Nicanor Mallo
Lo que en seguida voy a contar, es un caso cierto y verídico, acaecido aquí, en esta legendaria, ilustre y heroica Charcas, ya van corridos luengos años y que se ha conservado tan solo mediante la tradición oral; que ha ido transmitiéndose de generación en generación, como se transmiten las corrientes líquidas de las venas terrestres.
¿Nombres de los actores? No me animo a estampar los verdaderos, por el muy fundado temor de que aún tengan descendencia y esta, sin más ni menos, se me afronte y me pida explicaciones y satisfacciones.
Por lo dicho, los llamaremos a los actores Don Pancho y Misia Petra, que aunque no son nombres muy armónicos ni poéticos, bastan y sobran para zafar del apuro.
Y vamos ya al caso, Pancho y Petra eran dos frescos pimpollos; que habían nacido el uno para el otro, en el jardín de la vida: dos corazones que latían unísonamente en los altares del amor, dos almas que se compenetraban, en las aras de la felicidad más completa.
Ambos amantes pertenecían a dos familias ricas y bien acomodadas, y como los padres de estos habían advertido, con esa penetración que sólo a los padres infunde la naturaleza, las inclinaciones que tenían aquellos y sus irreductibles simpatías, no hubo ni el menor inconveniente que los lazos de Himeneo se llegasen a anudar eternamente. Y el día del acuerdo fue un día de verdadera gloria para Pancho y Petra, si es que la gloria haber puede en uncirse al yugo del casorio.
Todo se hallaba arreglado y pronto los felices enamorados ingresarían al famoso redil del que unos quieren escapar a todo trance y al que otros quieren entrar, también a todo trance, como dijo el otro. El matrimonio debía realizarse dentro de breves días y los novios se hallaban que no se tenían en sí, tal era su contento y complacencia.
En esa época se presentó en la ciudad de los cuatro nombres y de las siete patas, una horrible epidemia de maligna variolosis que estaba dando cuenta de infinidad de existencias.
Petra, la bella, la pura, la hermosa, la sencilla, cayó enferma y en menos de ocho días la inmisericorde Parca cortó el hilo de tan preciosa existencia. Su fallecimiento fue enteramente sentido en la ciudad, por las prendas físicas y morales que adornaban a tan linda virgen. Las nupcias con Pancho se truncaron y Petra las celebró con la muerte.
En los suburbios de la ciudad de Sucre, detrás del Cementerio General, y a un lado del camino que conduce al fundo de Aranjuez, hay un paraje que se llama "Arco-puncu", nombre debido a un enorme arco formado por dos peñascos unidos y que le daban el aspecto de un puente. La acción del tiempo y de las aguas han destruido el arco y hoy apenas existen vestigios de él.
Como alma en pena, que purga sus delitos y sus faltas, arrebujado en gris hábito franciscano, con la capucha calada, linterna mortecina en una mano, que parece la amartelada mirada de un agónico, campanilla de confuso timbre en la otra mano, como la voz de infante que se ahoga, cantando en tonos melancólicos el triste miserere de los solos y desamparados, aparecía cada noche, saliendo del "Arco-puncu" un ser extraño y fantástico, que tenía perplejos y atemorizados a todos los habitantes de las cercanías, que no sabían cómo explicar tan rara aparición.
Con paso lento y mesurado el fantasma se dirigía al cementerio, cuyas puertas se abrían misteriosamente y daban entrada al aterrador personaje de ultratumba quien ya en el interior se dirigía cautelosamente a los bordes de una sepultura recientemente cerrada. Ahí se arrodillaba y en el majestuoso e imponente silencio de la noche, unas veces al claro de la luna y otras al de la agonizante linterna, se ponía a llorar y a lamentarse amargamente; gritaba y se desesperaba, como quien ha perdido lo más querido, lo más amado, lo más irremplazable en el mundo.
Cuentan las crónicas que escarbando el sepulcro, hasta dar con el ataúd, conseguía sacarlo y abrazándose de él, crecía aún más su desesperación. ¡Pobre fantasma!
Desahogados así sus más íntimos y dolorosos sentimientos, el misterioso personaje nocturno, volvía por el mismo camino y se perdía en las oscuras y sombrías grietas de "Arco-puncu", dejando asorados y confundidos a los curiosos que le observaban, quienes no se atrevían a afrontársele.
Alarmada ya la vecindad con semejante aparición y con semejante vecino, se resolvió dar parte a la autoridad para que, si no son exorcismos y agua bendita, a lo menos por cualquier otro medio eficaz, descubriese qué era aquello del fantasma de "Arco-puncu".
Así se hizo en efecto y una noche, dando las doce por filo salía el fantasma de su escondrijo, cuando se le presentaron cuatro hombres policiacos y le dieron el consabido ¡alto ahí! ¿quién vive?, tomándolo al mismo tiempo de los brazos, resultando de aquí el fantasma no era tal ni cosa parecida, sino un ser humano como cualquiera, que se había valido de todos los medios relatados, de acuerdo con el panteonero, para ir noche por noche, a llorar y lamentar su más grande, su más irremediable desventura...
Conducido hábitos y todo a la prevención, se descubrió que era el mismísimo Pancho, el desgraciado novio de la bella Petra, quién suplicó, instó y rogó para que no se descubra nada y que se guarde el más profundo secreto sobre todo lo acontecido, que sin embargo llegó a saberse y se sabe hasta nuestros días.
¡Cómo la pasión del amor condujo a nuestro héroe hasta esos excesos, cual siempre conduce a ellos toda pasión humana!