La Árbol

Antonio Carvallo Urey

Los árboles semejan náufragos agitando sus follajes desesperadamente en un vaivén interminable como que-riendo asirse del horizonte que ahora está oscuro, cubierto con nubes renegridas, gigantes capullos teñidos que avanzan incontenibles, regando la tierra con gotas de lluvia, sacudidas por el viento sur y zigzagueando azotan en el suelo ya cubierto de agua.

El ganado diseminado avanza fatigosamente, ladeando el hocico y agachada la testuz, desfila hacia los islotes del rodeo para protegerse de la ventisca y el vendaval.

Precedido de un criado, un hombre cabalga una mula, cubierto de poncho engomado. Quiere cortar las leguas y llegar a la hacienda de "Árbol solo".

Allá es la central de sus estancias que suman cinco y se extienden en la vasta superficie de doce leguas a la redonda, pobladas por diez mil bovinos y dos centenas de caballos.

El puesto ganadero con rústicas casas techadas de motacú y cercadas de curi, corrales y potreros de lienzos de palos blancos y tacuara, donde se encierran más de mil cabezas de ganado y guardan los caballos las vísperas de las vaqueas para que no estén jipatos, tiene un limpio patio.

Apenas hay un sólo árbol de tajibo, que por el mes de julio está cubierto de flores rosadas. El contorno de las casas carece de hierbas y plantas. Parece una estampa de los yermos transplantada a un fondo de pastos verdes.

Cuando llegan los viajeros ya es noche cerrada. De una de las casuchas sale una mujer con dos jarros humeantes.

Después del consabido cambio de palabras, entrega ambos a los dos recién llegados que beben, deseosos de calentarse.

Los tres hombres que acurrucados se calentaban en derredor de la chisporroteante leña encendida, se levantan avisados por la mujer de la llegada del patrón y corriendo para no mojarse llegan hasta él.

Ya haba encendido el lampeón y comienza a informarse de la marcha de la hacienda.

Cambiado de ropas y recostado en la hamaca que diligentemente le tendiera la doméstica, Remigio López, escucha e interroga.

Dos meses había durado su ausencia. Salió de sus dominios después de ocho años. No pisaba siquiera el pueblo. Ya frisaba los cincuenta y los años se reflejaban en las canas de su pelo y en las arrugas de su rostro.

Era más bronceado que moreno y su porte denotaba la consistencia de un hombre fuerte, hecho para las rudas faenas de la ganadería.

Pocas personas lo visitaban. Su mesa era igual a la de sus mozos. Muy rara vez se sabía de algunas "tomadas" del patrón cuando unas tres veces en el año lo visitaban sus conocidos compradores de ganado.

En "Árbol Solo" nunca había fiestas y cuando los cambas querían divertirse tenían que trasladarse a pie a las estancias o chacos vecinos. Remigio no tenía tiempo para hacer preparar buenas comidas, ni perderlo en charlas con el prójimo. Le faltaba más bien, en la atención personal de su patrimonio.

Bastante sacrificio le costaban, muchos desvelos y hasta una cicatriz en su pómulo que quedó como recuerdo de la coz de un potro redomón, en los comienzos de su vida de ganadero.

Ningún romance se le conocía y solamente sus sirvientes sabían que noche por media, ensillaba su caballo y se dirigía a la rinconada del arroyo, a la isla donde Hermenegildo Tonore y Concepción Limaica tenían su chaco y cuidaban su ganadito, cincuenta cabezas, que, según se comentaba, les regalara Remigio hace unos cinco años, a cambio de ser conviviente de su hija Candelaria, garrida, movima de 18 años.

Lo evidente es que Remigio López era el hombre más rico del lugar. Con nadie se metía y a nadie molestaba. Recíprocamente, no hacía favores ni los recibía. Su gente lo respetaba y compartían trabajos, vaqueas y pascanas.

