El farol de la otra vida

Germán Coimbra Sanz

Los carretones avanzaban lentamente por la banda oeste del río Jorge. Cada vez la vegetación era más escasa abriéndose hasta donde se perdía la vista un lomerío cubierto de pasto. Ya cerca de medio día llegaron al camino de los norteños y por el siguieron. El sol, brillante, obligaba al carretero a entrecerrar los ojos para mirar la lejanía. Ansiaba ver a la distancia los árboles que le indicarían que ya estaban llegando al río Cuchi, donde harían pascana. Si todo iba bien, a la una estarían en ese lugar donde los que se adelantaron los esperaban con un buen almuerzo.

La patrona y sus hijas viajaban en el carretón de adelante. Habían cubierto la parte trasera del toldo con una colcha para protegerse del sol y de la tierra que levantaban los bueyes en esos días secos y calurosos de agosto. La señora y sus tres hijas, que andaban por la adolescencia iban malhumoradas. No era para menos, el olor de los cueros del toldo, el calor sofocante, la incomodidad del carretón, las piernas entumecidas y, como si esto fuera poco, las niñas no dejaban de discutir entre ellas y enfadarse, lo que obligaba a la madre a amonestarlas permanentemente ante las protestas de las hijas que decían: ¡Ay, por Dios mamita, que usted no tiene paciencia!".

Callaban un momento y de nuevo comenzaban las protestas: "Te estás sentando en mi pierna. Tené cuidado. ¡No seas bruta! "La bruta serás vos". La madre ya no hallaba palabras para recriminarles su mal genio y tuvo que recurrir a todos los santos y a la corte celestial aconsejándolas que lo hagan por las benditas almas del Purgatorio, que ofrezcan el sacrificio de la paciencia al Justo Juez, pero, al ver que por las buenas no conseguía nada, comenzó a amenazar con las penas del infierno como castigo a la maldad de sus hijas. "Ya lo verán; Dios que todo lo ve, les mandará su merecido". Por fin llegaron a la pascana y este solo hecho les calmó los ánimos, pues una fue a ayudar a servir la comida, la otra metió los pies en las aguas cristalinas del río y la tercera tendió una hamaca para que se sentara su madre. Así, todos en paz y armonía, dejaron que pasaran las pesadas horas de la siesta. La patrona, las niñas, las criadas, los carreteros y los bueyes descabezaron un sueñito, y a eso de las cuatro de la tarde ataron bueyes y siguieron camino para ir a dormir a la banda del río Moreno.

Nuevamente las criadas se adelantaron para esperar los carretones con el campamento preparado. Llevaban sobre sus cabezas las ollas y los avíos necesarios. En esos tiempos había que prever todo, porque los caminos eran solitarios y eran muy raras las casas donde poder apegarse y obtener auxilio. El agua, la leña y los pastos los proporcionaba la naturaleza. Las criadas recomendaron a los carreteros que no se demoraran mucho porque si caía la noche ellas estarían solas, y a veces por la orilla del Moreno aparecía el tigre. Los carreteros les hicieron unas cuantas burlas y ellas, fingiendo enojo, pronto se perdieron en un recodo del camino.

El carretón en que iba la patrona y sus hijas guiado por un carretero cincuentón y experimentado tomó un camino abandonado, porque, según el conductor, era más corto y aunque estaba algo erosionado, todo el recorrido era por campos despejados y en su mayor parte era bajada hasta llegar al río. Los otros carreteros siguieron el nuevo, que pasaba por pequeñas mesetas boscosas. Según ellos, casi, casi, era una legua más largo pero sin arenales.

La señora Olinfa, que así se llamaba la patrona, invitó a sus hijas a rezar el rosario a fin de tenerlas distraídas para evitar que siguieran peleando entre ellas, pero más fueron las patadas y pellizcos que las avemarias que rezaron, y ya en la letanía tomó un cucharón y como si regara agua bendita les santiguó las cabezas y los hombros poniendo orden en la familia. Dijo los últimos Kiries y guardó su rosario. En seguida inició el sermón aconsejándolas que se comportaran como hermanas.

En eso, ¡carajo! ¡Se volcó el carretón!

