Hernando Sanabria Fernández
La efigie de la Madre de Dios que se venera en la iglesia parroquial de Cotoca, distrito municipal de la provincia Andrés Ibáñez, es objeto de ferviente devoción de parte de los pueblos de Bolivia llamados orientales. Ordinariamente colocada en un regular baldaquino, hacia la parte alta del altar mayor de la iglesia, suele ser sacada afuera y llevada en andas por las calles, a la expectación de los fieles. Es en esas ocasiones cuando puede ser contemplada mejor y observada con ojos de curiosidad no exclusivamente piadosa.
Una vez al año, por lo menos, la pequeña efigie es traída a la ciudad por determinación expresa de su ilustrísima el prelado diocesano.
En todo tiempo lo que no ha menguado es la fe que el pueblo tiene depositado en ella, una fe que excluye razonamientos, la veneración cariñosa que se le profesa y la confianza con que a ella acude en procura de bienes.
En cuanto al tiempo y circunstancia en que pasó a ser patrimonio de la comunidad santacruceña corre en el pueblo una pintoresca leyenda.
Ocurrió a mediados del siglo XVIII. Cotoca, la comarca que había aposentado durante años a Santa Cruz en su peregrinaje de oriente a occidente, era por entonces un predio perteneciente a cierto señor rural de horca y cuchillo que respondía al nombre de Daniel Cortés de Miranda. Esta tenía establecida allí una hacienda con cultivos de caña, arroz y bananas, que eran trabajados por hombres de la tierra con la calidad de braceros y cuatro o cinco familias de negros y mulatos en la condición de esclavos.
A buen seguro que el don Daniel dejaba sentir en el predio su autoridad de señor feudal, acaso con mayor rigor y riendas más cortas que sus congéneres hacendados de esta parte del país. Dizque por cualquier falta que cometieran sus peones, y tanto más sus esclavos, el capataz o el amo en persona les propinaban una ración de azotes cuya cuantía jamás era inferior a la bien contada veintena.
Cierto día la cuenta hubo de alargarse, medida sobre las espaldas y los glúteos de dos de los esclavos.
La tradición ha conservado los nombres de ellos y aun el de su madre, que era Elvira Barroso. Al enterarse ésta de la tremenda azotaina y ver en los cuerpos de los suyos las huellas del flexible y a la vez inflexible instrumento, dizque prorrumpió en anatemas y maldiciones contra el patrón. No mucho después, don Daniel aparecía muerto a puñaladas dentro de la arboleda que rodeaba la casa.
Vista la cosa a la luz de sus precedentes, a nadie podía imputarse el homicidio sino a los Barroso, y a su madre como instigadora y quizás actora. Conocedores de lo que les esperaba en ese caso, madre e hijos se alzaron de la alquería para ganar asilo y escondrijo en la floresta. Pero, devotos cristianos como eran, les asistía la esperanza de que tarde o temprano su inocencia habría de salir a luz.
Tirando de Cotoca al norte los fugitivos hubieron de llegar al paraje de Asusaquí, en aquel entonces selva cerrada y carente de toda vecindad. Habiendo penetrado a lo más espeso de ella, ocurrióseles cierta noche, tomar algún alimento caliente. Mientras la madre encendía el fuego y lo avivaba arrimándole alguna hojarasca, los hijos fueron por leña, sin apartarse mucho de la jara.
Habían recogido ya algunas ramas secas cuando avistaron un recio tronco que parecía ofrecerles para el empeño pedazos de corteza semidesprendida. Unos pocos golpes de hacha sobre el arrugado madero dejaron ver que el interior de éste resplandecía extrañamente. Aunque el fulgor les ofuscaba la vista, los fugitivos acertaron a advertir un rostro de tez morena que parecía sonreirles con ternura. Un impulso de temor o de recelo les llevó a abandonar en ese momento el sitio, bien que proponiéndose volver apenas rayara la aurora del día siguiente.
Así fue, en efecto, a la rubia luz del amanecer pudieron ver que en el descubierto hueco del árbol yacía una pequeña talla policromada que representaba a la Virgen María en su advocación de la Concepción Purísima. Tras de haberse prosternado ante ella fervorosamente, procedieron a sacarla del vegetal cobijo para llevarla consigo al poblado. Habían resuelto de improviso dar término a la fuga y volver a la casa y hacienda del finado patrón, llevando a la bella imagen milagrosamente encontrada. Alentaban la fe y la esperanza de que ella, con su gracia y su misericordia, haría que se desentrañase lo de la muerte de aquél y probara la inocencia de doña Elvira y de sus hijos.
Como se pensó se hizo seguidamente. Días después los de la suspendida evasión entraban en Cotoca llevando a la Aparecida. Grande fue su sorpresa al advertir que se les recibía con particulares muestras de agrado. No tardaron en dar con la razón de ello. Algunos días antes, el verdadero autor de la muerte del patrón, había confesado públicamente el crimen. Lo curioso, o más bien portentoso del hecho, fue que tal confesión habría sido consumada a la hora misma en que los Barroso encontraban a la imagen de la Virgen. Fue el primer milagro de la Virgen apuntado por los buenos cotoqueños.
Tal es la leyenda que corre acerca de la aparición de la imagen de la Virgen de Cotoca.
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