Enrique Kempff Mercado
Machuca, don Laureano, era el amigo más viejo de mi infancia. Siempre que iba a la hacienda del abuelo en mis vacaciones de verano, lo visitaba tres o cuatro veces. No lo hacía más a menudo porque su casa distaba más de una legua de la casa patronal. El trayecto tenía que hacerlo a pie — a la antigua usanza española, como decía el viejo —, y yo era mal andador. O a caballo. Y yo era mal jinete. Pero siempre recorrí el largo trecho que me separaba de su rancho, bajo los ardientes rayos del sol de estío que atravesaban el espeso follaje del monte de las uvillas. Éste era un bosque maravilloso y umbrío, poblado de altísimas caobas, gruesas palmeras y frondosos algarrobos. Alguna de mis tías abuelas lo bautizó con el nombre de monte de las uvillas, porque dizque abundaban en otro tiempo esas pequeñas frutitas, redondas y deliciosas. Yo muchas veces busqué el árbol y busqué los frutos, pero hasta hoy no he conocido una sola uvilla. Lo que me apena porque me cuentan que era una fruta exquisita y roja como unos labios de mujer.
Había una casa grande, la vivienda familiar de don Laureano, su mujer y su prole, y otra más pequeña que era el taller del viejo. Ambas tenían el techo de hojas de motacú. Me recibía una algarabía infernal de ladridos de perros, cacareo de gallinas, mugidos de vacas y lloriqueo de niños. Yo me encaminaba directamente al taller de don Laureano. El viejo siempre estaba trabajando. Fabricaba una guitarra con un afilado cuchillo que manejaban sus hábiles manos agrietadas, o labraba un trapiche de madera golpeando acompasadamente con la azuela. Siempre estaba trabajando. Nunca dejó de hacerlo. Si muere algún día —lo que me parece inverosímil—, yo creo que morirá trabajando, claveteando una silla de montar o desbastando una rueda de carretón.
—Buenas tardes, don Laureano. ¿Cómo está?
El viejo levantaba su mirada cansina y dibujaba un gesto que quería ser una sonrisa.
—Buenas tardes, joven. —Desenvolvía el ovillo de su palabra cansada y monótona—. Estoy un poco alentadito pero siempre sufriendo de este maldito dolor de caderas que me va a durar hasta que me lleve mandinga.
— ¿No se ha hecho las fricciones de aceite?
—Me he hecho dar masajes con aceite de pata y aceite de majo —continuaba lamentándose—, y me he puesto cataplasmas calientes y hojas de bizcochero, pero él dolor de caderas -agregaba convencido -es como el pasmo que donde aprieta no afloja.
Hacía muchos años que conocía a don Laurea-no. Siempre que lo visitaba me repetía la incansable cantilena de su dolor de caderas. Se quejaba de su enfermedad que, según él, haría al final que se lo lleve mandinga, el mismo diablo. Lo que no le privaba de andar siempre metido en rudos trabajos de campo. Porque don Laureano conocía todos los oficios. Era artesano y labrador. Construía carretones, casas y yugos; sembraba arroz y sandías; plantaba yucas y caña de azúcar. Sus sandías eran famosas. Cuando se le ocurría visitarnos siempre nos llevaba una enorme sandía, de pulpa rosada y aguanosa, tan grande que pesaba más de dos arrobas y podía uno sentarse en ella como si fuera una silla.
—Y ¿cómo está el patrón? —continuaba el viejo Machuca.
—Está bien, don Laureano.
— ¡Vaya, me alegro! ¿y la patrona?
—Está bien, gracias.
—Y los niños ¿cómo están?
—Bien. Todos están bien.
— ¡Gracias a Dios! ¿Y la abuelita, cómo está?
Así era don Laureano. Tenía que preguntar por cada miembro de la familia, uno por uno, enumerándolos y abusando de la paciencia de su interlocutor. Porque era un charlador consumado, pertinaz, empedernido. Por eso nunca me arrepentí de buscarlo. Me divertía sobremanera su charla sabrosa y amena, las interminables anécdotas, los cuentos y los casos que relataba uno tras otro y en los cuales, casi siempre, él resultaba el protagonista central. Su vida era la charla y el trabajo, el trabajo y la charla.
Entonces don Laureano se enderezaba apoyado en su negro bastón de chonta y me preparaba una refrescante bebida de miel, tan fría y deliciosa en la tarde calurosa, que recién entonces me percataba del buen gusto de los héroes mitológicos que bebían el rubio hidromel. Don Laureano guardaba el cántaro de barro después de relamer con fruitiva delectación las chorreaduras del gollete.
— ¡Domingo! —llamaba enseguida el viejo con su voz floja y fatigada—¡Domingooooo!
