Rene Valentín Delgadillo Duran
El grupo de personas vestidas de negro anda compungida y aprisa por el camino al declinar el sol. Falta poco para llegar al cementerio. Llevan en ataúd al difunto, rememorando sus bondades, los buenos ejemplos que dio y las múltiples anécdotas de su cotidiana vida, su esposa y sus pequeños hijos están confundidos por el dolor y la impotencia de los últimos momentos de no poder asistirlo adecuadamente.
Una vieja cuarentona, que acompaña la comitiva mirando de reojo a los dolientes, comenta: "Era un hombre robusto y fuerte y nadie pensó que estuviese mal del corazón, y ahora qué será de su pobre esposa y de sus hijos?
En tanto la compañera al escuchar este comentario, complementa la conversación diciendo: "Estas cosas son violentas, suceden de un momento a otro. Dicen que tuvo un ataque violento y no les dio tiempo para llevarlo al hospital".
En eso la comitiva llega al sitio denominado "La Capilla", casi a la entrada de Aiquile, a modo de descanso dejan el cajón a la sombra de un árbol corpulento y de enormes ramas con gran follaje, crecido a la vera del camino. Su enorme tronco oscuro elevándose por los aires abre sus brazos acogedores para dar la bienvenida a los forasteros, mientras una gran parte de sus raíces parece acoger solícito al cansado peregrino, pues el agua que se desliza por la acequia ha carcomido sus bordes dejando al aire como unas rodillas, que a modo de taburete ofrecen buen sitio de descanso.
La desconsolada viuda en un arranque de angustia se asoma al cajón del yacente y junto con sus cuatro pequeños hijos exclama entre gemidos:
— ¡No te vayas Ruperto, no nos dejes solos! ¿Quién nos va a cuidar?.
Los niños a la vez en coro repiten:
— ¡No te vayas papito, no te vayas!
En el momento de reiniciar el camino, la forzuda viuda en un arranque de dolor y dejándose llevar por el paroxismo del momento, se agarra del cajón, mientras los familiares pretenden colocarlo en sus hombros, entre el forcejeo el cajón cae a la cuneta con gran estrépito. Luego de tan inusitado contratiempo, nuevamente el féretro es levantado y en eso se escucha un imperceptible ruido dentro del cajón que va acrecentándose. Incrédulos hacen callar al numeroso grupo de dolientes, para escuchar mejor el sonido de los golpes internos que retumban en la madera. Abren la tapa y don Ruperto se levanta saliendo del pesado sueño catatónico. Aún no le había llegado la hora de su descanso eterno.
Se dice que todos los cortejos fúnebres que ingresen por este camino que ingenuamente se la ha denominado "Haya Samachina", tienen una necesaria parada a modo de descanso, para cerciorarse si el difunto está realmente muerto.
En tanto el viejo y frondoso árbol de tipa de ramas extensas y raíces salientes está ahí y parece aguardar a los difuntos con sus ramas en alto, a fin de darles el postrer adiós o para despertarlos de un posible letargo.
Aiquilemanta No. 1