Gilfredo Cortés Candía
Fue en julio. En el mes en que se secan los bajíos y se quema la pampa ganadera.
Máberu, la única mópera que en toda la tribu tenía los ojos color de miel, eligió el marido que su corazón le señalaba; ante la admiración general, a ella no la encontraron sumisa los mandatos de sus mayores, y para envidia de doncellas y sufrir de enamorados, escogió al compañero de su vida, un mopero extrañadamente enfermo, que de algunos años atrás, no tenía más felicidad que atisbar desde su hamaca un pedazo de cielo.
Pero Máberu era feliz al lado del enfermo, del extraño enfermo, que parecía retener en sus ojazos negros, como dos retazos de pena, ese cansancio misterioso del anochecer.
Un día hubo evidencia que los bárbaros irrumpían y la gente huyó despavorida a lo largo de los platanales que ya empezaban a dar racimos; solamente Máberu no tuvo valor para escapar; se quedó al lado del enfermo, hasta que los selvícolas lo mataron sin hacer caso de la súplica inútil de sus ojazos negros.
Los bárbaros se la llevaron a Máberu que circuló de rancho en rancho, como pájaro que no hace nido, triste como la torcaz vivió por muchos años.
Su oficio fue llorarle al silencio inconmovible de la pampa que no pudo compadecerse de sus lágrimas inútiles que llamaban a su compañero enfermo.
Y cuando la muerte por fin enjugó sus lágrimas y sus ojos de color miel se cerraron para siempre, recién dejaron de sufrir los matorrales que tantas veces la oyeron sollozar; pero en cambio, desde ese día, en cada tiempo seco, el Ñequi no deja de silbar.
Cuentan los nativos que en las noches de luna al frescor de las panillas y en las noches de surazo, este pájaro invisible que silba triste día y noche, oculto siempre entre el follaje de los árboles más altos es el alma de Máberu, la única mopera que en toda la tribu que tenía los ojos de color de miel.
Gilfredo Cortés Candía, un beniano en tres dimensiones