M. Rigoberto Paredes
Muy cerca de un pueblito de nuestras tierras bolivianas cuyo nombre no hace al caso, vivía hace muchísimo tiempo, un hombre sin más compañía que la de un hermoso perro de Terranova.
No se sabía de donde había llegado. Vivía a una milla de la aldea, en una antigua ermita abandonada. Cultivaba un pequeño jardín de pensamientos negros que eran sus flores favoritas. Por lo demás, su vida era un completo misterio. Nadie sabía en qué ocupaba el tiempo. Iba cada mes a la aldea a buscar lo necesario para su subsistencia y siempre pagaba sus compras en brillantes pepitas de oro puro. Cuantas veces le interrogaron sobre su vida nuestro hombre permanecía siempre callado. Ni siquiera pudieron saber cómo se llamaba. Su aspecto era bondadoso su mirada dulce y perdida en la lejanía. Tenía el rostro de color de cera, rodeado de una larga e inculta barba negra.
Por la moneda que gastaba, se presumía en la aldea que era un minero huraño que había descubierto riquísimos yacimientos auríferos; pero el secreto de estas minas eran todavía más impenetrables que su misma vida.
Muchos vecinos ambiciosos se habían propuesto seguirle a hurtadillas para sorprender el secreto, pero tuvieron que renunciar a sus propósitos, pues, nuestro hombre, que teñía una mirada de águila, en cuanto veía que algún intruso hollaba sus dominios enviaba contra él a su enorme perro, que abalanzándose a la garganta daba buena cuenta del intruso. Y si faltaba a esto, él mismo echándose el rifle a la cara mataba al merodeador con un balazo certero.
Escarmentados los aldeanos, cesaron de molestar al hombre misterioso, a quien por sus maneras raras consideraban como un loco.
Sucedió una vez que nuestro hombre dejó de hacer sus acostumbradas visitas a las tiendas de la aldea, con visible desagrado de los comerciantes que dejaban de recibir en pago las codiciadas pepitas de oro.
Al fin, después de algún tiempo, llegó corriendo su terrible perro guardián provisto de una bolsa sobre la espalda, entró sin titubear a la casa del farmacéutico y alcanzó a éste un papel que llevaba entre los dientes. Era una lista que el solitario enviaba pidiendo algunos medicamentos. Cuando el inteligente animal estuvo despachado, abrió aún más la boca y, levantando su lengua, puso a la vista del comerciante una gruesa pepa de oro. Era el pago de las drogas entregadas.
La noticia de la enfermedad del hombre misterioso cundió en la aldea. Casi todos los vecinos, reuniéndose en casa del Corregidor, resolvieron ir en corporación a visitarlo. A las claras se veía que tal visita no era para cumplir una de las obras de caridad, sino para ver de dónde sacaba el oro.
Al día siguiente salieron todos los aldeanos en dirección a la ermita abandonada. Nadie había querido quedarse por no dejar de percibir algún provecho apoderándose del caudal del enfermo. Por el aspecto de la comitiva y por las variadas armas que llevaban, parecía más bien que iban en son de combate antes que en auxilio de un paciente.
Al fin, desde medio camino divisaron la ermita con las debidas precauciones se fueron aproximando, era que temían ver salir, de un momento a otro, al solitario con el fusil en la mano o a su temible perro.
Pero, nada de esto sucedió. Al acercarse los aldeanos a la puerta, ésta permaneció vacía.
LOS DOS HUÉRFANOS
Olvidábamos decir que entre la comitiva de aldeanos habían también formado Luquitas e Isabelita, dos pobres huerfanitos que vivían en la aldea; habían quedado completamente desamparados desde la muerte de sus padres, ocurrida años antes a causa de que el pobre hombre, trabajando en una mina para sostener su familia, había contraído una enfermedad incurable.
Durante la ausencia del padre, la mamá, una señora muy buena y que los quería mucho, también cayó enferma y de un mal tan maligno que no tardó en llevarla a la tumba. Los pobres chiquitines la atendieron como pudieron pero no lograron evitar el fatal desenlace. Los aldeanos, que eran gente egoísta no le brindaron ningún apoyo y como consecuencia de esto murió en el más completo desamparo dejando a sus hijos, huérfanos, nadie les ofreció un solo mendrugo de pan.
