La Leyenda de la Coca

La Leyenda de la Coca

Cuando los pobres indios acampan en sus noches frías de viaje por el altiplano o la montaña, allí junto a sus cargas y cerca de sus asnos, se acurrucan sobre el duro suelo, forman un estrecho círculo y el más anciano o cariñoso saca su chuspa o su tary de coca y desanudándolo lo deja en el centro, como la mejor ofrenda a disposición de sus compañeros.  Entonces, éstos, silenciosamente, toman pequeños puñados de la verde hoja y comienzan la concienzuda masticación.  Horas y más horas hacen el aculli, extrayendo y tragando con cierta guía el amargo jugo.

Cuando ya todos han comenzado la masticación, parece que el espíritu de esos parias se despertara bajo el silencio de la noche.  Surgen las confidencias sobre las impresiones, esperanzas y amarguras que durante todo el día callaron mansamente bajo la hostil mirada de sus amos, los blancos.

Cierta vez que yo viajaba por el altiplano, me vi obligado a pasar la noche a la intemperie, junto a uno de esos grupos de indios viajeros.  Aterido de frío el crudo viento que soplaba por la desierta pampa, no pude conciliar el sueño.  Fue entonces que en medio del insomnio oí referir esta leyenda.

Escuchad:

Era por el tiempo en que habían llegado a estas tierras los conquistadores blancos.

Las jornadas siguientes a la hecatombe de Cajamarca fueron crueles y sangrientas.  Las ciudades fueron destruidas, los cultivos abandonados, los templos profanados e incendiados, los tesoros sagrados y reales arrebatados.  Y, por todas partes en los llanos y en las montañas los desdichados indios fugitivos, sin hogar, llorando la muerte de sus padres, de sus hijos o de sus hermanos.

La raza, señora y dueña de tan feraces tierras yacía en la miseria, en el dolor.  El inhumano conquistador, cubierto de hierro y lanzando rayos mortales de sus armas de fuego y cabalgando sobre briosos corceles, perseguía por las sendas y las apachetas a sus espantadas víctimas.

Los indios indefensos, sin amparo alguno, en vano invocaban a sus dioses, en vano lamentaban su desdicha.  Nadie, ni en el cielo ni en la tierra, tenían compasión de ellos.

 

KJANA - CHUYMA, EL YATIRI

Un viejo adivino llamado Kjana - Chuyma, que estaba, por orden del inca, al servicio del templo de la isla del Sol, había logrado huir antes de la llegada de los blancos, a las inmediaciones del lago, llevándose los tesoros sagrados del gran templo.  Resuelto a impedir a todo trance que tales riquezas llegaran al poder de los ambiciosos conquistadores, había conseguido, después de vencer muchas dificultades y peligros, en varios viajes, poner en salvo, por lo menos momentáneamente, el tesoro en un lugar oculto de la orilla oriental del lago Titicaca.

Desde aquel sitio no cesaba de escudriñar diariamente todos los caminos y la superficie del lago, para ver si se aproximaban las gentes de Pizarro.

Un día los vio llegar.  Traían precisamente la dirección hacia donde él estaba.  Rápidamente resolvió lo que debía hacer.  Sin perder un instante, arrojó todas las riquezas en el sitio más profundo de las aguas.

Pero cuando llegaron junto a él los españoles, que ya tenían conocimiento de que Kjana - Chuyma se había traído consigo los tesoros del templo de la Isla, con intención de sustraerlo al alcance de ellos, lo capturaron para arrancarle si fuera preciso por la fuerza el ansiado secreto.

Kjana - Chuyma se negó desde el principio a decir una palabra de lo que los blancos le preguntaban.  Sufrió con entereza heroica los terribles tormentos a que lo sometieron. Azotes, heridas, quemaduras, todo, todo soportó el viejo adivino sin revelar nada de cuanto había hecho con el tesoro.

Al fin, los verdugos, cansados de atormentarle inútilmente, le abandonaron en estado agónico para ir por su cuenta a escudriñar por todas partes.

Esa noche, el desdichado Kjana - Chuyma, entre la fiebre de su dolorosa agonía, soñó que el Sol, dios resplandeciente, aparecía por detrás de la montaña próxima y le decía:

  • Hijo mío.  Tu abnegación en el sagrado deber que te has impuesto voluntariamente, de resguardar mis objetos sagrados, merece una recompensa.  Pídenos lo que desees, que estoy dispuesto a concedértelo.
  • ¡Oh!,  Dios amado   - respondió el viejo - ¿Qué otra cosa puedo yo pedirte en esta hora de duelo y de derrota, sino la redención de mi raza y el aniquilamiento de nuestros infames invasores?
  • Hijo desdichado - le contestó el Sol – Lo que tú me pides, es ya imposible.  Mi poder ya nada puede contra esos intrusos; su dios es más poderoso que yo.  Me ha quitado mi dominio y por eso, también yo como vosotros debo huir a refugiarme en el misterio del tiempo.  Pues bien, antes de irme para siempre, quiero concederte algo que esté aún dentro de mis facultades.
  • Dios mío,  - repuso el viejo con pena – si tan poco poder ya tienes, debo pensar con sumo cuidado en lo que voy a pedirte.  Concédeme la vida hasta que pueda decidir lo que he de rogarte.
  • Te concedo, pero no más que el tiempo en que transcurre una luna.  Dijo el Sol y desapareció entre las nubes rojas.

 

EL SECRETO CONSUELO DE DIOSES PARA LA TRISTE RAZA VENCIDA

La raza estaba irremediablemente vencida.

Los blancos, orgullosos y déspotas, no se dignaban considerar a los indios como a seres humanos.  Los habitantes del inmenso imperio del Sol, sin rey y sin caudillos, no tuvieron más que soportar calladamente la esclavitud para muchos siglos o huir a regiones donde aún no hubiera llegado el poder de los intrusos.

