M. Rigoberto Paredes
Julio Cesar Valdes
Cualquiera que visite el famoso templo de San Francisco de esta ciudad, encontrará en el primer altar de la nave izquierda una hermosísima imagen de Nuestro Señor Jesucristo enclavado en la cruz y si pregunta a alguna de las buenas señoras que reza delante del altar, les contestará con mucha fe, "es el milagroso Señor de la Pretina".
Vamos a ver por qué goza de tanta fama de milagroso y por qué se le nombra con el extraño epíteto de la Pretina.
Corría el año de 16... y tantos..., que en esto de cronología anda la tradición algo olvidadiza, y la ciudad que el Choqueyapu -no diré riega-, salpica con sus turbias aguas, dormía el sueño estúpido de los esclavos. No quiero asegurar con esto que todos dormían, pues habían algunos picaros que se deleitaban con la fantástica idea de libertad.
Dicho esto, vamos a decir lo principal de la historia.
En los barrios altos de la ciudad, al N. mejor dicho, había unas callejuelas conocidas con el nombre de Carcantía. En una casa de este barrio vivía un comerciante, de esos que negociaban con antiparras verdes, bayeta y pimienta. Si español o criollo, eso no reza la historia, lo que sí dice es, que el comerciante era dado al juego con toda su alma.
Y aquí viene un paréntesis, el juego en aquella época no andaba tan desacreditado como en la que, por castigo de Dios, vivimos. No había dados falsos ni barajas recortadas... La suerte y no la mala fe, decidía la fortuna y el que perdía no echaba mano al acero para rescatar sus doblones. Tampoco se llevaba la pasión hasta el extremo de rifar los azares del juego el pan de los hijos y el honor de la esposa. La caballerosidad reinaba en el chiribitil y la decencia no se apartaba de los jugadores. Casi el juego en aquella época, era inocente y perdía su carácter inmoral. No se oía los votos sacrílegos, que ahora menudean, como mosquitos en verano; y la ira, si bien rebosaba en los pechos no resbalaba por los labios en interjecciones castellanas...
Ahora bien, el comerciante, calado el sombrero de fieltro, puestas las polainas de becerro forradas con grueso bayetón y envuelto en su ancha capa de paño de San Francisco, se encaminaba a paso largo a la casa de juego.
Esta casa era la que ahora conocemos con el nombre de Tambo de Harinas, y en donde sucedió años más tarde el milagro de Nuestra Señora de los Remedios. Esto nos ratifica que la tal casa era destinada al juego en épocas remotas y seguía siendo madriguera de malentretenidos hasta los tiempos heroicos de 1809.
Cuando el comerciante se recogía a eso de la medianoche, encontraba en el puente de San Francisco un mendigo viejo que le pedía limosna. El jugador dábale cada noche lo que buenamente podía, según el negocio que hacía en el juego; y así sucedía todas las noches de tal manera que el jugador y mendigo se trataban como dos buenos camaradas.
Pero aconteció que una noche el comerciante perdió cuanto tenía, que esto no es extraño en la rueda de la fortuna, y se retiraba pensativo, cuando he aquí que se le presenta el mendigo a pedirle su ración.
Perplejo el comerciante y no teniendo qué darle se quitó una pretina que llevaba y se la dio, recomendándole que la empeñara y que al siguiente día la rescataría. Recibió el mendigo la prenda y el comerciante siguió su camino.
Cuando al siguiente día el lego sacristán de San Francisco se puso a arreglar los altares para la misa de alba, notó en uno de los brazos del crucifijo un objeto, subió a cerciorarse qué era aquello y vio que era una pretina, y cuando quiso quitársela no pudo, porque parecía fuertemente adherida al brazo de la imagen. Anoticiados el guardián y los religiosos del suceso extraordinario se convencieron de que efectivamente la pretina no quería desprenderse. Más tarde acudió el pueblo a ver aquella maravilla y entre la multitud de curiosos y devotos hallábase el comerciante. Cuando pudo acercarse reconoció su pretina, es decir la que noche antes la había entregado al mendigo. Refirió el hecho al auditorio que le rodeaba y, en seguida, subió al altar, tocó la pretina y ésta se desprendió sin esfuerzo alguno.
Con lo cual quedó probado que el mendigo del puente de San Francisco, no era otro que aquel Señor y desde entonces recibió el nombre de Señor de la Pretina.
Se siguió, con este motivo un juicio comprobatorio cuyo expediente existe en la Biblioteca del malogrado doctor José R. Gutiérrez.
Este acontecimiento milagroso fue muy sonado en La Paz y se celebraron grandes fiestas en acción de gracias a la Providencia, por haber dignado darse a conocer en tan humilde estado y por haber escogido esta ciudad para obrar tan grande milagro.
El comerciante jugador tomó el hábito del seráfico padre San Francisco y murió en olor de santidad.
Siluetas y Croquis (Artículos sueltos)