Llegó el padre casi moribundo, y no hizo más que ocupar el miserable lecho de la difunta. El rudo trabajo en una negra y húmeda mina le había destrozado los pulmones. Durante largo tiempo los dos niños se constituyeron en los más solícitos enfermeros, pero, como eran pobres y no merecieron ninguna ayuda del vecindario, tuvieron que ver con profundo dolor lo que su pobre papaíto se moría sin remedio.
Murió el padre y los dos niños quedaron solos en el mundo, sin más subsistencia que la que podía proporcionarles su trabajo. Luquitas enseñaba a leer, a los niños de aldea e Isabelita vendía tejidos y costura que su madre le había enseñado a hacer.
En cuanto supieron que el solitario de la ermita estaba enfermo, ellos, bajo el impulso de su buen corazón y acordándose de lo mucho que habían sufrido sus padres cuando estuvieron enfermos, se propusieron ir a la ermita a auxiliar al solitario y aprovechar de todo lo que habían aprendido en la atención a sus mismos padres en su dolencia.
Por esto, en lugar de llevar armas como los demás aldeanos, Luquitas llevó cuanto remedio les había quedado, e Isabelita fue a vender un lindo tejido que había concluido y con el producto compró una vasija llena de leche.
Antes de entrar a la ermita, los aldeanos, temerosos siempre de que el hombre se defendiera, prepararon sus armas. Entre la semiobscuridad de la habitación, pudieron distinguir al enfermo tendido sobre un tosco lecho. La barba negra y espesa acentuaba más la lividez de su rostro. Tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta por la fiebre, la humedad del sudor frío le había pegado los cabellos a la frente. Casi no daba señales de vida.
El perro, aquel terrible y vigoroso animal que tanto miedo les había infundido, estaba acurrucado al pie de su amo, y en lugar de acometer a los importunos se contentó con gruñir melancólicamente.
Los aldeanos, animados por la extraña pasividad del animal, fueron invadiendo totalmente la habitación. Pero, en lugar de hacer lo que realmente procedía en aquellos casos o sea auxiliar afanosamente al desdichado enfermo, se concretaron a examinar todos los rincones, esperando siempre encontrar el depósito de oro que tanto codiciaban. Revolvieron y traficaron todo, no dejaron ningún objeto en su sitio y, hasta tal punto llegó su ambición, que se atrevieron a introducir las manos bajo de la almohada del enfermo. Más, todo fue inútil: no hallaron ni la menor huella del precioso metal.
Cansados por tan vanos afanes, resolvieron irse de allí. Y esos hombres, enceguecidos por la avaricia y el afán de robo, en lugar de prestar siquiera algún auxilio al moribundo, salieron de allí sin que nada les importara el solitario.
INOCENCIA Y CARIDAD
Solamente nuestros dos huerfanitos Luquitas e Isabeiita, quedaron en la ermita. Silenciosos y humildes habían permanecido junto a la puerta sin atreverse a penetrar mientras los aldeanos revolvían todo. Después, cuando la gente salió para regresar a la aldea, ellos, temerosos se hicieron a un lado para no estorbar. Sólo cuando todos se hubieron alejado, los dos niños se atrevieron a entrar en la ermita. Se acercaron solícitos al lecho del enfermo, y mientras Luquitas examinaba al paciente para saber cómo debía curarlos, Isabelita recogía y ponía en orden todo cuanto los ambiciosos aldeanos habían desordenado.
Entonces ocurrió algo extraño. El enfermo que hasta ese momento parecía sin conocimiento, abrió los ojos para observar complacido todo cuanto hacían los niños. Luquitas, muy preocupado con su papel de médico había echado unas gotas del líquido que tenía en una botella, después extrajo el ungüento que tenía en una cajita y con ambas cosas comenzó a hacer fricciones en el pecho del enfermo. En seguida ordenó a su hermana que calentara un poco de leche que había llevado, lo que Isabelita se apresuró a cumplir inmediatamente.
Mientras la niña atizaba el fuego para calentar la leche, Luquitas le habló así:
- Isabelita, ¿note recuerda este buen hombre a nuestro querido papá? Mírale. Parece que sufre mucho. ¡Pobrecito!
- Si, dijo la niña, cuánto debe sufrir, y tan abandonado. Oh, si pudiéramos curarle, cuan felices seríamos.
