La Khantuta Tricolor

Leyenda La Khantuta Tricolor

En las tierras del norte gobernaba el noble Illampu, que mandaba sobre millones de subditos; era famoso por sus riquezas y por sus ejércitos invencibles, tenía este soberano un hijo muy joven, casi un niño, que era todo su orgullo.  Se llamaba Astro Rojo, por haber nacido bajo el símbolo de una roja estrella que precisamente apareció el día de su nacimiento.  Era de bella apostura y poseía muchas cualidades por lo que era queridísimo de todos los pobladores del imperio.  A pesar de su corta edad, había capitaneado las huestes de su padre, habiendo logrado obtener gloriosos triunfos con los que extendió los dominios de sus estados, especialmente por las inexplorables regiones de Mapiri y de Caupolicán.

El otro rey, que dominaba en las tierras del sur, era Illimani, casi tan poderoso y rico como su vecino.  Sus ejércitos famosos por sus innumerables triunfos le habían hecho dueño de los fértiles valles de los Yungas, de donde, como tributo, recibía periódicamente inmensos cargamentos de cacao y de coca y una gran variedad de los más sabrosos frutos.  Illimani tenía también un hijo de igual edad que el de su vecino.  Se le llamaba Rayo de Oro, porque el día que vino al mundo apareció en el cénit una linda estrellita dorada que fue acrecentando su tamaño a medida que el pequeño príncipe también crecía.  En lugar de aficiones guerreras, el pequeño príncipe sentía una gran predilección por los negocios de estado.  Desde pequeño consagró su talento a aumentar con el trabajo y el comercio los tesoros de su padre y las riquezas de sus estados.  Era caritativo y su mayor placer consistía en socorrer a los pobres y consolar a los desgraciados, por lo cual era idolatrado por su pueblo.

Ambos monarcas, también habían nacido bajo el augurio de sus respectivas estrellas, que eran objeto de constante observación por parte de los adivinos imperiales.

Illampu estaba bajo la predestinación de una inmensa y brillante estrella de luz y muy blanca que aparecía cada noche en el cénit de la capital, es decir exactamente sobre la residencia del soberano.  Cada nueva victoria de sus ejércitos o cada progreso de sus estados eran también marcados por un aumento de esplendor y brillo de la estrella que siempre acompañada de un bellísimo lucerito rojo, desde el nacimiento del príncipe heredero, estaba en el firmamento.

Illimani, el soberano del sur, seguía también afanoso los progresos de su astro predilecto de luz blanca y refulgente.  El por su parte también notaba, satisfecho, que su esplendor aumentaba en relación de la creciente prosperidad de su imperio.  Al lado de la blanca estrella de Illimani brillaba la linda estrellita dorada, símbolo del destino de su hijo.

Así pasó mucho tiempo.  Ambos estados, gobernados justicieramente por sus respectivos soberanos, fueron progresando sin tropiezos ni conflictos.  Mientras que en el cielo, entre miles de estrellas, iban destacándose más y más los dos astros blancos junto a sus pequeñas compañeras.

Hasta que, poco a poco, fue despertándose en el espíritu de ambos soberanos la envidia y la ambición.  Cada uno de ellos sintió honda emulación contra la prosperidad del otro.  Como esta prosperidad iba marcándose en el brillo de apagar el brillo del astro simbólico de su rival y de sus estrellas, Illampu sentía violentos deseos y éste sentía igual, propósito contra la estrella de su vecino.

El que primero sucumbió a la pasión de la envidia, fue Illampu.  Y como no acertaba con la manera de hacer triunfar su egoísmo, optó por llamar a sus consejeros y yatiris para consultarles.

Durante la noche del día de la primera reunión los sabios observaron cuidadosamente las dos estrellas a través de un carguero de llama que les servía a manera de raro telescopio.

Cuando al día siguiente se presentaron los ancianos ante Illampu, le dijo uno de ellos:

Ilustre soberano, hemos observado atentamente la luz de las dos estrellas. Todavía puedes estar orgulloso.  Tu estrella tiene aún mayor brillo que la del sur; pero, cuídate mucho, que la otra también va creciendo y, acaso no tarde en igualar a la tuya en esplendor.

  • ¡Y después, quizá la otra sea más bella que la mía! murmuró el sombrío Illampu.

Enseguida, como presa de cólera,  exclamó con fiera resolución:

¡Pues, no será!