Por la puertecilla entreabierta asomaba la figura menuda de uno de sus hijos, de rostro negro y vivaracho.
—Busca unos plátanos y unos huevos pa que le lleve el joven a la patrona.
—No se moleste, don Laureano... -argüía yo débilmente.
El muchacho regresaba enseguida con una canasta llena de plátanos en sazón y huevos frescos que colocaba a mi lado, y se escabullía velozmente.
Don Laureano se restituía a su asiento lanzando breves quejidos de dolor y siempre bien dispuesto a narrarme algo. Era un viejo de elevada estatura y rostro negro y brilloso como la chonta. Las arrugas surcaban su tez y usaba luengos mostachos canosos. Las espesas cejas ocultaban su mirada cansada que tenía a veces relampagueos de insólita astucia. Podía tener ochenta años o haber alcanzado un siglo. Él mismo no lo sabía. Ni sabía tampoco por qué apellidaba Machuca. Sin duda no descendía de aquel caballero cristiano que machucó con su garrote a tantos moros, que se quedó con el mote de Machuca y que luego sus descendientes adoptaron como nombre de ilustre prosapia. Más bien parecía provenir de alguno de los negros que se escaparon de las colonias portuguesas en el siglo XVIII y se cobijaron en tierras de Su Majestad Católica. Tenía dieciocho hijos vivos y algunos muertos. Su mujer, la Juana, era de tez blanca y ojos celestes. Su fecundidad era extraordinaria. En mis vacaciones la primera visita que yo hacía era a don Laureano que siempre se quejaba de su dolor de caderas pero siempre tenía un nuevo hijo. Cuando se casaron pensaron, tal vez, que tendrían una linda descendencia morena. Pero les falló el propósito. Tenían hijos blancos e hijos negros. No habían términos medios.
Esa tarde el cielo estaba nublado en el poniente. Seguramente llovía en las lejanas serranías porque se oía el rumor quebrado del río que aumentaba su caudal de agua lodosa y turbia.
—Va a conjeturar -pronosticó el viejo con su lenguaje pintoresco. Quería decirme que amenazaba lluvia.
— ¿Cree usted que lloverá, don Laureano?
—Va a llover y va a ser con prolongue.
Don Laureano temía las crecientes del río. Tres veces las tempestuosas avenidas arrollaron con gran parte de sus sembradíos y lo obligaron a trasladar su casa selva adentro. Pero siempre la construía en el barranco, como una atalaya desde donde se pudiera divisar el horizonte ilimitado de la playa. Tenía un secreto amor por el panorama de las riberas arenosas y lisas. Pudo haber reconstruido su casa en un lugar seguro. Pero siempre lo hacía en el borde del río, expuesta a las crecidas de la estación de las aguas. No le importaba verse obligado a buscar nuevos refugios. ¡Para algo sabía construir casas!
—Y ¿qué novedades, don Laureano?
—Ninguna, patroncito. Sólo que en carnaval se nos fue la Juanucha.
— ¡Cómo! ¿Le contagió la viruela? —repuse acordándome de la epidemia que había asolado el pueblo y la campaña.
La Juanucha era una de sus hijas menores, de la serie de las negras. No tenía más de cinco años y fumaba escandalosamente cigarros envueltos en espata de maíz. Era una negrita huraña y bisoja.
—Cuente don Laureano, cuénteme como fue —agregué interesado.
—Sabe, patroncito —comenzó el viejo con parsimonia—, en vísperas de carnaval viajé al pueblo para traer algunas cosas...
— ¿Y el dolor de caderas? —interrumpí.
— ¡Ah! Dios me lo quitó pa que no viera morir a la pobre Juanucha. Bueno —continuó—, cuando volvía al rancho montado en la yegua tordilla y con las alforjas repletas de todo lo que traía, crucé el río y en eso me tomó la noche ¡qué modo de llover, Virgen Santísima! Y era tanta la oscuridad que no podía divisar ni las orejas de mi yegua. Le largué las riendas pa que andará sola porque no hay animal que no llegue a su comedero. Al embocar al monte me encomendé a San Antonio que es mi santo devoto porque rae ha hecho más milagros que estrellas hay en el cielo, y eso que las estrellas son sin cuenta. Los refucilos hacían corcovear a mi yegua tordilla y entonces tenía que sujetarla pa que no se dispare. La lluvia y el ventarrón me sacudían enterito y yo iba rezando por las ánimas del purgatorio. ¡Y cómo seria mi susto, patroncito, cuando en esas me aturdió el silbaco y vi el farol de la otra vida que se mecía en el camino! Yo creí que se habían largao por mis pagos todos los condenados del infierno. En eso oí el crujido de un carretón a mis espaldas y me volvió el alma al cuerpo porque debía venir gente cristiana. Al mirar pa atrás otro refucilo alumbró el camino y ¡ave María, purísima!, era el carretón de la otra vida que venía pisándome los talones, sin carretero y sin bueyes.