Después, fijándose en el perro, la niña le dijo acariciándole:
- Pobrecito. Si muriera tu amo, te quedarías también huérfano como nosotros. Nadie té daría un pedazo de pan. Y para comer tendrías que trabajar mucho.
- No, le interrumpió Luquitas. Si este perro queda huérfano, nosotros lo llevaremos a nuestra casita, y allí los tres huérfanos pasaremos la vida de la mejor manera posible. El será un noble y leal compañero.
El animal parecía que comprendiera las generosas palabras de los chicos y se les aproximaba a lamerles cariñosamente las manos.
La leche del jarro comenzó a hervir, y la muchaca ofreció al enfermo una taza humeante. Luquitas, haciendo un esfuerzo supremo, logró incorporarlo cuidadosamente sobre la cama.
El solitario, que había estado escuchando embelesado todo cuanto manifestaban los niños, ya no pudo contener más tiempo su emoción y, olvidando su estado, extendió los brazos y estrechó tiernamente contra su corazón a sus dos pequeños enfermeros.
Gracias, Dios os los pague, niños caritativos, les dijo. Cuan distintos sois de los que han venido hace un momento.
Después recibió la leche que le ofrecía la niña y la sorbió poco a poco, notándose que le producía un gran alivio. Se notaba que en gran parte su postración era debida a falta de alimentos.
Cuando hubo apurado todo el contenido de la taza, isabelita le preguntó si quería más. Aceptó de mil amores el enfermo, y la niña le sirvió una segunda taza y aún le obligó a tomarse otra más.
Nuestro hombre, reconfortado ya de su dolencia, se sentó en el lecho, llamó junto a sí a los niños y haciéndoles tomar asiento sobre su mismo lecho comenzó a hablar.
Les manifestó que, si bien su mal era bastante grave que le impedía levantarse de la cama, no había perdido ni un momento el conocimiento. Pero, cuando vio que llegaban los aldeanos, adivinando sus perversas intenciones, se había hecho el inconsciente, para observar hasta dónde llegaba la maldad de aquellos; al mismo tiempo había recomendado a su fiel perro que permaneciera quieto aunque los aldeanos llegaran al caso de ofenderlo.
- Ahora, les dijo enseguida, si es verdad que me he convencido que esos aldeanos son completamente incapaces de la menor obra buena, en cambio he tenido la satisfacción de conoceros y comprender vuestra triste situación. Desde ahora ya no seréis huérfanos. Os adopto como a mis hijos.
EL RELATO DEL MINERO
Luquitas e Isabelita, locos de contento, abrazaron cariñosamente a su protector y desde ese momento se quedaron junto al enfermo, cuidándole con tierna solicitud.
Cuando llegó la noche, los chiquillos se improvisaron de la mejor manera que pudieron sus camitas en la misma ermita; el enfermo, ya bastante reconfortado con la atención cariñosa de los dos huerfanitos, les dijo que por primera vez les contaría el secreto de su vida y la causa de su misteriosa conducta con los aldeanos. Ordenó al perro que saliera a hacer guardia para impedir que ningún curioso se aproximara a la ermita mientras él hacía la relación de su vida.
Los niños, ansiosos de escucharle, se acurrucaron junto a la cama del enfermo y éste comenzó lentamente su historia.
- Yo vivía en un lejano país. Tenía dos hijos hermosos y buenos corno vosotros. Su madre, mi esposa, era una santa mujer. Era feliz. Tenía lo suficiente para pasar una vida holgada y agradable. Mi única preocupación era aumentar mis bienes para satisfacción de mi familia, y por ello trabajaba con todo ahínco. En el banco donde yo trabajaba en un cargo importantísimo, se produjo, de pronto, un gran robo por el cual habían victimado al cajero. Los verdaderos autores del doble crimen que eran hombres de in-fluencia, lograron salir ilesos, pero, en cambio, presentaron el hecho de tal modo que yo resulté culpable ante la justicia. Por mucho que me esforcé en probar mi inocencia, todo fue inútil. El tribunal me sentenció a diez años de presidio. Loco de pesar fui arrancado del seno de mis pobres hijos y dé mi esposa, para ir a cumplir mi condena. Al poco tiempo mi esposa murió con la pena de mi desgracia, y mis desdichados hijos quedaron completamente desamparados, sin que nadie tuviese piedad de ellos. Al fin, los pobres niños, sin que nadie los auxiliara, no tardaron también en morir de miseria. Yo nada sabía de todo esto. Los años de mi prisión fueron pasando lentamente sin que yo tuviera noticias de los míos. Cuando al cabo de diez años salí de la cárcel y volví a la ciudad, supe que ya no tenía familia. Mis pobres hijos, privados de mi apoyo por una enorme injusticia, estaban enterrados desde largo tiempo atrás. Como podréis imaginar, yo creí morir de desesperación. Por un momento hasta pensé en matarme. ¿Para qué iba a vivir? ¿Para quién ya iba a trabajar? Sin fe en la vida y sin entusiasmo para nada, resolví ir a esconder mis últimos días en algún ignorado rincón, lo más lejos posible de mi patria. De este modo el azar me trajo aquí. Vi esta ermita abandonada y aquí me establecí, con el propósito de no entrar nunca en relación con nadie, porque todos los hombres me inspiraban odio. En cada uno veía el malvado que no pudo dar a mis hijos un pedazo de pan para su hambre cuando se hallaban indefensos y desamparados.