Mas, como su misma ira le impedía pensar con claridad, buscó el consejo de sus servidores y les dijo:

  • Y qué me aconsejáis para destruir la estrella rival?
  • Señor y soberano, - repuso otro de los yatiris -. Ya sabes que en nuestra condición de mortales nada podemos hacer contra esos astros tan elevados, ni siquiera llegar hasta ellos.
  • Ya lo sé.  Pero vosotros que conocéis muchos secretos y conjuros podéis  mostrarme alguna forma de destruirla.

Soberano monarca Illampu - habló otro de los yatiris -.  Bien sabes que esa estrella no es más que el reflejo y símbolo de la dicha y poder de un mortal afortunado, por lo tanto creo que ella pueda apagarse destruyendo al hombre cuya vida ampara.

  • Tienes razón.  Sabia es tu palabra y muy eficaz tu consejo.  Basta. Retiraos,   - ordenó el soberano.

Y, mientras los ancianos se fueron alejando hacia sus hogares, el ambicioso Illampu, paseando en su aposento, comenzó a madurar el terrible plan para destruir a su rival.

 

ODIO A MUERTE POR LA LUZ DE DOS ESTRELLAS

En ambos imperios, antes tan pacíficos y felices, se cambió completamente la vida y ocupación de sus habitantes.  Ya nadie se afanaba en cultivar los campos al son de músicas y canciones; nadie se preocupaba de ser bueno y desear el bien del prójimo; sólo se pensaba en fabricar armas homicidas y en preparar elementos destructores de la vida y el gozo de los astros.  En lugar de canciones campestres se entonaban himnos de guerra; en lugar de enseñar a los hijos el amor al prójimo, se les predicaba el odio a muerte al pueblo detrás de las fronteras; no se recolectaban, bendiciendo a la tierra, los frutos de la cosecha; sino que se amontonaba flechas y proyectiles jurando matar al enemigo.

Era que Illampu, señor y rey de las tierras del Norte, había declarado guerra y exterminio a Illimani, soberano de las tierras del Sur.  Y, era también que éste, henchido de vanidad y orgullo contestó altivamente a la declaratoria de su rival y corrió a prepararse también para la lucha.

Al fin, hechos por ambas partes todos los preparativos bélicos, salieron los dos ejércitos formidablemente armados, al mando de sus respectivos reyes.

El altanero, Illampu, a la cabeza de las tropas del Norte, esperaba con ansia el día de la batalla, seguro de sentir su superioridad al empuje de su invencible ejército.  Illimani, capitaneando sus tropas, también abrigaba los mismos deseos.

Cuando llegó el día de la batalla, los dos ejércitos estaban acampados muy próximos y habían tomado sus posiciones en una gran llanura que es-taba precisamente en el límite de ambos estados.

El rey illampu, más impaciente que su ene-migo, se apresuró a poner sus tropas en línea de batalla y enseguida mandó el ataque.  Ocupaban la vanguardia de su ejército sus famosos flecheros que lanzaron sobre el campo contrario miles de flechas envenenadas.  El enemigo no tardó en contestar con las certeras piedras de sus hondas.  Poco después se generalizó el combate.  Los soldados, como presas de un extraño furor largo tiempo contenido, se lanzaron unos contra otros, dispuestos a matar o a morir.

Por su parte, los soberanos, como si aún no estuviesen satisfechos de tanto encarnizamiento recorrían sus líneas excitando a sus guerreros.

Toda la mañana y parte de la tarde llevaban ya combatiendo, y la victoria no se decidía por ninguno de los dos campos.  Hasta que illampu, decidido a jugarse de una vez el todo por el todo, reunió lo mejor de sus tropas y poniéndose él a la cabeza para dar ejemplo, se lanzó con sus soldados contra el centro de las fuerzas contrarias con un ímpetu salvaje.

Las huestes de Illimani, sorprendidas, cedieron terreno.  Parecía que su derrota comenzaba. Entonces su soberano haciendo un desesperado esfuerzo rehízo el orden en sus filas y, poniéndose él por delante se dispuso temerariamente a rechazar el avance ya victorioso del enemigo.  Esto dio lugar a que en medio del ardor sangriento de la batalla, se vieran de repente, frente a frente y a muy poca distancia, los dos príncipes rivales, inmediatamente cada uno de ellos requirió su arma y se lanzó contra el otro.   Illimani, habilísimo hondero, cargó su honda, la hizo girar vertiginosamente y lanzó la piedra que zumbando fue a dar en la cabeza de Illampu.  Este, mortalmente herido cayó a tierra.  La vista del hecho produjo desconcierto en las tropas del Norte que retrocedieron en toda la línea, mientras los más próximos guerreros acudieron en auxilio de su soberano.  Un grito de victoria brotó del pecho de los guerreros del Sur.  Mientras Illimani, enteramente seguro de su triunfo seguía avanzando hacia el sitio en donde había caído su rival, con más ánimo de tomarlo prisionero por sus mismas manos.  Advertido estos por el jefe enemigo Illampu, limpiándose como pudo la sangre que brotaba de su cabeza y le cegaba los ojos, tomó un arco y una  flecha  que  llevaba  uno de sus  servidores y aunque desfalleciente, con un sobrehumano esfuerzo logró dirigir su arma contra el que se aproximaba victorioso.  Illimani, sorprendido, no tuvo tiempo de evitar la flecha que se le hundió profundamente en el pecho echándolo por tierra.  Esto volvió a cambiar completamente la suerte de la lucha.  Desmoralizados los dos ejércitos, y más que todo, extenuados por esa lucha que duraba todo el día, resolvieron suspenderla para concretarse a auxiliar a sus jefes moribundos y después recoger a sus heridos y enterrar a sus muertos.

