Leyenda de la laguna de Chorechoré

La Laguna de Chorechoré con sus aguas azulosas, en cuyo cristal roto por crespo y menudo oleaje, se ven las sombras de los grandes árboles. La laguna también tiene en sus riberas casitas enjalbegadas, techadas con hojas de palmeras, casitas donde viven gentes hospitalarias, mozas bellas, coros alegres de viejos, mozos y niños en las tardecitas.

Dizque antaño en los aledaños a la laguna hubo un villorrio. El casal parecía ampararse a la sombra de su iglesia con varias ventanas que daban luz a su única nave, sobre la puerta cerrada con grandes clavos se alzaba la espadaña sostén de dos campanarios y como remate al conjunto, una cruz de hierro amparando la veleta. Arrimándose al templo, mostraba su fábrica añosa la casa parroquial. En ella vivía un anciano sacerdote, buen pastor de almas, que era servido por un sacristán y varias fámulas.

Una tarde, mientras el sol se iba y en la fronda de los huertos poblados se escuchaba el orquestal de los pájaros, el cura rezaba trabajosamente vísperas completas, llamaron a una de las puertas con los nudillos. El sacristán corrió a ver quién era. La noche había cerrado. Sólo pudo ver, confusamente, hasta tres bultos, uno de ellos asomaba el busto por sobre la media puerta abierta, cosa que es posible en el oriente boliviano dada la costumbre que se tiene de construirlas de tal manera, que puedan abrirse hasta la mitad. El que asomaba preguntó al sacristán si podía visitar al párroco y que en esto había prisa. El sacristán luego de escuchar el pedido, se fue a la habitación de su señor alumbrándose con una mala bujía que parecía llorar sobre la arandela de la palmatoria, para decir con embarazo:

— Parecen buena gente... Preguntan por el señor párroco.

— ¿Ha dicho para qué me necesitan?

— No... Pero dicen que es cosa de no perder el tiempo.

— Entonces, diles que entren.

— Allá voy. Pero espero no vayan a criticar la casa, al parecer son gente platuda.

Los tres hombres que no eran personas conocidas del cura, ni del sacristán, que los miraba de hito, en hito, unos tras otros, con voces pausadas y muy buenos comedimientos, dijeron que venían a llevarse al párroco, pues debía hacerles la merced de confesar a un moribundo. Los tres parecían taciturnos, tal dejaban entender por su compostura y rostros embozados. El sacerdote accedióles al punto y ordenó a sus paniaguados que prepararan todo lo acostumbrado en parecidas ocasiones y como dijeron los tres hombres que el lugar estaba muy distante, los alistamientos ocuparon a los criados hasta bien avanzada la noche.

Salieron casi a la medianoche, los cuatro caminaban recio, casi sin decirse palabra alguna; más de pronto, sin preámbulo, bajadas las capas que les cubrieran los rostros, con ademán resuelto, seguramente realizando un plan preconcebido los tres hombres rodearon al sacerdote.

— Pie a tierra señor párroco.

— ¿Cuál el motivo? -inquirió el cura-

— Que le debemos vendar los ojos.

No podemos detenernos en cosas que podemos suponer la sorpresa del eclesiástico y el misterio que los acontecimientos iban tomando.

— Es inútil señor cura - díjole el más comunicativo- Es inútil que se resista, somos tres contra uno. Está usted vencido desde luego. Si pide socorro... tiempo derrochado. Así es que, cállese. Que yo respondo de todo.

— ¿Quién es usted para asegurarme tal cosa y yo creerle como un necio?

— Calma señor. Es mejor que se deje vendar.

El que sostenía el diálogo hizo a los otros dos, una señal imperativa. Los dos obedecieron al punto, a poco cruzaban los del grupo por un paraje húmedo y angosto, las vueltas se sucedían en el vasto dédalo por el que tranqueaban. La ruta proseguía siempre en curvas y rectas, por ella caminaron buen tiempo.

Al fin, después de un rápido codo, los que guiaban al sacerdote hicieron alto. Dieron una contraseña los tres hombres y al punto crujieron los goznes de un portal. Dieron unos pasos más. Súbitamente desvendaron al eclesiástico.

Al principio no pudo ver nada por la brusca transición entre la lobreguez a que le habían forzado sus guías y la profunda iluminación del sitio donde se hallaba. Transcurrieron unos instantes. Luego pudo ver que se encontraba en un paraje de encantamiento.

Era un salón enorme. Se veían unas veces bóvedas de nervios del califato, siglos VIII al XI, cúpulas, claroboyas, lacerías, mocárabes, policromos, en fin, todo lo granadino de los siglos XIV y XV grabados en arquitrabes que maravillaban. Gigantescas piedras preciosas labradas en forma de astros y lámparas iluminaban el recinto con luz fascinante. En las paredes hornacinas con ánforas arábigas, panoplias sostén de cimitarras, alfanjes, puñales, lanzas, oriflamas, toda una belleza sobrenatural.