LA HISTORIA DE UN TESORO
Al principio, resolví vivir de la manera más modesta posible y para ello comencé a cultivar un pequeño campo cerca de la ermita, cuando la casualidad me hizo dueño del tesoro más inmenso del mundo. Una noche, después de haber acopiado una cantidad considerable de madera para entablar el piso de esta ermita que era demasiado húmedo, resolví antes remover un poco la tierra del suelo para igualar su superficie. Con la herramienta comencé mi trabajo, cuando de pronto el azadón chocó con algo metálico y muy resistente. Extrañado del hecho me propuse averiguar lo que era. Cuál no sería mi sorpresa al encontrarme con una gruesa plancha de cobre macizo. Sin duda era la entrada a alguna cámara secreta. Quise levantar la plancha, pero no pude; estaba perfectamente empotrada en el suelo, sin dejar la más leve ranura para poder introducir la punta de un cuchillo. Aquella noche tuve que renunciar la prosecución de mi descubrimiento. Varios días pasé viendo la manera de poder abrir o levantar la plancha de cobre, pero en vano. Fue entonces que mi leal e inteligente perro vino en mi ayuda, comprendiendo mis inútiles afanes él se puso a husmear y escarbar por distintos lugares del piso, hasta que se detuvo definitivamente en aquel extremo de la habitación arañó furiosamente y fue sacando tierra y guijarros hasta cavar un profundo hoyo. De repente metió el hocico y se puso a ladrar alegre, mirándome y como invitándome a que me aproximara. Yo, que no perdía ni uno de sus movimientos, me acerqué al agujero y descubrí una especie de palanca del mismo metal que la plancha, tiré fuertemente de ella y recién pude lograr que la plancha se levantara sin más esfuerzo. Bajé al fondo obscuro de la cámara que se abrió y encendiendo una luz me quedé maravillado ante el más extraordinario espectáculo: la cámara era una gran sala de piedra, semejante a las construcciones de Tiahuanacu, no había ni una sola parte de los muros y del suelo que tuviera piezas o añadidos, toda la cámara era de una sola pieza como si la hubiesen labrado en una enorme roca.
En cada esquina estaba en actitud de guardia una enorme chullpa o momia de quién sabe qué raza hoy desconocida. Contra una de las paredes estaban apilados más de cincuenta cofres de cobre macizo. Me acerqué para ver lo que uno de ellos contenía, levanté con esfuerzo la tapa y quedé más maravillado aún al ver que contenía bolsas de cuero llenas de pepitas de oro nativo.
Al principio me pareció un sueño lo que veía, pero poco a poco, fui reflexionando y recordando los estudios que hice en mi país sobre la historia de la América y especialmente de Bolivia y entonces tuve la convicción de que lo que yo había hallado era un tesoro oculto tal vez desde el tiempo en que los habitantes de Tiahuanacu tenían su gran imperio. Esas ricas pepas de oro no podían pues ser otras que las recogidas entre las arenas del río Choqueyápu, que hasta ahora es rico en este precioso metal. Acaso si en aquellos lejanos tiempos abundara tanto el oro que se lo recogía a puñados, sin tener más trabajo que el de escoger entre la arena de la orilla.
Yo resultaba desde aquel momento más afortunado aún que los hombres antiguos, pues podía tomar el oro a puñados sin haber tenido siquiera el trabajo de escogerlo en la arena.
