Jesús Lara
A poco más de un tiro de arcabuz de Sipe Sipe encontramos un peñón de gigantescas dimensiones. Esta obra sublime de la naturaleza, presenta contornos muy irregulares, como labrados por la mano del hombre que hacen pensar en un palacio incrustado en la masa de la montaña.
Hacia el centro de este colosal monumento pétreo se ven ciertas cisuras que dibujan algo así como un ojo entornado casi perfecto, de donde fluyen abundantes hilos de agua a manera de lágrimas perennes resbalando como por una mejilla hasta un bello tazón labrado por el cincel de los siglos para luego correr por la estrecha acequia a lo largo de la montaña.
Desde tiempos inmemoriales el peñón era conocido con el nombre de Inkawaqana, que quiere decir "donde llora el inca" siendo un lugar de veneración por lo que nadie de los lugareños se aproxima sin una ofrenda que puede ser el akulli o bien una pedrezuela cualquiera que debe ser arrojado en una especie de hornacina construida cerca del tazón.
Se cuenta que hace mucho tiempo atrás allí no había agua por lo que la gente debía bajar a proveerse de ese elemento en el río.
Un día se supo que una legión de demonios de origen desconocido, rubios y barbudos, que andaban a horcajadas en monstruos semejantes a huanacos descomunales y que tenían una vara que escupía fuego habían reducido al inca a prisión en Q'asamarqa.
Vino, trayendo la noticia un apu, con la misión de recolectar todo el oro y toda la plata que había en el lugar para el rescate del soberano, porque los demonios barbudos otorgaban a estos metales un valor extraño difícil de ser comprendido.
Entonces el delegado del inca desmanteló palacios y templos, barrió los lavaderos y minas, todo para despachar en recuas de llamas cargados de oro y plata, rumbo a la lejana Q'asamarqa. En este afán recorrió valles y pueblos desde Pukuna hasta Sipisipi.
En el camino le dieron la infausta noticia de que los demonios de fuego habían dado muerte a su Señor, al saber esto, el apu cayó postrado en el sitio, implorando el dictamen del sol y clamando venganza contra los que profanaron esta tierra y derramaron la sangre solar del inca, pero cuando quiso levantarse, los pies no le obedecieron. No se levantó más y vio que lo único que podía hacer era llorar.
Lloraba todo el día y toda la noche, no sentía hambre ni sed, ni frío, ni sueño. Sus labios maldecían a los demonios de fuego y sus ojos seguían llorando. El manto del sol no era suficiente para enjugar tantas lágrimas aunque la luna venía por las noches a llorar junto con él.
Pachamama había construido para él un palacio de piedra en el seno de la montaña para inmortalizarlo.
Desde ese día los hilos de agua no dejan de brotar del ojo del peñón que constituyen las lágrimas del apu. Asimismo la madre tierra hizo inmortales a los huanacos que en noches de novilunio suelen venir cargados de oro y plata a beber las lágrimas de su amo. Ellos son los únicos que pueden beber del tazón sagrado.
Leyendas Quechuas