Don Laureano se calló, como buen narrador, para darme tiempo a gozar de la emoción. En sus ojos revivía la noche impenetrable del trágico aquelarre.
—Me di cuenta que estaba pasando por el panteón —continuó don Laureano en voz baja—. Eché cruces a todos laos y conjuré a San Antonio que me librara del trance. Oí el crujido del carretón de la otra vida que se iba perdiendo en la noche. Mi yegua resollaba con juerza, como si tuviera lagañas de perro y también estuviera mirando todas esas cosas que me había mandao el mismísimo mandinga. Al fin llegué. Ojala nunca hubiera liegao si fue pa ver lo que vi. Toda mi tribu estaba queriendo hacer revivir a la Juanucha que estaba muerta, bien muerta. Mi buey dañino la había matado de una cornada en el pecho. El carretón de la otra vida se la llevó quién sabe adonde. Hasta ahora oigo el crujido del maldito carretón que se iba con mi Juanucha pa siempre.
Don Laureano tenía los ojos húmedos.
— ¡Este humo! -exclamó arrojando su cigarro y tratando de ocultar su emoción.
Me despedía. Monté sobre mi caballo y partí hacia la hacienda. El crujido de las ramas mecidas por el viento me hacían recordar al carretón sin carretero y sin bueyes.
¡Hasta la vuelta, buen viejo Laureano Machuca!
El temor
Ah, viejo Laureano Machuca! Esta vez sí que descubrí tu recóndito secreto y tu oculto temor. Siempre me intrigó ese TU modo raro de ladear la cabeza, como queriendo esquivar algún peligro invisible; esa manera extraña de recoger tus manos y ocultarlas con inquietud; esa chispa impresionante de tus ojos que veía algo que no osaban mirar de frente. Todos esos detalles de excesiva nimiedad se iban condensando sobre tu frente adusta como una nube parda sobre un panorama de miedo. Yo sabía que no temías al hombre. Y con ser negro, no temías al hombre negro ni al blanco. No temías a las almas, ni aun a aquellas que se habían desprendido, según decías, de su tosca envoltura humana. Ni a las ánimas presas en el mundo mortal ni a las ánimas sueltas en la inmensidad perdurable. Ya lo comprobaste luchando una tarde contra los bandidos que te asaltaron blandiendo agudas puntillas, y una noche nefasta en que te asediaron las ánimas condenadas anunciándote funestos malagüeros. Pero ¿por qué batían sobre tu frente esas oscuras alas temerosas? Siendo hombre no temías a los vivos y siendo cristiano conjurabas la acechanza de los muertos y te humillabas ante Dios. Pero ya descubrí tu oculto temor y lo contaré ahora, amparado en que no llegarás a saberlo porque no sabes leer, ni lo aprenderás —tú me lo dijiste: “camba viejo no aprende a rezar”—; y si algún comedido te cuenta en mala hora que violé tu secreto, estarás ya tan viejo y decrépito que no te quedará otra cosa que lanzar a los vientos tu maldición que no llegará hasta tu delator.
¿Recuerdas aquella tarde en que partimos hacia el bosque? Han pasado muchas lunas desde entonces. Atravesábamos los verdes prados, sin meta fija. Puede que hubiéramos ido a cazar, puede que a pescar o a buscar el buey dañino que siempre andaba hollando la sementera. Puede también que hubiéramos salido de paseo, con el bucólico fin de empaparnos de paisajes, puesto que había en ti una sensible raíz de poeta camba. No estoy seguro por qué caminábamos en el bosque. Yo con mi honda de muchacho y mi morral lleno de bolas de arcilla roja; tú con tu vieja escopeta y el morral lleno de perdigones.
Durante la larga caminata no cesé de hacerte innumerables preguntas sobre todo aquello que atraía mi curiosidad infantil. Tú me respondías siempre, gárrulo y paciente.
Al oír el canto de un ave, me detuve asombrado. Tan humano era el triste lamento del pájaro, tan grande el dolor sin consuelo expresado en las trágicas notas de su canto, que sentí en la angustiada tensión de mis nervios un dolor casi físico. Te pregunté que pájaro cantaba de tal modo y tú, viejo Machuca, con esa tu voz íntima y abstraída, me dijiste que era el guajojó, el héroe de una vieja leyenda que antes de ser pájaro fue un enamorado infeliz a quien odiaban los padres de su amada, y lo odiaban tanto que huyó a la selva con ella; ella murió de un mal extraño y él enloqueció y se volvió pájaro para errar por el bosque llamando a la amada muerta con su trágico grito: ¡gua... jo...jooooo!...