Al verme dueño de una fortuna fabulosa, no sentí sin embargo, el placer correspondiente. Al pensar que el capricho de la suerte me había dado tanta riqueza, cuando ya mi familia había perecido de hambre, hizo más amarga e irónica mi situación, de tal modo que resolví despreciar esa fortuna y sólo servirme de ella para vivir con la misma modestia que días antes. Cada mes tomaba lo necesario de una de esas bolsas para ir a la aldea y comprar lo que me hiciera falta. Pero cuidaba siempre de no sacar sino lo preciso, pues, podía ser que algún hombre, intrigado con la moneda que yo gastaba, me siguiera la pista y me matara. Si llegaba ese caso, el secreto moriría conmigo. También me preocupé de esconder como un avaro la cámara y el secreto para abrirla; para ello, construí en varios meses un piso de madera que cubriera perfectamente todo el suelo de la habitación. Para cuando yo quisiera levantarlo, preparé pacientemente un mecanismo que, mediante una combinación de palancas me permitiera elevar y bajar al citado piso cuando fuera necesario.
Entonces el hombre les indicó en el arco de la puerta un dispositivo disimulado en el fondo de una grieta, Luquitas, por indicación del enfermo, empujó con el dedo y vio que el enfermo en su cama y su hermanita, empujados por todo el piso de la ermita se elevaban lentamente y que por debajo aparecía la plancha y la palanca de que les había hablado su amigo. Volvió a tocar el niño el resorte y el piso descendió nuevamente hasta ocupar su antigua posición.
Ahora, sabéis, les dijo el enfermo, ¿por qué, mientras los aldeanos lo estaban registrando, yo estaba tan quieto, haciéndome el agonizante?
- Porque era imposible que dieran con la gruta - le contestó Luquitas.
Como era ya muy tarde, resolvieron dormirse, dejando para el siguiente día todos los nuevos planes de vida que debía seguir en adelante la nueva familia.
El solitario se durmió serenamente y con el espíritu lleno de satisfacción. Pensaba que ya no era solo, que ya tenía hijos para quienes sería, desde ese momento, su riqueza y cariño. Parecía que hubiera resucitado, que sus verdaderos hijos estaban nuevamente a su lado. Cuánto bien había hecho a su alma al acoger a esos dos tiernos huerfanitos.
Luquitas e Isabelita, por su parte, se durmieron contentísimos. Su vida, hasta entonces tan triste y tan desesperada, iba a cambiar ya no serían los huerfanitos solitarios de antes, tendrían un protector, un segundo padre que los quisiese y los defendiera de tanto malvado como abundaba en la aldea. También serían ricos, muy ricos, pero esto era para ellos, almas generosas, lo secundario: lo más bello que podían desear era tener papá, hallar un nuevo ser que los acariciara como supo hacerlo su buen padre, ya difunto, que les hablara con ternura. Oh qué lindo sería tener a quién dar el dulce e incomparable título de papá.
LA PRISIÓN DE LUQUITAS Y DE SU HERMANITA
Al día siguiente, los niños prepararon el desayuno del enfermo y luego Luquitas le hizo otra curación que produjo muy buen efecto.
Pasaron los días, y los niños ya no se separaron más de su protector. Al contrario, cada día se fueron queriendo más y más. El hombre, radiante de dicha, los acariciaba, y los niños besaban al hombre llamándole papá.
Al cabo de algún tiempo el enfermo se halló fuera de todo peligro. Más que los remedios y alimentos, parecía que el cariño de los dos generosos niños, le iba devolviendo la salud perdida. Hasta que una bella mañana de abril, el solitario pudo salir a sentarse a la puerta de la ermita, ayudado por los dos niños, a la sombra de un florido rosal. Desde allí el convaleciente aspiró con fruición la brisa saludable del campo, mientras jugaba con los ensortijados cabellos de sus hijos adoptivos.
Recién entonces el hombre misterioso pudo fijarse en el raído y miserable traje de los dos niños, que contrastaba con sus risueñas y lindas caritas. Entonces les dijo que eso no podía seguir y que fueran inmediatamente a la aldea a comprar unos trajes decentes y nuevos, para lo cual les dijo, que, tal como ya les había enseñado, abrieran la cámara y extrajeran algunas pepas de oro para pagar la mercadería. Los niños, muy contentos, hicieron maniobrar los mecanismos, penetrando de un salto a la cámara del tesoro y pudieron convencerse, por sus propios ojos de cuanto les había referido el solitario. Tomaron al azar una bolsita de cuero y extrajeron algunas pepas auríferas y, después de deleitarse por unos momentos contemplando tanta maravilla, salieron a la superficie, cerraron la entrada y bajaron al piso.
