El fantasma del farol

Ricardo Mujía

Corría el año de gracia de 1652, y aunque la ilustre Metrópoli Platense tenía motivos de vivir tranquila, bajo el paternal reinado de la Poética y Católica Majestad de España Dn. Felipe IV, sin embargo era inquietante la situación en que los ánimos se encontraban. Los habitantes temblaban de pavura al que cada noche, cuando sonaban las doce campanadas, descendía de entre las faldas del Sicasica y Churuquella un gigantesco farol, que se balanceaba en el aire, irradiando luz mortesina que al colarse por balcones y ventanas hacia estremecer y poner de punta los cabellos.

Tal era el canguelo que infundía el lumínico fantasma, que las calles por donde ejecutaba su nocturna travesía, iban quedando desiertas.

Abortaban las señoras, chillaban los chiquillos, los curas rezaban" ~el miserere, las beatas la mafnificat y los más corajudos matones, que requerían la espada para cerrarle el paso, caían redondos, como pollos que reciben una pedrada en la nuca.

Y dice que el aterrador fantasma se acercaba a ellos, les dejaba los greguescos y entonando el Miserere mei Deus, llevaba el compás de su cántico dando con una vara de fresno en los hemisferios occidentales de aquellos exánimes cuerpos.

Deteníase el afarolado fantasma en los cementerios de los templos, que encontraba en su trayecto, y terminaba su gira, posándose en el nicho de una cruz que se encontraba en la plazuela Juandediana, y que hasta hace poco existía formando martillo entre la Iglesia del Hospital y el edificio del Manicomio.

Allá la visión se desvanecía, para mostrarse a la noche siguiente con su puntualidad acostumbrada.

El excelentísimo Señor Don García Sarmiento de Soto Mayor, Conde de Salvatierra, que gobernaba estos paisajes, recibió temblando como una hoja de papiro mecida por las auras del memorial del acongojado vecindario Platense, y ordenó en solemne decreto que el Ilustrísimo Arzobispo de Charcas Don Juan Alonso Ocón, saliese con capa de coro y cruz alta, acompañado del Cabildo y Clero, a exorcisar todos los lugares donde se detenía el terrorífico fantasma.

La orden fue ejecutada ad pedem literoe por el Ilustrísimo Ocón, y exorcismo más solemne no se vio por muchos años en esta católica población. Para hacer más eficaces sus exorcismos, dejó el Arzobispado un canónigo de media ración, vestido con senda cauda y armado de colosal hisopo, al pie de aquella cruz, donde terminaba su gira el fantasma. Lo acompañaba un sacristán y un miguelete; el primero armado de un profundo acetre lleno de agua bendita, y el segundo de colosal y luenguísima toledana.

Consta del expediente que cuando sonó la última campanada de las doce, el canónigo, el sacristán y el miguelete observaron la lumínica silueta, que se aproximaba con rapidez, sin detenerse en ningún atrio.

Cuando así lo notaron, aquellos tres individuos, pusiéronse en guardia. El canónigo levantó el hisopo y entonó con voz estentórea el "yo pecador" con tembloroso acento. El miguelete desenvainó la charrasca y enristró la lanza, acompañando los rezos de sus colegas con tremebundas interjecciones españolas.

Según el farol se aproximaba a ellos, iban debilitándose los rezos, las interjecciones disminuían en diapasón; el hisopo cayó de las manos del canónigo, el acetre de las del sacristán y la toledana y la lanza de las del miguelete. El sacristán corrió a guarecerse tras del canónigo, el miguelete tras del sacristán y a su vez el canónigo pretendió colocarse tras de ellos.

El fantasma presenciaba de cerca este movimiento gradual-concéntrico, y apoderándose de la punta de la undívaga cola de la cauda, envolvió con ella a los tres vigilantes, cogiendo enseguida la lanza midió con ella las costillas y los lomos de los tres exorcisantes, que quedaron desmayados de pavor.

Después de ejecutada esta hábil y rápida maniobra, el fantasma apagó su farol, se quitó las blancas ropas de que se hallaba cubierto, mostrándose gentil y gallardo mancebo, ostentando en su pecho la banda de capitán de los tercios españoles.

Luego de cerciorarse que no era observado, se aproximó cautelosamente a la morada del Alcalde de Casa y Corte, sita en una de las esquinas de la Plazuela y llamó a una reja con tres simbólicos golpecillos.

— ¿Eres tú, luz de mis ojos? dijo entreabriendo la ventana, la hija mayor del Alcalde, gentil morena de célica hermosura, destinada al claustro por el gris tirano de su padre.

— ¡Vida mía! suspiró el enamorado capitán, juntando sus labios a los coralinos de la doncella, operación difícil de llevarse a cabo a través de la espesa reja.

— Esto no puede durar más tiempo, prosiguió el fantasma.  Ya se acerca el momento fatal en que debes entrar a un convento, y mis ardides nocturnos están a pique de ser descubiertos. Y en el instante menos pensado, el Santo Oficio puede tostarme como a un camarón.

Tembló de pies a cabeza la enamorada doncella y le dijo:

— Soy tuya. Huyamos.

Cuenta la crónica que al siguiente día el vecindario sorprendido desenvolvió de entre los pliegues de una undívaga cauda los cuerpos magullados del canónigo, del sacristán y del miguelete, que volvieron en sí dando pro-fundos alaridos, al aspirar las puras brisas matinales.

Desde la noche del vapuleo no volvió a aparecer más el aterrador fantasma del farol, y el vecindario admiró la eficacia de los exorcismos del Santo Arzobispo Ocón.

Otra novedad que llenó de estupor a todo el mundo fue la desaparición de la bellísima hija del Sr. Alcalde.

Asimismo se cuenta que el conductor de valijas encontró cerca de Colcapujio, un fantástico viajero cubierto de largo capuchón blanco, que caminaba de noche, alumbrando el camino con un enorme farol, muy semejante al que alumbraba la cruz de San Juan de Dios.

Decía también que caminaba con él una encantadora muchacha, quien como un huevo a otro huevo, se asemejaba a la hija mayor del señor Alcalde.

Aten ustedes cabos.

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