Salieron como pudieron, primero las piernas y después el cuerpo. El carretero corrió a desatar el yugo del timón porque los bueyes estaban a punto de desnucarse, las pobres mujeres, muertas de susto, miraban el desastre. No sabían si reír o llorar, que las dos cosas deseaban. La patrona no optó por ninguno de los dos sentimientos y más bien se encaró con el carretero llenándolo de improperios: "Camba burro, ¿quién te mandó a venirte por este camino? ¡Mira lo que has hecho! Pero yo te voy a enseñar quien es Olinfa Parada". El carretero, con vergüenza y humildad, le respondió: "Tenemos que desvolcar el carretón". "Serás vos", le replicó. "Porque lo que es yo no muevo un dedo".

El hombre, sin decir nada, comenzó a descargarlo, sacando una por una las cosas que tenía: el colchón de dos arrobas de lana, las frazadas, ropa, atadijos, latas de manteca, charque, la bolsa de cebolla, un tiesto para tostar café, un devocionario y tanta menudencia que iba amontonando a un lado del camino. Cuando terminó hizo fuerza por desvolcar el carretón, sin conseguir moverlo: "No hay caso", dijo, Doña Olinfa se puso nerviosa. El sol, como una bola de sangre, se estaba ocultando tras la lejana serranía. Una brisa suave del norte movía las hojas de los totaíses, pero ella no estaba para observaciones poéticas y sólo escuchaba el canto de los grillos que anunciaban la noche.

El carretero hacía esfuerzo con una palanca para desvolcar el carretón. Conseguía levantarlo un poquito, pero en cuanto soltaba el palo volvía a caer. En ese trabajo inútil fue pasando el tiempo hasta que oscureció. Entonces la señora ordenó: Bueno, hijas, si no le ayudamos a este flojo no vamos a llegar nunca". Fue así que entre todos, poniendo el hombro a la palanca y cuñas al carretón, consiguieron desvolcarlo. Lo cargaron de nuevo, ataron los bueyes y siguieron su camino. Todos iban malhumorados y deseando llegar de una vez a la pascana, aunque sabían que faltaban dos horas al paso lento de los bueyes. Llegaron a la ladera que bordea el río y a la distancia divisaron una luz. "Puede ser que los otros estén viniendo a buscarnos", dijo la señora. Pero la luz avanzaba con celeridad hacia el naciente. Se detuvo unos instantes, luego siguió hacia ellos. Las cuatro mujeres, con las cabezas fuera del toldo, observaban la luz, que esta vez avanzaba rápidamente hacia el sur. Ahora quedaba detrás de ellos. El miedo se apoderó de todos y el carretero hizo caer su chicote sobre el lomo de los bueyes para animarlos.

La luz tomó el norte, en dirección del carretón. Doña Olinfa echó mano a su rosario y comenzó a rezar: "Dios te salve María... llena eres de gracia... Este es el castigo por sus maldades... ¡Apura el carretón, que se nos viene...!

La luz estaba más cerca, ¡Ji!, ¡usa! gritaba el carretero mientras azotaba la tierra con su chicote.

"Santa María, Madre de Dios..." repetían a coro las muchachas. Los bueyes comenzaron a correr en la bajada, mientras el carretón daba saltos y se tambaleaba en los baches. "¡Benditas almas del Purgatorio!... ¡Por culpa de ustedes se nos viene esa cosa...! vociferaba la señora, "¡Arrepiéntanse burras!".

Mientras más corría el carretón más cerca estaba esa luz verdosa que flotaba en el aire. De pronto lo alcanzó y se introdujo en él. Hubo gritos, desmayos, sacudidas, y luego... nada.

El carretón atravesaba un arenal y los bueyes marchaban a paso lento, el carretero estaba mudo y las mujeres oraban en silencio. Llegaron al río y lo cruzaron. Ya cerca de la otra orilla se oía las risas de las cocineras. Cuando llegaron a la pascana, una de ellas le preguntó a la patrona si les había pasado algo. Doña Olinfa le respondió: "Creo que se ha roto el tiesto de tostar café".

El carretero lentamente desunció los bueyes y se sentó pensativo mirando la otra orilla del río.

Relatos Mitológicos Tomo I

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