Rumihuacachi

Alberto Ostria Gutiérrez

Cuando nació, la llamaron Sumaj-tica (Flor hermosa) porque era bella como una florecilla mañanera.

Después en la ranchería, fue la envidia de las mujeres, y muchos hombres enloquecieron por ella. Pero Sumaj-tica no quería a ningún hombre. Para ella sólo existían su madre, sus perros, las cabritas del rebaño... Lo demás, nada le importaba.

Sin embargo de vivir así Sumaj-tica, —sin hacer nunca daño a nadie, con su madre, sus perros y sus cabritas—, el día en que el ejército de los godos pasó por la ranchería, se acabó todo para ella. Sin explicaciones, rudamente, brutalmente, unos cuantos soldados la arrancaron de los brazos de su madre. Entonces comenzó su martirio. Abusaron de ella los soldados. Quedó la piel de su cuerpo y de su cara manchada por los besos y los mordiscos. Fue de muchos, fue de todos los soldados.

Desde aquel día, Sumaj-tica tuvo que vivir con sus verdugos y, lo que era peor, seguir siendo de todos. Porque eso sí ella a nadie prefería ni nadie la prefería a ella. Besaba cuando así se lo ordenaban, cuando a los soldados les venía en gana. A ella le parecía que el cuerpo que entregaba no era su cuerpo, y dejaba a los soldados que hicieran con ella lo que quisieran. Mientras tanto, su pensamiento huía lejos, muy lejos, hacia el rancho donde quedaron su madre, sus perros, sus cabritas...

Había otra indiecita que, lo mismo que Sumaj-tica dormía con la tropa. Entre ellas no se hablaban nunca. No podían hablarse. De sólo, mirarse las sofocaba ya el llanto. Cerrada la noche, algunos soldados se arrastraban hasta el sitio en que dormían las dos.

Cierto día, la indiecita aquella amaneció muerta. Había tosido mucho durante la noche anterior, sin que a nadie inquietara su tos. Al mediodía, dos soldados, arrojaron el cadáver a un barranco. Viéndola desaparecer, Sumaj-tica no lloró siquiera, temerosa de que la vieran llorar.

Muchas veces sintió Sumaj-tica la tentación de huir. Pero era inútil pretenderlo. No podía. No tenía coraje. Se sentía sin voluntad, decaída, enferma. Ella misma se comparaba a esas florecillas de la pampa que, sin fuerza para cerrar sus corolas, dejan que el huracán les arranque sus pétalos uno a uno.

En tanto, los indios de la ranchería hablaban de ello con odio y con desprecio. La creían mala viciosa, traidora. ¿Cómo iban a saber los pobres indios lo que sufría Sumaj-tica?

Muy pronto el dolor comenzó a dejar sus huellas en el rostro de Sumaj-tica. Hundiéronsele los ojos. Una lividez cadavérica borró el carmín de sus mejillas. Manchósele la piel como la corteza de un árbol enfermo. Su cuerpo se deformó también, enflaquecido, semidoblado, reducido al esqueleto que se dibujaba atrevidamente, destacando las costillas y, sobre el pecho, el derrumbe de los senos arrugados como frutos secos. —Ya así destrozada, fea, repugnante—, no fue extraño que, fácilmente como se había mostrado antes al primer deseo, manoseada de todos, sumisa a cualquier orden, acabara hastiando a los soldados.

Y cuando posteriormente Sumaj-tica dejó de servir para lo que había servido, los godos la abandonaron al borde de un camino, en un paraje solitario, muy lejos del lugar en que se encontraba su ranchería.

Rudamente, sin compasión, le ordenaron que se quedara allí. Obedeció ella en silencio, con la humildad de siempre. Ni una queja subió hasta sus labios. Esperó que la tropa se perdiera en un recodo del camino. Y entonces pensó por un momento en su madre, en sus perros, en sus cabritas. Pero comprendió que no tendría el valor suficiente para llegar hasta su rancho. Además, ¿con qué objeto? Probablemente, no quedaban vivos ni su madre, ni sus perros, ni sus cabritas. Quizás ni su rancho existía ya. ¡Era tan fácil que en los años lluviosos se derrumbaran los ranchos cuando nadie los cuidaba!...

Para no morirse de hambre, Sumaj-tica se encaminó hacia una ranchería que se adivinaba a lo lejos, una ranchería cuyos habitantes ella no conocía. Allí pidió limosna tímidamente, hurañamente, como esos perros vagabundos que van de puerta en puerta recibiendo palos tras cada ladrido.

Llegada la noche, se sentó sobre una piedra, no muy lejos del poblado, junto a los maizales. Asomaba la luna en el horizonte, bañando de luz todo el valle. Proyectaban sus sombras los cerros, los árboles, los ranchos. En un pantano vecino comenzaron a croar las ranas. En la copa de un molle aleteó un pájaro, cual si fuera a caer en tierra Sumaj-tica miró entonces al cielo intensamente azul donde parpadeaban las estrellas, y se echó a llorar. Con ella lloraron también la luna, y los perros, y los árboles, y las piedras. ¡Hasta las piedras!

Los indios de la cercana ranchería, que nunca habían visto cosa tan extraña, desde aquella vez llamaron Rumihuachachi a Sumaj-tica para significar que hasta a las piedras había hecho llorar, ella, la triste indiecita que nunca había conseguido hacer llorar a los hombres...

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