Todo el que pasaba por "Árbol Seco" se hacía la pregunta de que por qué ese puesto donde vivía el dueño, fuera tan raso y sin arboledas o islas como las otras estancias cubiertas de frutales, flores y pequeños cultivos.

Alguno, a la distancia había dicho que el tal ganadero era el mismo rapazuelo hijo de una tal Tomasa, renganchada cruceña, cimarrona de los siringales, que se estableció vendiendo sucumbé y “tragos” en el pueblo, hermosa, más linda que una flor de taropé y con más fragancia que una sucuana; concedía favores a cuanto parroquiano se asomaba a su negocio.

Se agregó que era su padre "el Orejeta" Castro, arreador al Acre, borracho y pendenciero que murió dizque leproso, con dos tiros en la cabeza que le hizo disparar el Corregidor y luego lo quemaron con kerosén para que no contagie su cadáver.

Ya crecido Remigio, era vendedor de las pepas que hacia Tomasa. Los chicos de la escuela lo evitaban y pegaban porque era hijo del leproso y de la "Árbol", como la bautizaron las beatas del pueblo a la cantinera. De ahí que los muchachos cada vez le decían hijo de "La Árbol", hijo de los pájaros, fruta podrida.

Un buen día se fugó en una lancha y nadie supo de él. Enferma y tísica, murió su madre y nadie fue a velar a "La Árbol". Dos indígenas condujeron sus despojos al cementerio ante la mirada impávida de muchos que disfrutaron sus favores o de muchas que envidiaron su encanto.

Un silencio de misterio y una ola de rumores se tejieron en torno a la persona de Remigio López. Su vida solitaria en su rústica vivienda, sus conversaciones durante el sueño que se escuchaba en la quietud de la noche, sus cotidianas salidas solo, en los días que no había vaquea, se prestaban a comentarios de los trabajadores y de los vecinos curiosos que tejieron un sinnúmero de leyendas.

Había un secreto que guardaba Remigio, en lo más recóndito. Una noche, uno de los múltiples amantes de su madre la había traído al campo, sin que nadie supiera la causa, murió en circunstancias que solamente sabían ellos que estaban en la hacienda. Tenía el difunto fama de avaro y se hacían comidillas sobre libras esterlinas y oro que acumulaba. Después de interrogatorios policiales, no pasó a más y "La Árbol" volvió a sus andadas. Para entonces ya Remigio había huido.

Tendría veinticinco años Remigio López y era presa de algo extraño. Como en delirio se le presentaba la figura de su madre, que en la penumbra le hablaba diciéndole que fuera a los pagos donde naciera, donde para él tenía oculto un tesoro en premio a su indigente niñez y abandono.

La obsesión adquiría caracteres de alucinación y poseído por ese duende que lo dominaba, cruzando ríos, rumbeando pampas, un día llegó al pueblo. Estuvo en una pequeña isla, atisbando de lejos a la gente. Esa misma noche hubo de reanudar el viaje hasta llegar, tres días después, al sitio donde ahora está el árbol solo. Allí vio la imagen de su madre que le ordenó cavar y puesto a la faena encontró un incalculable entierro de libras de oro, vajillas, joyas.

En posesión del hallazgo Remigio compró estancia y ganado porque así le había ordenado el espíritu de su madre desde ultratumba.

Ese fue el inicio de su asentamiento. Cumplido esto, ya no se le aparecía la obsesionante imagen de "La Árbol".

Dicen que en la quietud de las noches, cuando todos duermen en un fondo oscuro salpicado de estrellas, en el silencio interrumpido apenas por el lejano balido de una res solitaria o el agorero y macabro canto de los buhos nocharniegos, como en un cuadro recortado, se divisan claramente, debajo del tajibo, sólo las figuras de Remigio y su madre.

Dizque se sientan y dialogan largo rato y después de un beso maternal, en determinado instante queda solitario "El Pajarero", desapareciendo, como por encanto la silueta de aquella que fuera "La Árbol".

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