Rosa Melgar De Ipiña
La carreta tiene también sus leyendas. En todo el mundo es conocida la historia de la "carreta fantasma". En el Beni y Santa Cruz, existe la del "carretón de la otra vida". Cuentan las viejecitas, esas ancianas que usan todavía el mantón de seda negra, que el carretón fatal, cuando hacía un viaje "para llevarse a alguien", sorprendía a las gentes recogidas en sus lechos con súbito ruido. Era tan terrorífico ese ruido que el cuerpo se sacudía con un estremecimiento helado, como si la mano de un muerto rozara la espina dorsal de quienes lo escuchaban. La carreta se detenía en una determinada casa, y el ruido cesaba. De allí el carretón se dirigía al cementerio, llevándose el alma del pobre condenado; porque la carreta solo conducía a la otra vida, a los perversos.
No faltaban quienes aseguraban haber visto el fantasmal vehículo al recogerse a sus casa, en horas avanzadas de la noche. "No tiene bueyes —decían— pero lo guía un carretero envuelto en una capa negra que solo le deja la cara y las manos en descubierto. Cara de calavera y manos de huesos".
Mi abuelita solía narrarme con voz emocionada, cual si ella misma hubiera sido testigo del cuento que les voy a referir ahora. Después de la merienda, mientras temblaban las luces en altos candeleros, hacía el relato.
"Los indios itonamas, tienen la costumbre de prender fuego, antes de la siembra, a los grandes pajonales de las pampas. El fuego arrastrado por el viento, invade de inmediato la llanura y aquello parece un mar de olas llameantes. El incendio es necesario para limpiar de víboras y animales dañinos el campo y para hacer más fértiles las tierras. Pero una vez, sucedió una desgracia. Todo por un hombre a quien todos conocían, a causa de su terquedad. Él iba con su esposa, cruzando la llanura, en el carretón. De pronto ella dijo: — ¡Mira Pablo!, por el lado que vamos, han quemado la pampa. El bosque estará ardiendo... ¡Mira el cielo!...
Era el atardecer. La luna había salido y parpadeaban las primeras estrellas. Por el lado opuesto al occidente, el cielo parecía inflamarse.
—Es mejor que esperemos aquí. Para el carretón, Pablo, por favor...
—Mañana tenemos que estar en Magdalena —respondió él— ¿Perder yo una noche de luna como ésta. No estoy loco.
—Pero Pablo, mira que podemos morir entre las llamas...
—Está dicho. Es mi voluntad.
Siguió avanzando el carretón... Días más tarde, se encontraron los cadáveres del hombre y la mujer carbonizados, suspendidos de la rama de un tronco gigantesco. Del carretón, sólo habían quedado las herramientas.
Desde entonces, cuando hace mal tiempo, los viajeros que tienen que pasar por aquel sitio, oyen gritos desesperados, como de gentes que pidieran socorro. Y escuchan algo parecido al estrépido de un enorme carretón que se estuviera partiendo... Y parece que se revolcaran dos bueyes dando fuertes resoplidos de agonía..."
Vieja carreta, símbolo de la época en que todo era bueno. ¡Cómo rodábamos contigo, fuera de la órbita impetuosa de las estancias y de los tiempos abreviados! ¡Estamos muy lejos todavía de la perenne angustia de querer alcanzarlo todo, todo en el loco correr de un solo día!