El Cuajojó

Gilfredo Cortés Candía

Cualquiera hubiera dicho que a Mayauru le pesó el regreso de su novio o que tuvo el presentimiento de que llegaría a ser la mujer más desgraciada de la tribu; su madre, dos lunas antes de la fecha fijada para su camatunare, la sorprendió llorando en la soledad auspiciadora de la noche, y la luna la vio pasear su nostalgia increíble a través de los cafetales que ya empezaban a florecer.

Nadie, sin embargo, intentó penetrar el secreto de la mópera pensando que podía ser un hechizo; no se animaron a inquirir nada y la dejaron llorar sus cuitas hasta la noche en que a la misma hora en que se abren las sucuanas envueltas en su tipoy suelto y blanco como una telaraña, sus labios pálidos como los pétalos marchitos de las flores del tabaco, hicieron lo posible por cuajar una sonrisa.

Los hombres que fueron a desyerbar los platanales lo encontraron perdido y muy cansado en el camino de los cañaverales, y cuando, de acuerdo a las prácticas de la tribu, delante de todos, él contó su historia, una historia triste y dolorosa como la vida de un mártir, las móperas lo miraron conmovidas y las abadesas que no pudieron atajar una lágrima, fueron las primeras que hablaron por su causa. Y como en ese entonces, los hombres respetaban todavía el recóndito sentir de las mujeres, se quedó Itashi en la tribu que no tardó en quererlo como a su propio hijo.

En las noches orquestadas por cigarras y grillos desvelados en el boscaje, la luna fue testigo impávido de ese amor inmenso. Las palmeras supieron definitivamente que la protesta de una promesa infinita estremeció la inocencia del silencio; porque Mayauru e Itashi que ya se recordaban mutuamente cuando ella iba por agua a los paúros y él campeaba el chaparral, al fin se encontraron solo en la cañada y resolvieron vivir para quererse sin miedo y sin reservas.

El Cacique perverso y desalmado "que desde cuanto ha" se venía soñando, que a Mayauru, en ausencia de su marido, la acompañaba un hombre que quería llevársela bien lejos, los descubrió a los amantes y de rodillas le pidió al Viya el condigno castigo del delito. Castigo que a ella, a la mópera romántica de labios pálidos como pétalos marchitos de las flores del tabaco, le impuso el Genio de los Bosques, inexorable y justiciero, convirtiéndola en una ave extraña, agorera, inverosímil, el cuajojó nombre que deriva de su propio canto que es una lamentación larga, en do mayor, demandando en vano, dicen los nativos, una injusticia que ya es seguro que no se reparará jamás.

Por eso se escucha, especialmente en el silencio de las noches tropicales, aunque también se oye en uno que otro día de surazo, siempre lejano como si tuviera el propósito deliberado de ocultar la identidad de quien lo emite, un lamento lúgubre y desolado que pone una nota trágica en los plenilunios de primavera y veranos.

Es el reclamo quejumbroso de Mayauru, la mópera de labios pálidos como los pétalos marchitos de las flores del tabaco, que aún sigue expiando el delito imperdonado de haber amado mucho.

Gilfredo Cortés Candía, un beniano en tres dimensiones

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