Mercedes Anaya de Urquidi
Don Crispín, era un hombre afortunado, prestamista de talla. Todos los negociantes necesitados, recurrían a sus arcas hipotecando sus propiedades y joyas con intereses exorbitantes que luego se capitalizaban y al final de cuenta, resultaban escasas las propiedades hipotecadas, para el pago de sus deudas, pues don Crispín no era de los que perdonaba un cobre.
A esta andar el avaro se hizo riquísimo, dueño de inmensas fincas y muchas casas, fuera de joyas empeñadas y dinero hasta para enterrarlo.
En sus mocedades dizque era un gordinflón de regular estatura; pero de viejo, no era más que un esqueleto insomne. Su vida era de una continua abstinencia; no bebía sino agua de las piletas por no gastar en cacharros ni vasos. No usaba anteojos por no gastar los vidrios y sus grises ojuelos de ave de rapiña se hundían en las concavidades de sus descarnadas órbitas; y no dormía con la preocupación de aumentar sus tesoros. Las cifras del tanto por ciento mantenían el vigor de su cerebro.
Todos los vecinos de Cochabamba le tenían repulsión y no escaseaban sus odiadores.
Un joven apellidado Betancur, agricultor y enamorado impenitente había recurrido al préstamo de don Crispín, quien conocedor de sus latifundios, le concedió inmediatamente. Le cobró el doble de intereses porque varias veces le había deshancado en sus querencias.
Se sabe que don Crispín era aficionadísimo al bello sexo, pero le gustaba ser correspondido por sus méritos personales, o cuando más a cuenta de intereses...
Betancur, joven de gallarda apostura, robusto solterón, era el dulce apetecido de las buenas mozas, tanto por su atracción física, cuanto por su generosidad hasta ser botarate en sus conquistas. De ahí la rivalidad oculta de don Crispín. Con el transcurso del tiempo creció inmensamente la deuda y aconteció lo esperado por el avaro; se adjudicó a vil precio todos los bienes de Betancur a quien lo condenó a sombrearse en la cárcel por el resto de lo adeudado.
Las torturas que sufrió con esta catástrofe, no son para contarlas.
En la oscura y fría celda carcelaria, su corazón se entumecía, falto de libertad y sus sentimientos aprisionados clamaban odio y venganza.
A costa de grandes sacrificios y penas, por fin pudo evadirse de su prisión. En adelante obligado a vivir de su trabajo y privado de sus dulces amoríos, que sin derroche de dinero, se tornaron en tristes recuerdos, su vida se hizo imposible. Sed de venganza sintió su árida existencia y toda su aspiración se redujo a meditar el modo de castigar el proceder inicuo de aquel monstruoso ser acaparador de bienes ajenos y causante de su miseria espantosa. Necesitaba una sanción ejemplarizadora y perdurable.
Los avaros mueren casi siempre en forma violenta o trágicamente; él con cuanto gusto le apretaría el pescuezo a ese hombre avezado en la crueldad. Pero no; esperaría el momento oportuno de una sanción trascendental y moralizadora.
Mientras tanto el acaudalado avaro, arrastraba su vida mezquina de ansiedad y remordimiento.
Su codicia insaciable no tenía límites.
Un traje verdinegro, de eterna duración, parecía colgado en su esqueleto de alambre, y la costumbre de no comer, sino lo convidado en casa ajena, a distintas horas, había acabado por estrangularle el estómago y cayó gravemente enfermo.
Anoticiado Betancur fue el más asiduo preguntón de su salud. Pasó varios días de incertidumbre y expectativa para el cumplimiento de sus propósitos, hasta que una tarde le anunciaron que en ese momento había dejado de existir.
Armado de picota y lámpara, se dirigió en la semioscuridad del crepúsculo, por la colina de San Sebastián, tras del cementerio, donde abrió con cautela una profunda fosa. A su vuelta, recogió algunas semillas oscuras de algarrobos enanos (algarrobos del diablo), que abundan en esos alrededores; se dirigió a la botica a comprar azufre y un narcótico en polvo; luego, en su aislado tugurio, meditabundo, sintió desfilar las negras y largas horas de la noche, hasta las doce.
Valientemente salió de su casa cargando en un costal de lana, dos adobes que fueron ligeros para sus hercúleas fuerzas.
A esa hora los miembros de la familia dormían el dulce sueño de los ricos herederos, cuando Betancur dejando su carga tras de la puerta de calle, se asomó amistosamente a acompañar a los dos pacientes ponguitos, que mal de su agrado velaban el cadáver del patrón. Los acompañó un momento y habiéndoles inspirado confianza, mandó a uno de ellos a comprar chicha, ese néctar apetecido del indígena donde le echó el narcótico. Los del velorio bebieron agradecidos, no tardando en dormirse profundamente. Entonces Betancur pudo efectuar su meditada venganza.
Rencoroso y sereno, nuestro hombre, arrancó del féretro el rígido cadáver de don Crispín, que tieso, con los cabellos en desorden y las manos crispadas parecían defenderse.
Con valor increíble lo insaculó en el costal de lona; luego esparció azufre en la caja mortuoria y humedeciendo el polvo de la semilla del algarrobo con su saliva encima de los adobes de tierra y partió con su siniestra carga por las desiertas calles de la ciudad, al amparo de las sombras noctámbulas, hacia el sur de la población, camino de la fosa abierta en la colina.
Enterró el cadáver y al clarear el alba llegó a la casa y como aliviado del rencor que pesaba en su conciencia, se durmió tranquilamente.
Al amanecer los parientes del rico extinto, al entrar en la sala mortuoria retrocedieron, sintiendo la fetidez infernal que despedía el ataúd. Los ponguitos roncaban a maravilla y ¡horror! en lugar del cadáver de don Crispín, sólo estaban dos adobes.
Todos los indicios recayeron en la certidumbre de que el diablo se lo había llevado en cuerpo y alma al avaro, por haber hecho gemir a tanta gente que condujo a la miseria.
Rápida y sigilosamente habían clavado el cajón antes de que nadie se apercibiera; pero quien se encargó de propalar la noticia fue Betancur que contó a cuanta gente pudo que el rico avariento había sido conducido por Satanás en persona a arder eternamente en los abismos infernales.
El hombre arruinado hizo tristemente célebre la memoria del hombre explotador y odioso.
Tradiciones y leyendas del folklore boliviano