La Leyenda del Cristo de Oro de Mojos

Rosa Melgar de Ipiña

Entre la diversidad de leyendas sobre las tierras de Mojos, figura la del Cristo de Oro de Mojos, que los aborígenes llaman Musus y que los españoles de la conquista, designaron con el nombre de Moxos, abarcaba gran parte de lo que actualmente es el Beni, designación ésta que se dio al territorio cuando fue constituido departamento en 1842. Se le dio este nombre porque el río Beni, de gran caudal desde sus nacientes, y es histórica y geográficamente uno de los ríos más importantes de la zona. Beni quiere decir viento, en la lengua de los tocanas, antiguos pobladores de la provincia de Caupolicán, al norte de La Paz, que formaba parte de Mojos.

Desde la época de la conquista, Mojos fue considerada como un emporio de riquezas. La imaginación andaluza, tan rica en inspiración en torno a lo fabuloso, creó basándose en los datos y sugestiones de los aborígenes la leyenda del Vellocino de Oro, y de las aguas de Castalia en las selvas del gran Paytití, como llamaban a Mojos aquellos indígenas.

En el año 1568, por Real Cédula de Felipe II, el Perú fue declarado provincia para el apostolado de las misiones. Sabido es que desde que comenzó la conquista, muchos sacerdotes vinieron a las nuevas colonias. El primer sacerdote que ingresó a Moxos, fue el carmelita Vásquez de Ura, el mismo que pereció victimado por los salvajes de la región que es actualmente el departamento Pando. Pero la época de las misiones considerada como el período de la cruzada que había que incorporar a la civilización a las aguerridas tribus del Norte y el Oriente del país, comenzó en 1668, habiendo sido el P. Juan de Soto, de la Compañía de Jesús, el primero que entró a territorio mojeño. Los informes que este religioso dio al P. Provincial de Lima, determinaron el ingreso a la región de los RR.PP. José Bermudo y Juan de Aller, que son los iniciadores de la gran epopeya civilizadora que había de durar cien años; y que al decir de los que han escrito la historia de Mojos, constituyó el Siglo de Oro de su existencia.

En efecto, aquellos hombres de la Compañía de Jesús, sin otras armas que las de su fe y la firmeza de sus propósitos, lograron obtener lo que los bravos conquistadores aguijoneados por la ambición y la codicia no habían podido conseguir. Y la cruz, verdadero símbolo de la conquista, se lanzó para bendecir a los nuevos fieles convertidos de feroces y antropófagos, en hombres laboriosos y pacíficos. Descubrieron el oro en las arenas de los ríos, y las piedras preciosas que ellos tallaron no con mundanos propósitos, sino con el único fin de mejorar las comunidades. Aprendieron a fundir metales y a fabricar campanas que siguen asombrando a los viajeros. Sus tejidos eran de finísima trama, imitaron estatuas y efigies romanas con habilidades maravillosas; y demostraron gran disposición para el aprendizaje de la música. Su disciplina, austeridad y amor al prójimo dieron muy pronto los frutos que los sabios del mundo han soñado siempre sin haberlos visto realizados jamás.

Este estado de paz y de florecimiento duró cien años. Concluyó el mismo día del 4 de septiembre de 1767, cuando por una orden precipitada y unilateral, los misioneros fueron conminados a salir del territorio con rumbo a España. De esta expulsión proviene gran número de tradiciones. Todas coinciden en que los misioneros comprendían que Carlos III y sus favoritos querían caer sobre lo que los españoles llamaban emporio de riquezas en poder de los neófitos. Y por eso, quizá con la esperanza de que volverían, dispusieron el ocultamiento de todos los bienes que debían perdurar y mantener encendida la fe de los nuevos hombres de América en una nueva era de paz y de concordia.

La leyenda del Cristo de Oro que relata el hallazgo de un San Cristo de oro, del tamaño de un hombre, en el fondo de una laguna no identificada, coincide con la anterior hipótesis. Y en el mismo plano de lo hipotético cabe hacer algunas consideraciones en torno a ese Cristo de oro en el fondo de la misteriosa laguna. Y es que la efigie de oro "del tamaño de un hombre", nos recuerda al cacique del desaparecido pueblo de los Zipas, en Colombia donde se encuentra la laguna de Guatabitá, el cual cacique cumplien-do un ritual religioso se untaba todo el cuerpo con polvo de oro y esencias pegajosas; y así, como si fuera todo de oro se precipitaba al fondo de la laguna.

Esta tradición en que se fundaba la famosa leyenda del Dorado y las aguas de la juventud, se la situó en Mojos desde los comienzos de la conquista. El caso es que toda leyenda tiene su origen en ciertas realidades y algunos hechos. La imaginación popular enriquece; modifica o mutila; pero no inventa.

Aquellos tres "meleadores" que salieron de sus casas en Lunes Santo, para internarse en la selva en busca de miel de abejas, no se cansaban de repetir: "Lo vi, lo he tocado. El oro de todo su cuerpo era viejo, pero qué hermoso. Y la boca del Señor parecía que respiraba". Lo mismo siguen y continuarán repitiendo sus hijos y nietos. Y todos los que escuchan el relato preguntan: ¿Por qué no lo llevaron? Es que ellos se habían perdido y no tenían noción exacta de los caminos. Perderse en las selvas del Beni nunca fue cosa de pavos; sobre todo por el peligro de los jaguares y leopardos y la mordedura a traición de las víboras, tarántulas y alacranes venenosos. Y cuando tras muchos días lograron salir al fin al poblado, se dieron cuenta de que ese no era el pueblo. Estaban en otra aldea. Por eso fueron en vano largas expediciones tras el fantástico tesoro.

El Cristo de Oro de Mojos yace desde hace siglos en el fondo de una laguna perdida bajo las selvas, en un maravilloso sueño de leyenda y de misterio.

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