Aún niño, Max, había escuchado a sus padres y abuelos relatos de grandes fortunas en tapados encontrados en la ciudad colonial de Potosí, y ese hecho despertó en él un vivo deseo de encontrar uno en algunas casas viejas de la ciudad.
Frente a su casa en la esquina de las calles General Achá y Ayacucho, se levantaba una antigua casona que sé dice pertenecía a una familia alemana de apellido Barber cuyo jefe de familia era comerciante y realizaba frecuentes viajes de Puerto Villarroel a Trinidad con una pequeña embarcación que poseía, en esos tiempos de la fiebre del caucho.
Cuántas veces, especialmente en las noches, Max al observar la abandonada casona llena de luces misteriosas que reflejaban su interior, le hacían pensar en que algo había en sus vetustas paredes, en su devencijado techo o su desmembrado piso.
Provisto de un fierrito, golpeaba meticulosamente las paredes para detectar alguna señal que le haga suponer que ahí se encontraba lo que él tanto pensaba, sin embargo, vanos fueron sus intentos, ya que estas gruesas paredes parecían firmes y duros, pese a los años, como granito. Para peor de males, los vecinos se habían enterado de la noticia de la existencia de un supuesto tapado en el lugar, por lo que, gente que pasaba por el lugar, no escatimaba la manera o forma de escudriñar el lugar.
Al correr los años la casa abandonada pasó a manos del Estado, quién se propuso construir el palacio de la comunicación para lo que hubo un gran movimiento de maquinaria pesada con el fin de remover los escombros del lugar.
Esa mañana del 10 de octubre de 1972, la pala mecánica al comenzar a derribar los gruesos muros del lateral que da a la actual Ayacucho, repentinamente chocó con una supuesta olla de barro, que al quebrarse dejó salir una gran cantidad de monedas coloniales de plata, joyas. Es decir, llovió plata por todo el contorno.
Una avalancha de gente cayó sobre la tierra, las ruinas de las paredes en busca de conseguir alguna de esas "chas'kas". Eran monedas españolas, fernandinos y carlotinos bañadas en plata, cruces, rosarios, algunas cadenas y hasta libras esterlinas.
El remolino de manos se trenzó con el polvo, los gritos, la pelea, todos querían su parte y cuando no quedaba más por recoger, el gentío levantó piedras, escarbó con los pies y las manos, mientras se decían: Debe haber más... tiene que haber más...
De repente, un disparo sordo seguido de una explosión sacó a todos de su euforia. Habían llegado efectivos de la policía que dispersaron a la multitud y arrancar las joyas a quienes se pudiera.
Fuera la multitud se cercó el lugar continuándose el trabajo de la maquinaria pesada, pero esta vez revisando atentamente cada escondrijo, piedra o adobe, abriendo los ojos ante cualquier objeto que brille, pero ya no se encontró nada.
Max, al enterarse del hallazgo, no supo qué decir, él lo sabía, pero su falta de persistencia hizo que dejara pasar el tiempo.
Nunca se supo la cantidad exacta del tesoro hallado, se comentaban que era un cofre antiguo que contenía monedas de plata de la época de la colonia.