Partieron los niños y al cabo llegaron a la aldea. Su presencia fue objeto de los más vivos comentarios entre los aldeanos, pues se había notado su larga ausencia que precisamente coincidía con la visita a la ermita. Mayor fue el asombro de esa gente, cuando vieron a los niños comprar los trajes que fueron pagados con brillantes pepitas, tal como antes acostumbraba pagar el extranjero de la ermita.
La noticia de que los dos huerfanitos, antes tan pobres y abandonados, habían comprado lindos vestiditos, se extendió rápidamente por la aldea, dando lugar a las más antojadizas conjeturas: alguien afirmaba que Luquitas y su hermana habian logrado lo que en vano ellos habían intentado en su visita a la ermita; otros decían que el loco había simpatizado con ellos y que les había regalado una parte de su tesoro; y no faltaba alguno más perverso, que juraba que los niños habían asesinado al solitario para robarle el secreto de su riqueza.
Tanto se habló en el pueblo de los dos niños, y tan falsos y diferentes comentarios se hicieron, que el señor corregidor vio necesaria la intervención de su autoridad, e inmediatamente ordenó la prisión de los pequeños. La orden fue cumplida a toda prisa, con gran contento de esa gente codiciosa y egoísta. En seguida se pidió al corregidor que hiciera confesar a los niños de qué modo habían llegado a sus manos tales riquezas. El celoso corregidor, que era tanto o más ambicioso que los demás, halló muy fácil portarse con rigor con esos dos pequeños desamparados y los citó a un severo interrogatorio.
Luquitas y su hermanita, que ya presumían el oculto intento de ese interrogatorio, se propusieron no decir una sola palabra de cuanto sabían, para no traicionar a su protector. Tal fue la entereza de los niños, que el corregidor y los aldeanos quedaron completamente burlados.
Irritado por ello el corregidor, los hizo cerrar en un lóbrego y húmedo calabozo. Al cabo de veinticuatro horas los sacaron de allí para ser cruelmente azotados; pero los abnegados chiquillos supieron callar en medio de sus terribles dolores. Cansados los aldeanos por la actitud de los huérfanos, les dieron otras veinticuatro horas para que confesaran, amenazándoles con la horca si no accedían.
Las pobres criaturas, con el cuerpo horriblemente ensangrentado, fueron nuevamente encerrados en la prisión, con la amenaza de que si no cedían serían ejecutados al siguiente día. Quedaron temblando de miedo; tanto era su terror en algunos instantes que tenían impulsos de decirlo todo; pero en seguida se daban cuenta del daño que harían a su protector, y nuevamente hacían el propósito más firme de callar heroicamente, siquiera en gratitud al cariño de ese hombre tan bueno.
INTELIGENCIA DE UN PERRO
Convencidos que esa era la última noche de su vida, se abrazaron sollozando. Largo tiempo estuvieron así, cuando de pronto despertó su atención un extraño ruido que oyeron en la parte baja de la puerta de su calabozo. Se pusieron muy atentos, y se con-vencieron de que alguien rascaba al otro lado de la entrada. Más luego sintieron unos gruñidos. Con la inmensa alegría se dieron cuenta de que se trataba del perro de su protector.
Era que el solitario de la ermita, viendo que transcurría el tiempo y no volvían sus hijos adoptivos y sabiendo por otra parte, que la perversidad de los aldeanos podía hacer algún mal a los pequeños, había enviado a su inteligente perro que fuera en busca del paradero de los chicos.
El fiel y astuto animal se lanzó como una flecha por el camino. Cuando llegó a la población, fue olfateando por una y por otra parte en pos del rastro de sus amiguitos. De esta manera había logrado dar con la puerta de la prisión. En cuanto los sintió comenzó a gruñir de contento. Por último, sintió la voz de Luquitas que le llamó cariñosamente. El animal estimulado por las voces de sus amiguitos, se puso a escarbar furiosamente debajo de la puerta hasta lograr introducir su hocico.