Viendo el estado grave de sus soberanos, las tropas resolvieron volver apresuradamente a sus capitales para lograr, si fuera posible, salvar la vida de sus monarcas.

Él campo quedó ensangrentado y cubierto de despojos humanos.  Eran las víctimas que habían sacrificado su vida tan sólo por discutir la luz de una lejana estrella.  Era nada más que la obra de la vanidad de los poderosos, pagada al carísimo precio de tantas vidas perdidas para siempre.

EL RENCOR DE LOS PADRES, COMO FIERA Y SANGRIENTA LEY, CAYO EN LOS HIJOS.

Cuando el ejército de Illampu llegó a su capital conduciendo a su moribundo soberano, la noticia fatal se esparció por toda la ciudad causando consternación y lágrimas.  El pueblo y las mujeres rodearon el palacio real, llorando por la muerte de sus parientes y por el peligro de la muerte de su rey.

Mientras tanto, en la cámara real en monarca yacía rodeado de los yatiris que en vano se esforzaban por mantener con sus remedies la vida que se iba lentamente del cuerpo de su señor.  Todos los sabios acabaron por declarar unánimemente el próximo fin del soberano.  Este, entre la congoja de su dolorosa agonía, llamó a su hijo y sucesor para dejarle su última voluntad.

Astro Rojo, aunque niño todavía, desesperado por la pena, midió toda la gravedad del momento.  Al echarse llorando sobre su agonizante padre, le había dicho doloroso reproche:

  • Padre, ¿por qué no me hiciste caso? ¿Qué necesidad teníamos de trocar la tranquila prosperidad del imperio por los azares y peligros de una campaña que no tenía más fin que el de eclipsar la luz de una estrella?

Pero, el moribundo, lejos de mostrarse razonable reconociendo su fatal error, colérico blasfemaba contra el enemigo y juraba, si acaso salvaba la vida, volver a la cabeza de sus tropas para castigar cruelmente la actitud del imperio del Sur.

Pero cuando Illampu sintió aproximarse su última hora, llamó a los altos dignatarios del imperio y ante ellos habló de esta manera:

  • Me muero sin  remedio.  Quisiera  bendecir el porvenir de mi reino; pero, no me atrevo.  Mi hijo, este que va a sucederme, no tiene el corazón capaz de vengar la humillación que acabamos de sufrir.
  • No padre.  Jamás he dicho tal cosa -, exclamó lloroso el príncipe heredero.
  • Sí -volvió a decir el Rey.  Porque al reprochar mi conducta no estás de acuerdo con el deber que tienes.  Si quieres que muera tranquilo, júrame que me vengarás.
  • Padre mío, - dijo angustiado Astro Rojo -. Cómo es posible que te empeñes en dejar para tu hijo y tu imperio esta terrible deuda que es sólo vano orgullo.
  • ¡Cobarde! Tienes miedo de morir como yo.  Te maldigo.
  • No padre.  No me maldigas.  Cumpliré mi deber, pero restableciendo la paz y reconquistando la prosperidad que en mala hora hemos descuidado.
  • ¡Maldito seas!   - exclamó el rey -, mientras la muerte empalidecía su rostro.
  • Padre ¡piedad!  Si tú me maldices, mi autoridad será reprobada parios subditos.
  • Entonces,   jura   cumplir   lo   que   te   pido, -  respondió Illampu con los ojos desmesuradamente abiertos.

El príncipe, dudando terriblemente entre su conciencia y su deber de hijo, se echó sollozando sobre su moribundo padre y exclamó:

  • Si, sí padre.  Lo juro. Juro ahogar en sangre y en mil horrores a ese pueblo.  Le juro sobre tu cuerpo.

