La mula

Germán Coimbra Sanz

Allá por el año veintitantos, se comentaba muchísimo un hecho ocurrido en Cotoca. Por ese entonces era una aldea apacible, llena de sol en el día y de tinieblas por la noche. Ni siquiera se soñaba con la luz eléctrica. Era motivo de orgullo para algunos pobladores contar con un farol con que alumbrar sus casas y ocasionalmente la calle.

Las reuniones familiares o de amigos se efectuaban en las aceras por las que nadie transitaba o sentados en la gramita de la calle. Las tertulias giraban en torno de los asuntitos cotidianos, como la escasez de agua, o que don Fulano tenía un pozo que nunca se secaba, pero mucho mezquinaba su agua, pues el otro día a ruego y súplica les vendió una tinaja.

— ¿A cómo les vendió la tinaja?

— Bueno, fue peor que si no la hubiera vendido, porque nos llenó de dichos. Nos dijo que si caváramos más hondo, juntaríamos más agua en la época de lluvia. Lo que nos quiso decir es que éramos unos flojos.

— Lo que es yo, prefiero hacer rogativas antes que pedirle agua.

Así, problemas simples y muy humanos eran los que motivaban las charlas, hasta que, agotados los temas, pasaban a los divinos. Uno de ellos decía que no podía ser otra cosa que milagro que se hubiera salvado la hija de don Gumercindo. La hija menor, que, según dijo la curandera, "ya no era de esta vida". Pero la madre como último recurso se la llevó a la Mamita y se la entregó para que sea ella quien disponga. Y ahí está la chica, sanita y buena.

Otro dijo que el cura está formando el coro y que las peladas van por las tardes a ensayar. Y como siempre hay gente mal pensada, esto sirvió para que se hicieran chistes en el que el cura iba y venía de boca en boca.

La dueña de casa, advirtiendo lo que se avecinaba, mandó a dormir a todos los muchachos que, como en ese tiempo eran obedientes, se fueron refunfuñando al ver la varilla que la madre tenía en su mano. Cuando todos hubieron desaparecido, se habló más claro. Se dijo que era verdad lo del cura. Uno de ellos dijo que pasado mañana, después de misa, debían ir varios a hablar con él, y si no se componía irían a Santa Cruz a contárselo a Monseñor Santistevan.

Al poco rato la dueña de casa cortó los comentarios sacando una jarra de chocolate para invitar a las visitas. Con el servir las tazas, pasarlas a cada uno y hacer circular la bandeja de biscochuelos, se olvidaron del cura. A eso de las diez de la noche se deshizo la reunión y hasta que terminaron las corteses despedidas se pasó media hora. En ese momento se escuchó un galope por una de las calles laterales que despertó la curiosidad de los pocos que quedaban. Luego siguió la carrera hacia la plaza y dio la vuelta al llegar a la iglesia, para dirigirse a donde estaban los hombres. Allí cerca de ellos se detuvo y a la débil luz del farol vieron que se trataba de una mula.

Don Eusebio, que siempre se jactaba de ser muy hombre, pidió al dueño de casa que le prestara un lazo. "Vamos a ver de quién es esta mula. Seguramente se le ha escapado a algún viajero". Al poco rato, entre todos rodearon al animal y como un rayo el lazo voló al cuello de la mula, que corcoveaba furiosamente por zafarse.

Don Eusebio, con el otro extremo del lazo, le dio unos buenos azotes hasta que la calmó. Luego todos observaron el animal por uno y por otro lado, advirtiendo que no tenía marca. Don Eusebio dijo: "Es mi suerte", y se la llevó de tiro a su casa, haciéndola pasar al corral donde la amarró a un poste. Luego fue a la cocina, avivó el fuego y puso a calentar su marca. Con el hierro al rojo corrió al corral para marcar su muía, pero ésta la atacó con furia pretendiendo morderlo. Don Eusebio se defendió con la marca, asentándosela en la frente. El animal dio un bufido de dolor, mientras se esparcía por el aire un olor a pelos y cuero quemado.

De todas maneras, pensó el hombre, la mula está marcada, aunque sea en la frente, y nadie podría discutirle su propiedad.

A la mañana siguiente, grande fue su sorpresa al no encontrar la mula en el corral. El lazo estaba allí. Seguramente algún envidioso la desató. Buscó sus huellas y recorrió los alrededores, pero no la encontró.

En una de las casas del vecindario amaneció como todos los días. Los moradores se levantaron e hicieron sus quehaceres cotidianos: traer agua, dar de comer a las gallinas, preparar el desayuno. Lo único fuera de lo común, pero que no era nada grave, fue que una de las mujeres, la más joven, tenía dolor de cabeza y se la había amarrado con un trapo. Su madre le dio para que tomara una cafiaspirina, iban pasando las horas y no se quitaba el trapo de la cabeza. Llegó la tarde, y a su madre le pareció extraño y así se lo dijo, pero la joven seguía insistiendo que el dolor era muy fuerte. Entonces, la señora, preocupada, pensó que sería bueno ponerle unos paños fríos en la cabeza y, cuando quiso aplicárselos, se encontró con una tenaz resistencia y fue necesario el concurso de toda la familia para lograrlo. Al quitarle el trapo con que se envolvía la cabeza... ¡Horror! Tenía la frente quemada con la marca de don Eusebio.

Las viejas que saben de estas cosas aseguran que cuando una mujer vive con cura, se convierte en mula los viernes por la noche y que es el mismísimo diablo el que la hace galopar.

Relatos Mitológicos Tomo I

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