M. Rigoberto Paredes
Cuéntase que, allá en los tiempos mitológicos, existía en las profundidades del Océano Pacífico un suntuoso palacio de cristal de roca que estaba rodeado de jardines y umbríos bosques.
En aquella encantadora morada, habitaba la dichosa "Icaca" hija de Neptuno y de las aguas.
En aquellas noches de tempestad, cuando el Dios de los Mares, Tridente, levantado agitaba las más temibles olas y Eolo desencadenaba los furiosos vientos, la hermosísima Icaca, abandonando su palacio submarino, subía a las rocas de una pequeña isla y sentada allí contemplaba la borrasca con azules y divinos ojos, pulsando su armoniosa lira, entonaba con mágico acento melodiosos cantos.
Los habitantes del mar, asomaban sobre la superficie de las aguas, y rodeando la islita escuchaban extasiados la divina música.
Así se hallaba Icaca en una de las ocasiones en que subió a la isla, cuando una débil embarcación, zozobró quedando hecha en mil pedazos.
Un hermoso joven, mil veces más bello que Narciso, pero de atléticas formas, luchaba con vigorosos brazos contra las gigantescas olas.
La sensible Icaca se precipitó en el mar y algunos instantes después volvió a la isla, llevando de la mano al joven "Tito", que admirando a su heroica y bellísima salvadora, lleno de amor, de reconocimiento y ternura, se atrevió a ofrecerle su corazón, que ella aceptó, dándole en cambio, el suyo, porque también le amaba ya.
Todas las gracias giraron en torno de aquellos venturosos amantes; el amor batió placentero sus alas y Venus, satisfecha sonrió con deliciosa emoción en el Olimpo.
A la voz de Icaca, un millón de castores cargados de las más preciosas maderas acudieron presurosos, construyeron una habitación destinada a ser la morada de Tito.
Tres años pasaron de esta manera, pero Diana la diosa de la noche, envidiosa de aquella felicidad que presenció por tanto tiempo, guio una noche, hacia aquel sitio los pasos de Neptuno, quien vio de lejos a los dos amantes, uno en brazos del otro.
Irritado el terrible dios de las aguas, lanzó en el espacio a Icaca y Tito, ordenando a Eolo que sus furiosos vientos los arrebatasen muy lejos de su imperio.
En breves instantes atravesaron la atmósfera por sobre las aguas del Pacífico y la inmensa cadena occidental de los Andes, viniendo a caer en el centro de la América del Sur en unas áridas y, extensas llanuras, próximas a las faldas del Illimani y del Illampu.
Tito, que era mortal, se sofocó en las alturas del espacio que atravesaron, Icaca inconsolable, quiso hacer en su corazón la tumba de Tito.
Convirtió a éste en una colina y ella, deshaciéndose en llanto, transformóse en un inmenso lago que rodeando las colinas y haciendo de ella una isla, la abrigó en su seno.
Los nombres unidos de ambos desventurados amantes formaron el "Titicaca", que tiene el lago y la isla.