El muerto, el diablo y el velador

Eufronio Viscarra

Era doña Inés, una aristocrática y garrida moza, que, allá, en las postrimerías de siglo XVII, frisaba en los 25 años, y se sabe que nadie en la orgullosa ciudad se le igualó en hermosura. Su carita sonrosada era algo como una bendición y su talle gentil y donairoso tenía de palma en primavera.

Amén de su belleza, poseía doña Inés por juro de heredad, valiosas tierras que le producían veinte mil pesos al año.

La fama de sus encantos y de sus riquezas se había extendido, por lo menos, a cientos de leguas a la redonda, y no es extraño, por tanto, que de cerca, y de lejos acudiesen a verla pretendientes, entre los que había muchos caballeros de chapa y de bigote al ojo.

Entre ellos, eran tres los que más le requerían de amores. Asediaban a todas horas a la joven con inusitado empeño y por las noches, apenas resonaba el toque de la queda en los conventos, se organizaban grandes serenatas a las puertas de la casa que ella habitaba. Arpas y violas gemían en el silencio de la noche y salterios y laudes, acompañados de aves y suspiros que salían de pechos profundamente apasionados, herían el aire con sus notas quejumbrosas.

A pesar de todo, doña Inés, se mostraba desdeñosa como la que más, y no habían llegado en verdad, el caso de que dirigiera una sola mirada a ninguno de sus favorecedores devotos.

Entre tanto, las músicas nocturnas y los ruidos extraños que se producían en el barrio, alarmaron a sus habitantes y principió la murmuración que es muy explicable en tales casos.

Dos fenomenales jamonas que vivían en el mismo barrio y que se sentían acongojadas no tanto por la incomodidad como por la envidia de que estaban poseídas, comenzaron a dar rienda suelta a sus lenguas viperinas.

— No se puede vivir en este maldito lugar que se ha convertido en morada del mismo Satanás y de sus huestes infernales. Músicas por acá y suspiros por allá. No parece sino que los tarambanas que hacen esto, se hubieran propuesto matarme lentamente, robándome el sueño que es el mayor beneficio que Dios ha otorgado a la humanidad. Lo sabrá el señor Corregidor, la señora alcaldesa y si ellos no ponen remedio al daño, abandonaré el barrio y en su caso la ciudad, -decía doña Juanita-

— Quien ha de ser, sino la muy casquivana de la Inés, que con su carita de amapola del campo y sus repulgos de hojuela de vanidad, está alborotando a esos papanatas, que andan de zoca en colodra, haciendo el amor a unas y a otras y que tan pronto se encuentran aquí como allá. Está visto que en los abominables tiempos que alcanzamos, todo se encuentra torcido y enrevesado. Ahora son las mujeres que solicitan a los hombres, no éstos a aquéllas como debe ser. Cuando yo era joven, bien escarmentados quedaban los audaces que osaban suspirar al pie de mis ventanas, pues en menos que cante un gallo, tenían en agua en las narices y se iban para no volver más. Empero, quien tiene la culpa es la tarambana de la Inés que anda alborotando todo esto. Tendré paciencia, sin embargo y ya se sabrá después, si le valen las pomadas y menjurjes con que se adoba el rostro. Que siga por ese camino y pronto la veré más pálida y flaca que un cirio pascual.

Después de todo, continuaban las músicas nocturnas, y las jamonas seguían poniendo lengua en doña Inés y murmurando a más y mejor. Sea que esta alcanzara a saber por fin, lo que de ella se decía, o que estuviese cansada de sus empalagosos adoradores, es el caso, que para librarse de ellos, ideó un ingeniosísimo expediente y puso por obra su plan, con admirable serenidad de espíritu…

De repente y con gran sorpresa de los amartelados mancebos, doña Inés cambió por completo. De zahareña y adusta que era, tornóse risueña en demasía y dirigió a los que suspiraban por ella, enloquecedoras y afectuosas miradas. No tardaron, por cierto, los enamorados en buscarla y tal era la prisa que se dio que abrían entrado por las ventanas, si no encuentran abierta la puerta principal de la casa.