Como si hubiera sido lo único que esperaba oír, el moribundo lanzó un ronco sonido de su garganta y quedó inerte para siempre.

Mientras esto sucedía en el imperio del Norte, en la capital del imperio del Sur tenían lugar parecidos acontecimientos.

Illimani, herido mortalmente, había reunido el Consejo del Imperio y ante él había logrado arrancar a su hijo Rayo de Oro, el mismo juramento de odio y exterminio.  Vanas también habían sido ante el moribundo las sensatas reflexiones del príncipe heredero.  No parecía sino que aquellos dos rencorosos soberanos querían dejar a toda costa a sus hijos y a sus pueblos encadenados a una terrible deuda de sangre y destrucción.

Por eso, aquellos preparativos bélicos de antaño, volvieron a renovarse en ambos imperios apenas se hubieron realizado dos ceremonias fúnebres posteriores a la muerte de Illampu e Illimani.

UNA GUERRA COMO TANTAS OTRAS, EN QUE HOMBRES SÍN MUTUO RENCOR DE MATAN POR DEFENDER UNA MENTIRA

Otra vez, los hombres, con criminal empeño, afilaban armas mortales y amontonaban proyectiles homicidas.  Otra vez también fueron olvidadas las verdaderas necesidades del pueblo y de su porvenir para entregarse a porfía a la cruel empresa de sembrar de ruinas la tierra y de llanto los hogares.

Y, como en anterior ocasión, hechos ya los preparativos, salió el ejército del Norte, buscando al enemigo del Sur, y éste a su vez, en pos de sus rivales, todos dispuestos a aniquilarse.

La gente de los dos ejércitos, era la carne de cañón de siempre.  Los pobres soldados, no se daban cuenta de que iban, ardorosos a derramar estérilmente su sangre en aras de una gran mentira, y solamente por defender el orgullo de dos ambiciosos que ya ni siquiera existían.

Los únicos que por su educación esmerada y, sobre todo, por la innata grandeza de sus almas, se daban cuenta de todo eso, eran dos niños que dirigían los ejércitos; pero, también encadenados por su juramento, no tenían más remedio que buscarse mutuamente para luchar con saña.

En aquella misma llanura fronteriza, donde habían caído antaño los padres, ahora, los dos jóvenes soberanos se aprestaron a la lucha sangrienta.

Amaneció el día de la batalla; pero ninguno de los jefes quería dar primero la señal de ataque.  Parecía que cada uno de ellos secretamente esperaba que fuera el otro el que provocara la batalla.

Había el sol ascendido al cénit y, aun, los dos ejércitos impacientes por matarse, esperaban con extrañeza la orden de sus reyes.

Al fin, no hubo más remedio que pelear.  Al mismo tiempo las tropas se movilizaron y comenzó el encuentro.

Apenas chocaron las avanzadas y cayeron los primeros heridos, el rencor y la cólera de los hombres  pareció despertar con extraordinaria  ferocidad.  Los lamentos de los caídos y el olor a sangre humana emborracharon de furor hasta a los jefes.  La lucha no tenía piedad.  Todos parecían fieras sedientas de sangre.  Miles y miles de guerreros habían ya caído.  Los demás seguían matando y muriendo en su mismo sitio sin dar nunca pié atrás.  Tanta fue aquella furia infernal que al anochecer, de los brillantes ejércitos no quedaban más que dos puñados de hombres heridos que rodeaban a sus respectivos monarcas.

Sólo se dejó de pelear cuando la obscuridad de la noche impidió que los sobrevivientes pudieran reconocerse para seguir hiriéndose.

EN MEDIO DEL FRAGOR DEL COMBATE PUDO FLORECER BELLAMENTE LA NOBLEZA DE  DOS NIÑOS

Pero, en cuanto la tierra volvió a alumbrarse con la macilenta luz del alba, los dos grupos dirigidos por sus imberbes capitanes, volvieron a afrontarse decididamente.  Esta vez ya Astro Rojo y Rayo de Oro no pudieron eludir el combate.  De lo contrario habrían sido tenidos por cobardes.  Ambos se destacaron del grupo de sus subditos y, el uno con la flecha y el otro con la honda, tal como habían combatido sus padres, se hirieron mortalmente al mismo tiempo.

Los servidores, aullando de horror se abalanzaron a prestar auxilio a sus soberanos.

Los dos pequeños, con el rostro aún candoroso de la niñez, palidecieron mortalmente; pero en lugar de que por sus labios brotaran blasfemias de rencor, sólo pronunciaron débilmente palabras de generoso y mutuo perdón. La deuda estaba pagada.  Nada quedaba ya que hacer para colmar todo el horror del juramento.

