El Jichi

Gilfredo Cortés Candía

Con su oleaje menudito, era la laguna -a la hora de la siesta- una arruga suave, agonizando serenamente en la arena de la orilla; mientras al parecer, -fenómeno de espejismo- crecían dentro del agua los bosques circundantes y ensayaban los patos cimarrones, en los sombreajes amables, un sueño liviano y vigilante. Pero cuando el resoplido de surazo hinchaba las ondas, en un túrbido encabritar de olas enloquecidas, había una huida de lagartos al cobijo de la playa y de gaviotas en abandono de cañuelas familiares; porque entonces la laguna, reventando en un verde espumoso y amenazador, apretaba el corazón de miedo hasta el extremo de que para aplacar su furia, le ofrendaban los nativos corajudos, bollos de jabón y granos de sal, y las abadesas evocaban el misterioso encanto de sus aguas rezando plegarias interminables en honor del Arcoíris.

Esa laguna que a la siesta parecía más grandes y más azul, apretando el corazón de miedo cuando llegaba el surazo, no se había secado nunca; así lo recordaban los viejos del pueblo, hablando de ella con la misma unción con que se habla de una cosa santa.

Y los poseedores de la historia entera de la tribu, aseguraban, severos, que todos los años, en el tiempo en que se secan las aguas y se queman los bajíos, las mujeres colmaron siempre sus cántaros en la linfa clara y lavaron en sus aguas.

Dormía la víbora sobre un montón corriente de hojas secas, cuando se encontró con ella aquel mópero que iba a la laguna en busca de peces y lagartos; y cuando después de convencerse que una escama chispeaba al sol en su cabeza, y de pensar que sus colmillos podrían servir para hacerse querer con las mujeres, le disparó una flecha y otra flecha, hasta que el animal, herido de muerte, estiró su cuerpo en un espasmo definitivo y las aguas se tiñeron de sangre, y él no sé por qué le dio miedo y huyó despavorido por entre los pastizales más tupidos.

Y dicen que no ocurrió más, pero ese mismo año cuando llegó el mes de septiembre, se secó para siempre aquella laguna de la que hablaban los viejos con la misma unción con que se habla de una cosa santa; y los adivinos del pueblo, que por revelación divina lo sabían echaron exclusivamente la culpa del suceso a la muerte de la víbora que halló el mópero cuando espiaba peces y lagartos; pues según ellos la vida de ese monstruo, que era el jichi de la laguna, retenía las aguas por necesidad propia.

El Jichi no pertenece a ninguna de las clases y especies conocidas de animales terrestres o acuáticos. Medio culebra y medio saurio, según sostienen los que se precian de entendidos, tiene el cuerpo delgado y oblongo y chato, de apariencia gomosa y color hialino que le hace confundirse con las aguas en cuyo seno mora. Tiene una larga, estrecha y flexible cola que ayuda los ágiles movimientos y cortas y regordotas extremidades terminadas en uñas unidas por membranas.

Como vive en el fondo de lagunas, charcos y madrejones, es muy rara la vez que se deja ver, y eso muy rápidamente y sólo desde que baja el crepúsculo.

No hay que hacer mal uso de las aguas, ni gastarlas en demasía, porque el Jichi se resiente y puede desaparecer, asimismo no se debe arrancar las plantas acuáticas que crecen en su morada, de taropé para arriba, ni apartar los granículos de pochi que cubren su superficie. Cuando esto se ha hecho, pese a las prohibiciones tradicionales, el líquido empieza a mermar, y no para hasta agotarse. Ello significa que el Jichi ha muerto o se ha marchado.

Gilfredo Cortés Candía, un beniano en tres dimensiones

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