El rostro

Mario R. Gutiérrez G.

Piraí fue el pueblo de gente rica. Económicamente floreciente. Grandes establecimientos agropecuarios le daban sólida contextura y justa nombradía. Se lo mentaba en todas partes. Su brillo y esplendor seducía a medio mundo. En él, dábase cita para cambiar opiniones y jugar dinero los hombres más significativos de la comarca.

Su iglesia era admirable, grande y espaciosa. Estaba a cargo del cura Vargas. Hablamos por cierto del tiempo de nuestro relato.

Había sido aquel un día apacible. De paz y trabajo, de sosiego en las almas y de silencio en las conciencias. No se supo de ninguna pendencia ocurrida, por díceres, celos o deudas. El cura Vargas, al menos, esa vez no recibió la visita de ningún penitente. El tiempo, por lo demás, mostrábase claro, transparente, azul, sin sombras. La estación, sí, era lluviosa, como que correspondía a los meses de verano.

Piraí era un pueblo boyante, promisor, con un porvenir asegurado. Difícil resultaba imaginar que estuviera al acecho de tanta ventura un hecho sorprendente, original, extraordinario, presagiador de un grave y fatal desastre.

A eso de las doce, unos cuantos celajes en el firmamento presagian una tormenta. Luego óyese el rodar estrepitoso de piedras colosales sobre el mosaico de hielo de los cielos. Son los truenos, que confirman rayos y anuncian lluvias. Oscurécese el horizonte con manto negro y ya no se ve más el pestañear de ninguna estrella. Comienza el agua a caer en tremendos raudales. Se apagan en la iglesia las últimas velas encendidas. Todos sueñan en el pueblo.

A galope tendido se acercan a Piraí unos hombres extraños, vestidos de negro, adustos, enérgicos, ajenos al barro y a la lluvia como si fueran de piedra. No cruzan entre sí palabra alguna. Avanzan como llamados del destino. Pueden ser tres o ser siete. Uno de ellos algo lleva entre las manos, un objeto reluciente cubierto de fino paño. Cruzan las calles del pueblo, cual si entrasen a un cementerio. Delante de la iglesia frenan sus cabalgaduras y de pie aguardan a que la puerta se abra a los golpes de la gran aldaba.

El cura Vargas despiértase sobresaltado. Dase cabal cuenta que llaman a su casa, que es la casa de Dios. Camina al instante en dirección a la puerta con un antiguo y hermoso candelabro a la diestra, que proyecta una gran iluminación. Cruza la nave del templo, mirando de soslayo a los santos. Lentamente, como de costumbre, descorre cerrojos, levanta trancas y hace girar a la puerta sobre sus goznes de madera. Parándose en el umbral, divisa a esos hombres tan graves, con vestimenta sombría y al punto inquiéreles por la razón de su intempestiva visita. Afuera cae la lluvia a torrentes. Uno de ellos, comisionado, al efecto, dice, descubriendo el contenido de la charola de plata:

— "Venimos a que nos bautice este rostro".

Grande fue el asombro y el espanto del señor cura al ver tendido  sobre  aquella bandeja de precioso  metal un enigmático rostro barbudo, sin cuerpo y con una tristeza profunda en la mirada. Pronto estuvo a huir de semejante aparición, que parecíale cosa de brujería o engendro de Satanás. Más, recordando su cristiana misión y el poder la cruz, mantúvose erguido y dióles a dichos emisarios esta respuesta cortante:

— "Me es imposible acceder a vuestro pedido sin la autorización del Obispo".

Aquellos graves personajes no se dieron por vencidos. Venían de Parabanó y traían el encargo del Príncipe de aquel cerro, poderoso y rico, dueño de Cordillera. Ofreciéronle, pues, mucho dinero para que conviniese en el bautismo que le solicitaban. Pero el cura Vargas, más dueño ya de sí, mantúvose impertérrito en su formidable negativa. Ante semejante obstinación, se resolvieron a contarle la verdad. Dijéronle, entonces, que se trataba del rey "Inga", que se hallaba encantado y de cuyo bautizo dependía su liberación. Agregaron, además, que deshecho el hechizo por la mágina virtud del dogma cristiano, Piraí se convertiría en una ciudad populosa, llena de luz y riquezas, de bienestar y dicha, tanto que causaría el asombro del mundo. Ni en Cordillera, ni en ninguna otra parte, habría pueblo más ameno y floreciente. El cura párroco no se dejó impresionar por todo esto y antes, al contrario, ratificóse en su resolución anterior.

Heridos en su orgullo, los delegados del Príncipe de Parabanó volvieron grupas al punto de partida. Empren-dieron frenética carrera, dejando sobre la cara perpleja del cura Vargas un hálito de viento frío como la muerte. Piafaban los caballos al alejarse y oíase el chapotear de sus cascos en los charcos del camino. A la luz de los relámpagos divisábase los bultos de aquellos caballeros que no podían comprender que se resistiese por alguien el menor deseo de su gran amo y señor. Cuando ya estaban a punto de perderse en el horizonte de la noche tempestuosa y antes de que el humilde sacerdote de Piraí cerrara la puerta de su iglesia, escuchóse, distante y clara, esta terrible maldición, cuya procedencia resultaba fácil imaginar:

— "Que los tigres arrastren de sus casas a los últimos habitantes".

Nunca más se supo del rostro, ni de sus padrinos o conductores, ni del Príncipe de Parabanó. Dicen que algún tiempo después murió el cura Vargas en una forma extraña. Lo cierto es que Piraí ingresó en una lenta decadencia que acabó por matarlo. Y como reza la maldición, sin duda que sus últimos pobladores, ancianos decrépitos y enfermos incurables, fueron sacados por las fieras de sus moradas deshechas. En la actualidad sólo quedan cuatro ruinas bajo un montón espeso.

Sangre y Luz de dos Razas

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