Luquitas que era muy perspicaz, tomó inmediatamente una oportuna resolución. Buscó papel y como no había, se arrancó un trozo de la camisa, tampoco tenía lápiz, pero se procuró tinta de su propia sangre, haciéndose una herida en el brazo. De este modo logró escribir en el trapo, comunicando su terrible situación y despidiéndose para siempre de su protector. Hecho esto, logró que el perro sacara el trapo entre sus dientes y le indicó que fuera a la ermita para entregarlo a su amo.
El animal comprendió el encargo y partió corriendo en dirección a la morada de su amo.
En cuanto el solitario leyó el mensaje, lleno de ira, también de aflicción por sus pequeños amiguitos a quienes ya consideraba como a sus hijos, exclamó;
- ¡Jamás! Pase lo que pase, no permitiré semejante iniquidad. Son ahora mis hijos y yo sabré defenderlos con todo mi empeño.
Mientras tanto, los pequeños prisioneros pasaron todo ese día lleno de zozobras. A cada momento esperaban ver llegar al solitario para salvarlos; pero, el día fue transcurriendo, y nadie llegó. Vino la noche y con ello los desgraciados perdieron toda esperanza. Conforme aumentaba, por la estrecha ventana de la cárcel, la luz del amanecer aumentaba también su congoja. Cada instante que pasaba, estaba para ellos más cercano el terrible momento de su suplicio. Perdida toda esperanza, acabaron por estrecharse llorando como si se despidieran para siempre.
De pronto sintieron en la puerta los mismos sonidos que en anterior ocasión. Era el fiel perro que introducía su hocico con un papel entre los dientes.
Los niños experimentaron un gran alivio. Luquitas tomó el papel y leyó: "Hijos míos, tened confianza en vuestro padre. Os salvaré"
Locos de alegría, ya no pensaron más en el terrible fin que les esperaba, y se pusieron a saltar y reír de gozo. Lo que más les halagaba y les llenaba de contento, era que les llamaba "hijos míos". Ellos, que hacía tiempo estaban desamparados, cuánto apreciaban el cariño generoso de aquél que les ofrecía ser un nuevo padre. Aliviados por esa esperanza, los dos huérfanos acabaron por entregarse al sueño, mientras llegaba la liberación.
Entretanto, el solitario, después de preparar su plan, se presentó en el pueblo. Lo primero que hizo fue a buscar al corregidor para pedirle la libertad de los niños. Pero éste, viendo el interés que tomaba el solitario, se propuso sacar partido para satisfacer su codicia. Los aldeanos, que habían visto entrar al hombre de la ermita, invadieron el despacho del corregidor, resueltos a tomar parte en el asunto.
Nuestro hombre se vio entonces ante una especie de asamblea presidida por el corregidor, ante la que se le obligó a hacer su petición.
Lo primero que se le pidió fue un crecido rescate.
El solitario, sin titubear, sacó debajo de su capa un puñado de pepitas de oro.
- ¿Cuánto deseáis? preguntó; viendo que todos abrían los ojos, llenos de codicia.
- Cien pepitas, dijo al instante el corregidor.
- Acepto, dijo el hombre, disponiéndose a contarlas.
- No, dijo otro. Debe pagar doscientas.
- Sea, dijo sencillamente el solitario.
- Es muy poco. Añadió otro; necesitamos trescientas.
- También acepto, respondió nuestro hombre sacando nuevos puñados de la bolsa.
Después de contar lo pedido, el hombre estaba para guardarse el resto de la bolsa, cuando algunos aldeanos pidieron que añadiera eso más al rescate.
El solitario terminó arrojando despreciativamente la bolsa sobre la mesa, como jugando con la ambición de aquellos miserables.
Algunos momentos más tarde estaban libres los dos niños; felices corrieron hacia su protector para agradecerle tiernamente de cuanto había hecho por ellos. Después de esto, se dirigieron los tres estrechamente abrazados por el camino, con dirección a la ermita.
LA AMBICIÓN CASTIGADA
Entretanto, los aldeanos, viendo la facilidad con que habían obtenido el rico rescate, se hicieron pesar de haber exigido tan sólo una bolsa y resolvieron ir a la ermita perfectamente armados para exigir más oro, aunque fuera por la fuerza. Secretamente, lo que cada uno de los aldeanos quería, pero no lo había dicho, era apoderarse del tesoro que podía guardar el solitario.