Al impulso de este mismo pensamiento, Rayo de Oro y Astro Rojo, ordenaron a sus servidores que los aproximaran uno a otro.  Cuando ambos niños se vieron cerca, se extendieron los brazos desfallecientes y, en un abrazo sangriento inmensamente sublime, sellaron la tragedia vivida por sus dos pueblos.

Cuentan que en ese momento sucedió algo extraordinario.  Del seno de la tierra brotó un formidable estruendo.  Se abrió la corteza y del abismo negro brotó a la superficie una inmensa figura de mujer.  Era el genio de la tierra o sea la Pachamama.  Su majestuosa figura estaba aureolada de una luz suave que bajó del cielo aún estrellado del amanecer, mostró a los mortales toda su esplendidez de diosa.

El genio de la tierra se aproximó solemnemente hacia el grupo de los dos niños agonizantes y les habló así:

Vuestros padres, no contentos con haber causado tantos estragos, os han empujado a vosotros por el camino de la guerra más criminal e injusta.  Pero, yo castigaré su orgullo.  Mirad - y les mostró dos estrellas inmensas y blancas que comenzaron a palidecer en el cielo.  Eran las que simbolizaron el poder de sus padres.

Cuando Rayo de Oro y Astro Rojo levantaron sus ensangrentadas cabezas hacia el cielo, vieron que ambas estrellas comenzaron a temblar como si las estuvieran desprendiendo del firmamento.  Un instante después se precipitaron vertiginosamente sobre la tierra.  Al caer ellas, sé oyó un terrible estallido.  Las estrellas de Illampu e Illimani, convertidas en masas inertes y opacas, sin más brillo que su blancura de nieve,  habían caído a tierra sobre sus respectivas capitales, incrustándose sobre las rocas de los Andes, la una hacia el Norte, y la otra hacia el Sur.

  • En cuanto a vosotros,  —añadió la Pachamama - hijos  inocentes,  que jamás debierais haber servido la criminal ambición  de  vuestros  padres, después de muertos seréis símbolo, en la luz de vuestras estrellas roja y oro, de un pueblo que aquí vivirá más tarde: Ese pueblo tomará para su bandera el rojo y amarillo y lo unirá al verde que es esperanza.  Estos tres colores serán el emblema de amor y fraternidad; pero ¡ay! de este pueblo, si como vosotros mantiene rivalidades por la  luz de una lejana estrella o se divide en querella  regionalista.

Desapareció el genio de la tierra al  mismo tiempo que el sol, a lo lejos, fue dorando con su luz el cielo.

Murieron al mismo tiempo los dos jóvenes monarcas y, sus servidores, sin atreverse a separar esos dos cuerpos cuyo abrazo la muerte había hecho más fuerte y estrecho, resolvieron guardarlos allí mismo en una sola sepultura.

Desde la siguiente noche desaparecieron también para siempre las dos estrellitas roja y oro para bajar a la tierra a cumplir su papel simbólico.

ENTRE LOS ESCOMBROS DE LA TIERRA ENSANGRENTADA, BROTO LA FLOR DE LA RECONCILIACIÓN

Pasó mucho tiempo sobre  esas tierras desiertas, desoladas.  El Illampu y el Illimani, las dos más altas montañas seguían ostentando sus cumbres elevadas como pugnando por continuar su vieja rivalidad.  Pero, habían sido castigadas por el Genio de la Tierra a llorar su culpa con el eterno deshielo de sus nieves.  Hasta que a fuerza de llorar derritiéndose, habían logrado enviar a través de serranías y llanuras las aguas de sus cristalinos arroyos, hasta fecundizar con su frescura la tierra que guardaba la tumba de los dos príncipes reconciliados.  Al milagro de las aguas de esas montañas sobre la legendaria tumba, brotó a tierra una verde y enmarañada planta que en sus ramas retorcidas semeja muchos abrazos cordiales.  Llegó la primavera y la verde planta se cubrió de cálices de color rojo y guarda, los colores descendidos de las estrellas de Astro Rojo y Rayo de Oro, que formaron una linda tricolor con el verde de las hojas.

Siglos después se formó, como lo había dicho la Pachamama, un nuevo pueblo que tomó a esa flor y sus colores como símbolo y emblema.

Ese pueblo es, queridos lectorcitos, nuestra amada patria, y ese símbolo y ese emblema no son otros que nuestra tricolor boliviana y la tradicional flor de la khantuta que florece en las breñas de los Andes.

* "Leyendas de mi tierra" de Antonio Díaz Villamil

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