Alberto Ostria Gutiérrez
Cuentan los nativos de mi tierra que la aguada de Cachoc - biriri, es una laguneta encantada, que la dueña de ella, fue una mujer que por mala y celosa con su marido, el Choquigua la convirtió en una víbora enorme, negra y asquerosa, que hoy es el Jichi de esa laguneta.
Es cosa muy sabida y muy vulgar oír contar a las abuelitas de cabeza blanca, la historia de aquel carayana tunante e incrédulo, que aún en las noches más tempestuosas, acostumbraba venirse del pueblo, y pasando por bajo un viejo paquió que se alzaba al borde del camino y por junto aquella aguada, se entrevistaba con la hija del Maestro de Capilla, una muchachuela morena y arrogante, como una mosqueta guinda, que junto con sus padres vivía allá lejos, a la vera del bajío, y que era el ¡ay! de mí...! de todos los titayas del lugar.
Llegó el día en que se recordaba con gran solemnidad el aniversario natal del Maestro de Capilla. Y como todo el vecindario lo estimaba, porque cuando en el pueblo no había párroco, él hacía las veces de tal rezando y cantando en la iglesia y los velorios, la mayoría de los vecinos se dieron cita para ir a felicitarlo, llevándole cada uno, -como era costumbre-, un ramito de flores, un atadito con huevos o una gallinita con el pescuezo adornado con cintas.
Ese día, por tradición, tuvo lugar la formidable juerga con que el dueño del santo acostumbraba obsequiar a sus visitas.
Y dizque esa noche memorable sucedió algo extraño e inesperado, que para siempre quedó grabado en la memoria supersticiosa de las abadesas y paducas del pueblo.
El carayana aquél que acostumbraba verse todas las noches con la hija del Maestro de Capilla y que esa vez había logrado imponerle sus caprichos de hombre, lo encontraron frío y moribundo, tendido a la orilla de la aguada. Lo recogieron y lo condujeron al pueblo, y cuando al día siguiente sus vecinos le preguntaron qué le había sucedido, contó que esa noche al venirse, encontró junto a las tranqueras de la casa donde se celebraba la fiesta, una mujer vestida de negro, que tomándole la delantera lo obligó a seguirla camino al pueblo. Al llegar frente a la laguneta, la mujer se hizo chinga, es decir desapareció súbitamente, dejándole atónito y sintiendo un frío estremecimiento que le encrespó el cuerpo, perdió los sentidos y cayó al suelo, desmayado.
Desde ese día el carayana aquel quedó enfermo, y una palidez de muerto lo acompañó hasta el último día de su vida que no se dejó esperar mucho tiempo.
Poco tiempo después los Choquigueros del pueblo, cuando fumaron sus cigarros de hojas de floripondio e invocaron a sus tigres les den luces e inspiración para descifrar el enigma de aquella enfermedad que no habían podido curar, contaron muy sorprendidos que la mujer aquella fue Mama Cochoc - biriri, que enamorada locamente del carayana aquél, porque era apuesto y corajudo, se fue a esperarlo a las tranqueras , y como esa noche había visto su triunfo de hombre con la hija del Maestro, mala y celosa como había sido en vida, pensó asegurárselo para siempre. Y dizque esa noche trágica, cuando estuvo frente a la ciénega, le arrancó su alma, y junto con ella, se sumergieron para siempre bajo las aguas.
La tradición pervive hecha carne en el corazón y la memoria de los nativos. Y por eso en las noches de blancos plenilunios, dicen ver dos siluetas fantasmales, que surgiendo del fondo de la aguada al bullicio estridente de los lequeleques que pueblan el bajío, avanzaban silenciosas, camino al pueblo, esfumándose luego en la sombra que proyecta el viejo paquió del camino.
Leyenda Itonama