Yo te hacía preguntas y tú me dabas respuestas. ¿Qué árbol es ése que gotea continuamente? Es el chauchachi, sus gotas tienen una ponzoña tan activa que si tocan a los ojos humanos los vuelven ciegos. Gotea siempre, siempre, no falta un desdichado que mira hacia la copa, se le humedecen las pupilas y no vuelve a ver la luz.
Cruzó la senda un enorme armadillo que se perdió en la negra entrada de una galería subterránea. Me explicaste. Es el pejichi, vive bajo la tierra, en los cementerios y se alimenta de muertos. Engorda y tiene una fuerza tan extraordinaria que cuentan de un vaquero que logró enlazar uno y se envolvió el lazo a la cintura para resistir mejor los recios tirones del armadillo gigante; el pejichi arrastró a su apresador, se metió en su cueva y siguió tirando; el hombre no tuvo tiempo de desembarazarse del lazo; murió en la entrada de la cueva, doblado en dos.
Yo te preguntaba y tú me respondías, Laureano Machuca. No sé por qué todas las cosas que despertaban mi curiosidad tenían alguna relación con sombríos aconteceres. Me hablabas sin alterarte, ensimismado y ausente. Algo te pasaba, Laureano Machuca, algo que tratabas de esconder y que yo buscaba descubrir. Me hablaste de los frutos digitados del ambaibo que son las manos frutecidas del muerto que cometió un crimen de amor. Me hablaste de la quitabusi, esa mosca zumbadora y tornasolada que busca la frialdad hierática de las carnes mórbidas e inmóviles. Del áspid letal y del canto agorero de la lechuza. De todas esas cosas me ibas hablando Laureano Machuca mientras caminábamos por el bosque poblado de pájaros, de grandes árboles y de pequeños insectos. Y la muerte era como un “leit motiv” en tu voz.
En la laguna, en la azul laguna que refleja el límite del cielo y el ágil contorno de las palmeras de la orilla, te propuse que nos echáramos a nadar, queriendo tal vez, sin darme cuenta de ello, descargar en las aguas cristalinas y móviles la imprecisa sensación neurálgica que me envolvía. Te vi cambiar ligeramente de expresión, ladear tu cabeza y recoger tus manos con nerviosa inquietud. ¿Nos bañamos?... No. Me contaste que esa laguna anidaba el jichi, ese monstruo horrendo, mitad dragón y mitad salamandra que habitaba en las aguas y en el fuego. Era un endriago fabuloso que se enterraba en el cieno y que devoraba al hombre, o al alma del hombre, abandonándola en el mar tempestuoso de la vida como a una barca sin timón. El jichi tenía un espíritu perverso que sabía vengarse de quienes se aventuraban a bañarse en la laguna. Así me lo dijiste. Algún día el monstruo moriría y su alma transmigraría a otro cuerpo fenomenal. Entonces la laguna se iría secando, irremediablemente.
Así me explicaste, viejo Machuca, el secreto de la laguna. Sorprendí en tus ojos una chispa impresionante y batieron sutiles alas temerosas sobre el panorama de miedo de tu frente. Entonces, despaciosa, se abrió en mi mente la flor azorada del descubrimiento. Durante el regreso ya no cesaste de hablar. Supe que todas las aves y los animales selváticos tenían un alma malévola y vengativa. Que los débiles tenían dueños celosos y recelosos, siempre dispuestos a vengarlos cuando fueran víctimas del hombre. Que el jaguar sañudo y la gacela tímida poseían un alma salvaje e inmortal, capaz de poner larvas de eterno infortunio en el corazón vulnerable de los cazadores... ¡Y tú, Laureano Machuca, eras un cazador! Tú, que no temías al hombre ni a las ánimas errantes, sentías temblar tus carnes bajo el terror pánico que te infundían las almas errabundas de los pájaros y las bestias salvajes que murieron bajo tu certera bala de cazador. Te rodeaba un mundo irreal y demoníaco, rebelde a todo exorcismo, poblado de alas medrosas, garras extendidas, fauces amenazadoras y pezuñas resonantes. No sé que extraña reminiscencia supersticiosa dominada tu espíritu elemental con esa religión de miedo. Desfloraste tu secreto despaciosamente, como si estuvieras dialogando contigo mismo, sin pensar que yo caminaba a tu lado con la atención despierta y el torvo propósito de revelar un día la causa de tu oculto temor, echando así por tierra la fama que a cien leguas a la redonda te consagraba valeroso entre los hombres y temerario ante los seres invisibles y malignos. Ahora, si alguien te cuenta que delaté tu secreto, estarás tan viejo Laureano Machuca, que no te quedará otra cosa que lanzar a los vientos tu maldición que no llegará hasta mí.
Fin