio Carvallo Urey

Los árboles semejan náufragos agitando sus follajes desesperadamente en un vaivén interminable como que-riendo asirse del horizonte que ahora está oscuro, cubierto con nubes renegridas, gigantes capullos teñidos que avanzan incontenibles, regando la tierra con gotas de lluvia, sacudidas por el viento sur y zigzagueando azotan en el suelo ya cubierto de agua.

Gilfredo Cortés Candía

Allí estaba la imagen en su santuario blanco, lleno siempre de flores nuevas y cogollos tiernos, perdida entre los pliegues de encajes vaporosos como jirones de niebla.