Al centro del salón se miraba una fuente de agua perfumada bajo el penacho de cristal del surtidor. Donosa-mente dispuestos, divanes amplios con miradas de blandos almohadones, arrimados a mesas enanas de forma estrellada, sobre las que se veían entre otros objetos graciosas marguilés y, pebeteros que erguían sus tenues y móviles nubecillas.

Continua a tan esotérica belleza, había otra habitación ricamente decorada y amoblada, sólo que de otro estilo.

Una gran chimenea en mármol blanco con venas azules ocupaba casi un paño de pared. Ardía un grueso leño en el hogar. Sobre la mesilla, acompañado de dos girándulas de oro, veíase un reloj que con su única manecilla marcaba una frase: Eternidad. Sostenían la esfera dos estatuillas que representaban el Amor y la Muerte. El amor sostenía otras esculturas: la vida, la patria y la madre... Por otro la otra estatuilla de la muerte apretaba en sus brazos un pecho de mujer que exprimía en la boca exangüe de la lujuria. La madre por su lado sin hijos unido todavía por el cordón umbilical acunaba un ser deforme, el dolor, cabezudo con un solo ojo de mirar colérico, con los dientes apretados en un rictus de impotencia y adheridos a sus encías, ya sin labios para maldecir, unos gusanos verdosos que parecían vivir una lenta existencia.

El sacerdote apartó la vista de aquel reloj alucinador. Por algunos instantes deleitóse en la contemplación de tanta hermosura que habían reunido los dueños de aquel palacio subterráneo. Sacóle de su ensimismamiento la voz de uno de los misteriosos personajes.

— Perdone... Escuche mi petición, le ruego atenderla bondadoso...

— ¿Dónde está el que debo confesar, que luego deseo tomar retorno a Villadiego, afirmó el discípulo de Cristo.

— Aquí tienes la criatura -le respondió otro de los tres hombres- ¡Bautísela!...

— ¿Cómo? ¿Bautismo en lugar de confesión? ¿Es que se ha burlado de mí?

— No señor párroco... No lo hemos podido hacer de otro modo... Póngase en nuestro caso... Mire el pequeño... Ya es mayorcito...

Los tres individuos que habían traído al eclesiástico, tuvieron que sostenerle, pues, fue presa de un sopor. No era una criatura lo que le presentaron, yacente en gran fuente de plata, sino un ser rarísimo; su cuerpo roñoso tenía el grandor de un infante y estaba envuelto en finísimas holandas, su cabeza era descomunal con la faz barbuda, aguzados y desiguales los dientes, ojillos rojos de alcohólico, casi cubiertos por cejas cenicientas y enmarañadas. El fenómeno dijo al cura con voz acariciadora:

— Hijo mío, por lo que más quieras, bautísame todo lo que vez será tuyo y sabrá lo que la humanidad conoce y hasta lo que supieron los clanes remotos. Yo sé los secretos del Arte...

— ¡No! Demonio lo que seas... Mi religión me prohíbe hacer descender la gracia del sacramento sobre seres como tú...

— Si soy bautizado me iré de esta región. No agitaré las aguas tranquilas de la laguna de Chorechoré en los días de temporal. No habrán malas cosechas.   Todo lo que te he ofrecido será tuyo. Acepta ¿Qué te cuesta?

— ¡No! ¡Jamás!...

— Bien, testarudo. ¡Vete! Y ustedes -dijo volviendo la cabeza hacia los tres hombres- le recompensarán con un montón de mazorcas de maíz. Supongo que no se negará a tomar tal pequeñez como retribución a su viaje...

El párroco agradeció. Le vendaron como antes y lo llevaron por el mismo recorrido, sin embargo apenas traspusieron el lugar, los tres hombres desaparecieron súbitamente. A pesar de la oscuridad, el fraile tuvo modos de retornar a la casa parroquial en la que inmediatamente sin darse al sueño ni tomar algún alimento para reparar sus fuerzas menguadas por tanto trajín, se ocupó hasta el amanecer de redactar una relación de cuanto había visto, oído y sobrellevado en toda aquella memorable noche. Carta que fue dirigida al virtuoso obispo de Santa Cruz de la Sierra.

A tempranas horas de la mañana sorprendió el sacristán al sacerdote aún en su sillón frailero, al poco rato entró al cuarto una de las criadas y solicitó comedida, que le fueran dadas las escudillas y las mazorcas de maíz para las aves de corral.

El cura indicóle se proveyera de las mazorcas que presumiblemente hallaría en sus alforjas, aquellas, que obsequió el esotérico habitante del palacio visitado. Obedeció la mujer sacó algunas que brillaban doradas a la luz y al pulsearlas las sintió muy pesadas. El cura, el sacristán y la sirvienta, al verlas de oro macizo saltaron de júbilo tanto que todas las gentes que habitaban la casa y hasta las vecinas, acudieron a presenciar el extraordinario suceso.

Y de todo esto, años van y años vienen. Hoy ya no existe el casal del Chorechoré, es apenas un confuso recuerdo. Cuentan todavía los viejos, que hasta ahora, cuando se desatan hórridas tormentas, la laguna arroja a sus riberas objetos de oro y plata, se escucha rumor de voces y toque de campanas.

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