M. Rigoberto Paredes
(Zambo Salvito)
Elías Zalles Ballivian
Llámase la Halancha, el salto de agua que forma el río en la cordillera que hay que atravesar en el camino que conduce a Yungas.
En esta región se había situado una cuadrilla de facinerosos organizada por un zambo llamado Salvador Sea (Alias El Salvito), cuadrilla que fue el terror de los viajeros a Yungas, por los años de 1868 a 1871, por la multitud de crímenes que se cometían en la región, pues las grandes caravanas que formaban los viajeros para pasar la peligrosa Ha-lancha, tenía frecuentemente que detenerse para enterrar los cadáveres de las víctimas que encontraban, señalando con cruces los sepulcros; de modo que el Alto de la Cordillera llegó a poblarse de ellas, semejando un vasto cementerio.
El año de 1871, era profesor de matemáticas en el Colegio Sucre el Dr. N. Loayza; había pedido licencia por pocos días para ir a Yungas a hacer algunas cobranzas. Como pasase más de un mes y el señor Loayza no pareciere, su familia alarmada, hizo averiguaciones, sin resultado.
Mas, una mañana alguno de sus sirvientes reconoció, en la recoba, la bufanda de Loayza, que llevaba al cuello un indígena sospechoso; dio parte y obtuvo su captura. Preguntado el indio por el comisario, no supo disimular su sorpresa, ni explicar la procedencia de la bufanda, acabando por confesar, apremiado por el comisario, que formaba parte de la banda de ladrones, que había victimado un pasajero que venía en una bestia cansada, cuyo cadáver lo habían echado a la pequeña laguna, junto a la Halancha y que a él perteneció la bufanda.
Con las declaraciones de éste, la policía activó sus investigaciones, encontrándose efectivamente el cadáver de Loayza en la laguna indicada por el declarante, comprobándose que había muerto a palos. Así como se dio con la cueva en que se encontró muchas especies robadas a los pasajeros y, lo que es mejor el cuerpo de policía que hizo la batida, logró capturar al jefe de la cuadrilla y a algunos de sus compañeros, indios de "Hamppaturi".
Faltaba uno de los principales llamado Condori. Hecha la requisa de su casa, situada en la ribera del río "Orko hawira" sólo se encontró en ella a un muchacho entenado del sindicado, quien ofreció dar aviso en cuanto volviese su padrastro, de quien decía que era su cruel verdugo.
El muchacho cumplió su promesa y un piquete de policías se encaminó al lugar; como era hora en que salían los niños de los colegios, una turba de ellos siguió al piquete. Cuando Condori notó que la fuerza se dirigía a su casa, saltó una tapia y trató de huir, pero los muchachos ya habían rodeado la casa y a pedradas lo detuvieron, hasta que la policía le echó la mano.
Los delincuentes habían sido convenientemente asegurados y guardaban rigurosa incomunicación, de modo que no hubo quien los aleccionase en sus respuestas, como suele suceder, y en el sumario sus declaraciones fueron ingenuas de unos contra otros, en el supuesto, sin duda, de que cada uno creía haber sido ya incriminado por su compañero. De manera que todo el sumario puntualizaba los crímenes, señalando individualmente a sus autores y constituyendo una macabra relación de atentados espeluznante. Por lo que los jueces los juzgaron no en cuadrilla, sino individualmente, para responsabilizar a cada cual por determinados delitos que resultaban contra ellos.
Concluido el sumario y decretada la acusación se abrieron los debates en el local del Loreto, por ser el más público. Se había nombrado de defensores a los abogados más notables, sin duda para esclarecer bien los hechos y para que la pena se aplicase a toda conciencia en este célebre proceso.
En el debate se oyeron las relaciones más horrorosas que demostraban que el asesinato no sólo se cometía por codicia, sino que también por fuerza del hábito. Recordamos por ejemplo, de una de las declaraciones en que el juez, señalando una voluminosa piedra ensangrentada que había a la vista preguntó: — ¿A quién mataron con esta piedra?, contestó uno de los acusados: — "Era una familia compuesta de un mozo, su mujer y su hijo de pechos, que arreando un borrico cargado de naranjas ascendió al alto de la cordillera; entonces yo no quise tomar parte en el asalto, pero fulano (señalando al actor), cogió al viajero, lo echó en tierra y con esta piedra la victimó; la mujer daba gritos y se desesperaba, por lo que, suponiendo que podía denunciarnos, los de la cuadrilla la victimaron también". Pregunta el juez: "¿Qué hicieron del pequeño que cargaba la mujer?, a lo que responde el declarante: — "Me dio lástima que quedara huérfano, me paré sobre él y le quité la cabeza"...
Ante semejante manera de comparecer, se levantó el defensor y exclamó: —"¡Para tales delitos no cabe defensa!... pido la muerte de los culpables!... y todo el auditorio ex-clamó: —"La muerte!, ¡La muerte!"...
La sanción pública había anticipado su fallo y si el tribunal no hubiera estado custodiado por las fuerzas, los criminales habrían sido linchados en el acto.
Pero no, la severidad de la ley tenía que ser más eficaz que un linchamiento, que es una arbitrariedad y así fue.
Eran nueve los reos, y a seis de sus compañeros, por los crímenes individualmente cometidos, debiendo sortearse dos de entre los cuatro menos delincuentes.
La Corte de La Paz y la Suprema, confirmaron la sentencia sin dilaciones, y el gobierno ordenó su ejecución, sin miramiento a ser ignorantes o analfabetos los reos.
Hecho el sorteo, sacaron vida, Eugenio Siñani y a uno a quien llamaban el Naskkañu, siendo los demás puestos en capilla.
Al día siguiente fueron conducidos desde el cuartel de su prisión hasta el plano de la Caja de Agua, donde se habían improvisado siete banquillos para la ejecución y dos a los costados, para los que debían presenciarla, en el trayecto se acercó a Salvito una mujer que daba alaridos pretendiendo despedirse de su hijo, éste la rechazó con las siguientes palabras: "—Madre, ¿para qué lloras, cuando a ti es que debo mi situación? ¿No recuerdas que, cuando muchacho, te llevé una mallita que había robado y me alentaste a que te proveyera de mis rapiñas? Ahora sufro las consecuencias, muriendo como salteador".
La ejecución fue presenciada por un inmenso gentío, a las diez de la mañana.
La pena, aunque dura, era justísima y su publicidad fue de gran eficacia, pues en más de medio siglo que ha pasado desde 1871, no se ha vuelto a oír hablar de asaltos semejantes a los de entonces en la Halancha, y desde esa fecha la vida y bienes de los viajeros en los caminos y encrucijadas, quedaron asegurados en el país.
De los facinerosos que favoreció la suerte, se supo que Siñani murió a golpes de una barreta en el camino Frías, y Naskkañu, a manos de sus cómplices de robo que lo degollaron, cumpliéndose en ambos la sentencia de: "El que a cuchillo mata, a cuchillo morirá".
Anécdotas y tradiciones