Uno de esos grupos, embarcándose en pequeñas balsas de totora, atravesó el lago y fue a refugiarse en la orilla oriental, donde Kjana - Chuyma estaba luchando con la muerte.

Los indios, sabedores de cuanto le había ocurrido al noble anciano, acudieron solícitos a prodigarle sus cuidados.  Kjana - Chuyma era uno de los yatiris más queridos en todo el imperio, por eso los indios rodearon su lecho de agonía, llenos de tristeza, lamentando su próxima muerte.

El anciano, al ver en torno de si ese grupo de compatriotas desdichados, sentía más honda pesadumbre e imaginaba los tiempos de dolor y amargura que el futuro guardaba a esos desventurados.

Fue entonces que se acordó de la promesa del gran astro. Resolvió pedirle una gracia, un bien durable, para dejarlo de herencia a los suyos; algo que no fuera ni oro ni riqueza, para que el blanco ambicioso no pudiera arrebatarles; en fin, un consuelo secreto y eficaz para los incontables días de miseria y padecimientos.

A llegar la noche, lleno de ansiedad en medio de la fiebre que le consumía, imploró al Sol para que acudiera a oírle su última petición.  A los pocos momentos, un impulso misterioso lo levantó de su lecho y lo hizo salir de la choza.

Kjana - Chuyma, dejándose llevar por la secreta fuerza que lo dirigía, subió por la pendiente arriba hasta la cumbre del cerro.  En la cima notó que le rodeaba una gran claridad que hacía contraste con la noche fría y silenciosa.  De pronto, una voz le dijo:

  • Hijo mío.  He oído tu plegaria. ¿Quieres dejar a tus tristes hermanos un lenitivo para sus dolores y un reconfortante para las terribles fatigas que les guarde en su desamparo?
  • Sí, sí.  Quiero que tengan algo con qué resistir la esclavitud angustiosa que les aguarda. ¿Me concederás?  Es la única gracia que te pido para ellos, antes de morir.
  • Bien,   - respondió   con   dulce  tristeza   la voz - .  Mira en torno tuyo. ¿Ves esas pequeñas plantitas de hojas verdes y ovaladas?  La he hecho brotar por ti y para tus hermanos.  Ellas realizarán el milagro de adormecer penas y sostener fatigas. Serán el talismán inapreciable para los días amargos.  Di a tus hermanos que, sin herir los tallos, arranquen las hojas y, después de secarlas, las mastiquen.  El jugo de esas plantas será el mejor narcótico para la inmensa pena de sus almas.

Después de recibir varias otras instrucciones, el viejo lleno de consuelo, volvió a su choza cuando la aurora comenzaba a iluminar la tierra y a platear las tranquilas aguas del lago.

Kjana - Chuyma, sintiendo que le quedaban pocos instantes de vida, reunió a sus compatriotas y les dijo:

  • Hijos míos.  Voy a morir, pero antes quiero anunciaros lo que el Sol, nuestro dios, ha querido en su bondad concederos por intermedio mío:

Subid al cerro próximo.  Encontraréis unas plantitas dé hojas ovaladas.  Cuidadlas, cultivadlas con esmero.  Con ellas tendréis alimento y consuelo.

En las duras fatigas que os impongan el despotismo de vuestros amos, mascad esas hojas y tendréis nuevas fuerzas para el trabajo.

En los desamparados e interminables viajes a que obligue el blanco, mascad esas hojas y el camino os hará breve y pasajero.

En el fondo de las minas donde os entierre la inhumana ambición de los que vienen a robar el tesoro de nuestras montañas, cuando os halléis bajo la amenaza de las rocas prontas a desplomarse sobre vosotros, el jugo de esas hojas os ayudará a soportar esa vida de obscuridad y de terror.

En los momentos en que vuestro espíritu melancólico quiera fingir un poco de alegría, esas hojas adormecerán vuestra pena y os darán la ilusión de creeros felices.

Cuando queráis escudriñar algo de vuestro destino, un puñado de esas hojas lanzado al viento os dirá el secreto que anheláis conocer.

Y cuando el blanco quiera hacer lo mismo y se atreva a utilizar como vosotros esas hojas, le sucederá todo lo contrario.  Su jugo, que para vosotros será la fuerza y la vida, para vuestros amos será vicio repugnante y degenerador: mientras que para vosotros los indios será un alimento casi espiritual, a ellos les causará la idiotez y la locura.

Hijos míos, no olvidéis cuanto os digo.  Cultivad esa planta.  Es la preciosa herencia que os dejo. Cuidad que no se extinga y conservadla y propagadla entre los vuestros con veneración y amor.

Tales cosas les dijo el viejo Kjana - Chuyma, dobló su cabeza sobre el pecho y quedó sin vida.

Los desdichados indios gimieron inconsolables por la muerte de su venerable yatiri. Durante tres días y sus noches lloraron al difunto sin separarse de su lecho.  Al fin, fue necesario pensar en darle sepultura.  Para ello eligieron la cima del próximo cerro.  En silenciosa comitiva fueron los indios hacia la cumbre, conduciendo el cadáver de su yatiri. Fue enterrado dentro de un cerco dé las plantas verdes y misteriosas.  Recién en ese momento se acordaron de cuanto les había dicho al morir Kjana - Chuyma y cogiendo cada cual un puñado de las hojitas ovaladas se pusieron a masticarlas.

Entonces se realizó la maravilla.  A medida que tragaban el amargo jugo, notaron que su pena inmensa se adormecía lentamente… … …

* "Leyendas de mi tierra" de Antonio Díaz Villamil

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