Jorge Delgadillo
Chuquisaca, que debe considerarse como una de las ciudades más antiguas y de más recuerdos gloriosos en todo el Alto Perú, es el lugar en que se conserva el idioma de Castilla con la pureza del acento madrileño, y casi, podemos decir, con todo ese caudal de chistes, agudezas y refranes de las manólas y manólos del Avapies.
Sin embargo de esto, y de la inmensa riqueza del habla que se presta más que todos los conocidos a los caprichosos giros del ingenio, el pueblo ha adoptado la frase típica, irremplazable a mi juicio: ¡no sea Ud. fació!
¡No sea Ud. fació! dice tanto y mucho más que todo otro reunido y barajado: no sea Ud. tonto, necio, sandio, mentecato, etc.
Es una frase netamente chuquisaqueña que equivale al mejor libro.
Voy, pues, a apuntar el origen de ella:
Allí por los años 1820 a 1825, existía en la ciudad de La Plata un sujeto llamado don Bonifacio Díaz de Carbonel, que, tanto por su modo de presentarse en público, cuanto por lo extravagante de sus costumbres, llamaba la atención general. Vestía casaca bordada con inmensos botones de espejuelos, camisa con chorreras, calzón corto, medias de - pajarito y zapatos con hebillas guarnecidas de piedras de valor dudoso, completando el aliño de su persona, aparte de la peluca empolvada, un sombrero de tres picos a la manera de los que se usaban, allí en los tiempos de Maricastaña.
Rodeado de pocas pero imperiosas necesidades, había buscado en la honradez y el trabajo los medios de satisfacerlas; y una prueba de ello es que a pesar de sus preocupaciones, respecto a sus pergaminos y a la sangre azul que corría por sus venas, había adoptado el humilde oficio de soldador de pailas y peroles, sin inquietarse de que el coturno y aire de nobleza de su persona, mal podían avenirse con los utensilios de cocina que por necesidad tenía que pasear por las calles.
A más de este recurso tenía otro.
Se ausentaba de la ciudad periódicamente, y según unos, se iba al gran cerro Sicasica, y según otros a la cordillera de Quilaquila, y después de seis u ocho días regresaba con una buena provisión de minerales de plata, que inmediatamente fundía para proporcionarse lo que él llamaba los realitos de bolsillo.
Muchas investigaciones se han hecho posteriormente del lugar en que deben encontrarse las riquísimas vetas de rosicler de donde don Bonifacio se permitía, de vez en cuando, tomar una pequeñísima parte para las funciones que le encomendaban; pero todas ellas han sido infructuosas.
Lo que es evidente y queda comprobado es que el cerro donde tales vetas se encuentran, debe contener una riqueza fabulosa, a juzgar, no solo por el poco tiempo y poco trabajo que don Bonifacio empleaba en elaborar algunas planchas, sino por la ninguna retribución que exigía por sus obras.
Dos reales cobraba por soldar una paila y gastaba en la operación lo menos una onza de plata.
Esto solo basta para presentarle como un tipo de candidez que no ha tenido original, ni probablemente tendrá copia en la historia de nuestro país.
Don Bonifacio, por otra parte, no gustaba de hablar en prosa sino en verso, como él llamaba al chaparrón de consonantes, con que solía desternillar de risa a cuantos por divertirse con él le dirigían algunas interrogaciones.
Rodeado de muchachos y colegiales traviesos, hacía gala de no dejarse correr por ellos sosteniendo las más acaloradas disputas sobre cuestiones de géneros y pretéritos.
Objeto, pues, de compasión para unos, de desprecio para otros y de burla para todos, el doctor Fació había llegado a ser un ente ridículo en la extensión de la palabra; pues que el pueblo adulterando aún su propio nombre, le había dado el título de doctor, sin duda en consideración a sus vastos conocimientos en manejar el soplete y hacer ensayos, tanto por la vía seca, como por la húmeda.
El doctor Fació era el hombre más popular de entonces, y nada se hacía ni se decía que no se refiriese a su persona.
II
El día jueves 3 de noviembre de 1825, que será de eterna memoria y feliz recordación en la historia de Bolivia, arribó a esta ciudad de La Plata el padre y Libertador de la patria Simón Bolívar; y todos saben que, aunque ya en tiempos de república libre e independiente, fueron fiestas reales las que se dieron en su obsequio.
Hubo juegos, pantomimas, mojigangas y, amén de otras cosas, hubo templo de la inmortalidad con un coro de hermosas ninfas de donde el vencedor de Pichincha y Junín penetró con una llave de oro para escuchar las arengas y los himnos que se cantaron en su alabanza.
Pues, señor, en ese día en que la ciudad se arremangó como una media; en ese día en que no quedó cosa sobre cosa, ni bicho viviente en su casa, salió el doctor Fació hecho un sol, y muy suelto de cuerpo, se encaramó al padre y fundador de la patria, y sin más ni menos le endilgó el principio de un discurso de largo aliento que decía así: Excelentísimo señor, como primer ensayador de minas...
Bolívar, por de pronto, creyó firmemente que quien tenía tal aspecto y le hablaba con tanta llaneza, no podía ser sino un alto funcionario, y le habría escuchado todo el cestón de sandeces, si uno de sus edecanes no le hubiera dicho al oído: "Señor es un loco; no le haga caso".
Oír estas palabras don Simón y darse media vuelta, todo fue uno.
El pobre doctor Fació quedó pues, con un palmo de narices, y tuvo que confundirse en la multitud que rodeaba los balcones de la casa de gobierno.
Réstame únicamente decir cómo acabó su existencia este ingenioso caballero, digno por mil títulos de la pluma del manco de Lepante.
En uno de los últimos días del año de 1830, llevado siempre por sus extravagancias y caprichos, había subido a los tejados de su casa situada en el barrio de Munaypata, con objeto, según unos, de componer algunas goteras que le tenían mortificado, y según otros, con el de atrapar un rollizo gato que le había tentado el apetito porque, sea dicho, entre paréntesis, el doctor Fació se saboreaba con la carne de estos animales y los prefería a la de pavos y lechones.
Sea pues, que en esa altura hubiese sufrido algún vértigo, o bien que hubiese pisado mal con los zapatos de muy altos tacones que usaba, el caso es que el pobre hombre vino a tierra, y, sin rodar ni una buena ni mala pieza por el campo, quedó muerto en el acto de haber caído.
Su muerte fue llorada con lágrimas de verdadero sentimiento, y su memoria... ¡oh! ¡su memoria!, vivirá eternamente, porque jamás dejará de existir esa abundante raza de cándidos, necios, sandios, mentecatos, de facios en una palabra.
Revista Aurora Literaria