Doña Inés, habló separadamente con cada uno de ellos, cuidándose de que unos no se apercibieran de lo que decía a los otros.

Expresó al primero que antes de dar su mano quería tener seguridad de la adhesión que se le manifestaba y le exigió, por tanto, que hiciera un sacrificio, duro, en verdad, pero necesario, para que en lo sucesivo pudiera vivir convencida de su cariño. Díjole en seguida que a medianoche, fuera a la Iglesia Matriz de la ciudad y permaneciera recostado, y en actitud de muerto, durante dos horas, en el féretro, donde solían colocar los cadáveres un día antes de sepultarlos.

Cuando se presentó el segundo, le manifestó lo mismo que al primero, en cuanto a la necesidad del sacrificio y le impuso que en la noche indicada, se constituyera, media hora después de las doce, vestido de diablo, en la capilla de las benditas almas del purgatorio, que es donde se depositaba a los muertos, y permaneciera también dos horas.

Finalmente, le dijo al tercero, que poco después de la medianoche, fuera a velar al muerto en la capilla indicada.

Es inútil expresar que los tres aceptaron la imposición con marcadas muestras de regocijo.

Llegada la hora señalada, el primero de los citados personajes, penetró a la capilla. El aspecto que éste tenía, era capaz de infundir pavor al hombre más despreocupado y animoso. Emblemas mortuorios cubrían las paredes. Ángeles vestidos de negro y con las grandes alas abiertas, como si quisieran volar, adornaban los altares. Con todo, nuestro personaje, supo dominar por el momento el miedo de que estaba poseído, y se apoyó al féretro que, felizmente, se hallaba vacío. Púsose un sudario que allí encontró; recostóse después cautelosamente dentro del mortuorio carromato, cruzó las manos sobre el pecho y cerró los ojos, en seguida, imitando la actitud dolorosa y resignada de los muertos. Dos buhos pintados en la cubierta del féretro y que al desventurado le parecían vivos, le miraban fijamente con sus hundidos ojos preñados de tristeza.

Era tan absoluto el silencio que reinaba en la capilla, que se hubiera podido escuchar el vuelo de las moscas. Sólo de vez en cuando se dejaba oír el chisporroteo de un cirio, que con luz pálida y moribunda alumbraba a medias aquel lúgubre recinto.

De repente, se oyó el crujido de una puerta acompañado de lejano rumor de pasos. El desgraciado cerró fuertemente los ojos; pero un segundo ruido mucho más fuerte que el anterior, le obligó a abrirlos de un modo desmesurado y "cosa estupenda" vio en su presencia al demonio, que agitaba su luenga cola de fuego y sus inmensas y negras alas de murciélago.

Ante esa horrible visión, el que hacía de muerto ya no pudo contenerse por más tiempo, se incorporó de súbito sobre su fúnebre lecho, desgarró bruscamente el sudario que cubría su cuerpo y huyó despavorido con dirección a la puerta.

Entretanto, el diablo que creía a pie juntillas que el muerto había resucitado, huyó también en la misma dirección.

En cuanto al individuo que había ido a velar al muerto, se sabe que fue el primero que consiguió franquear la puerta, corriendo desesperadamente como los otros; siendo de notar que el muerto huía por miedo al demonio, este por miedo al muerto y el tercero por miedo a los dos.

Mientras que los tres personajes echaban los bofes, corriendo cada uno por su camino, desde el balcón de una casa situada a poca distancia del templo, una hermosa dama, arrebujada en su amplio mantón de invierno, contemplaba con risa diabólica la original aventura.

Desde entonces, cesaron las músicas nocturnas, las jamonas del barrio dejaron de agitar sus lenguas de víbora, y lo que es mejor, pudo ya dormir en paz la bellísima doña Inés.

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