Al llegar los aldeanos a la ermita, para demostrar al extranjero que estaban resueltos a todo, comenzaron a disparar sus armas de fuego.
Cuando apareció el hombre a la puerta, ellos lo intimidaron a entregar a cada uno de los aldeanos una bolsa llena de oro, advirtiéndole que en caso de negativa lo matarían, lo mismo que a los dos niños y al perro.
Ante la actitud, el solitario vio que era imposible saciar tanta codicia, pues si entregaba lo pedido, no tardarían en volver con mayores pretensiones. En consecuencia, resolvió escarmentarlos para siempre. Secretamente ordenó a los niños para que en el menor tiempo posible fueran a sacar cien bolsas de oro, que las escondieran bajo el lecho y que le avisaran en cuanto estuviera concluido el transporte. Mientras él trataría de ganar tiempo discutiendo con los aldeanos.
Cuando los niños le dieron el aviso, se dirigió a la gente de la aldea y anunció que estaba dispuesto a entregar el tesoro siempre que a él le dieran la mitad. Dé esto último estaba cierto que los aldeanos no iban a cumplir, pero lo dijo nada más que para disimular su terrible plan de venganza.
Abrió la puerta a los aldeanos, cuando ya estaba de antemano levantada la plancha de cobre que cubría la entrada a la cámara subterránea. Los aldeanos, que habían venido en su totalidad, vieron la entrada de la cámara, se abalanzaron por ella. A la vista de tanta riqueza, se volvieron locos de alegría. Vaciaron las arcas de cobre y cada cual iba amontonando el mayor número de bolsas. Al fin, cuando ya no hubo qué recoger, se disputaron unos a otros la posesión del tesoro, cada cual procuraba ser dueño de la mayor cantidad posible. Tal fue la ceguera de esos ambiciosos que nadie distinguía ni padres, ni hijos, ni hermanos. Cada uno, como un lobo hambriento, arrebataba al más débil las bolsas que había reunido. Ninguno merece perdón. Todos perecerán.
Y, diciendo esto, tomó la palanca, y la pesada plancha de cobre cayó para siempre sobre la puerta del subterráneo. Inmediatamente hizo caer sobre la puerta las paredes de la ermita, sepultando a los mineros que estaban en el sótano, quienes enceguecidos por la ambición ni se dieron cuenta de lo que ocurría, y como estaban armados, no tardó en producirse una sangrienta lucha. Los más fuertes y atrevidos victimaban a los otros y se apoderaban de los despojos de las víctimas.
El solitario y los niños contemplaban desde arriba el sangriento cuadro que se desarrollaba en la cámara.
Momentos después el hombre mostrando a los niños como iban aumentando las víctimas les dijo:
- He aquí mi castigo para tantos malvados y ambiciosos. El mismo oro que han querido tener, les causa la muerte. Ya hemos visto bajar el piso de la ermita hasta ponerlo en su antigua posición. Después, nada quedó que señalara la presencia de tanta gente allí dentro. No se oía absolutamente nada, ni siquiera el más leve rumor que indicara la continuación de la lucha que, seguramente, seguía con mayor encarnizamiento.
- Ahora, hijos míos, dijo el solitario, vámonos para siempre de aquí. El mundo es muy grande y muy bello. Con lo que habéis sacado en las cien bolsas, tenemos lo suficiente para ser inmensamente ricos. Pero jurad que guardaréis para siempre el secreto de este tesoro. Nunca, ni vosotros ni nadie debe volver a buscarlo, pues acaso si fuera causa de mayores desdichas si volviera a despertar el apetito de tantos ambiciosos que circulan por el mundo. Más vale que los hombres ignoren esta riqueza que tanto corrompe y ciega.
Pocas horas más tarde, se alejaban para siempre de allí el solitario y sus dos hijos adoptivos, seguidos del fiel perro. Partieron para Europa y allí gozaron tranquilamente de su fortuna, estudiando, visitando museos, monumentos y bibliotecas y procurando siempre hacer algún bien en favor de los huérfanos y desamparados.
Vivieron felices hasta muy viejos, jamás tuvieron la menor idea de volver a buscar el tesoro. Al morir ellos, murió también el secreto de la cámara misteriosa, y desde entonces nadie ha vuelto a saber nada sobre esa incalculable fortuna.
* "Leyendas de mi tierra" de Antonio Díaz Villamil