Ricardo Mujía
No sé si corrían los tiempos de Mari-Castaña, o los del Rey que rabió. No sé tampoco si gobernaba la Santa Iglesia de Charcas don Zerván de Zerezuela o don Juan de Cucipo Llano y Valdez; pero lo cierto del caso es que in illo témpore y mucho después de la fundación del Convento de San Francisco de la Orden Tercera, ocurrieron los espeluznantes sucesos de que voy a ocuparme en este ensayo de arcaicas reminiscencias.
No vaya a figurarse el erudito lector que la plazuela en la que hoy día se ostenta mi absíntico y ediliano baño, con su cúpula mambrinesca y sus cuatro azofainas morunas, era como al presente. No, señor. Allí no existía la elegante pajarera (vulgo aduana), donde anida como tierno colibrí mi queridísimo Octavio. Tampoco se alzaba entonces en el centro de la supradicha plazuela, aquel obelisco churrigueresco, que tumbaron al suelo, no ha mucho, los ediles, y cuya ruina deploró en sentimental y elegiaca tradición, nuestro anticuario Subieta.
Cuentan las crónicas que en el lugar mismo de esa catástrofe, había plantado una descomunal horca Don Francisco de Carvajal, cuando por estos mundos vino persiguiendo a Don Diego Centeno, con aterrante patronímico de "el Demonio de los Andes".
Como entonces no estaban en boga las garantías individuales, ni habían congresos, ni interpelaciones, ni cohecho, ni coacción oficial, las cosas pasaban de otra manera y el Demonio de los Andes colgaba bonitamente de la horca a todo aquel que no era partidario del muy magnífico señor Don Gonzalo Pizarro, uno de los más célebres conquistadores del Perú y a quien Don Pancho Carvajal amaba más que a las niñas de sus ojos.
La Inquisición se prestaba a las mil maravillas para coadyuvar a los furores de Don Francisco quien cazaba herejes, como quien caza pulgas en noche de verano.
Lo cierto es que por aquella famosa plazuela y por la calle donde hoy se halla situado el cuartel de artillería, después del toque de queda, no pasaba títere con cabeza, aunque estuviera más cargado de reliquias que el asno de la fábula.
Aterraba a los pacíficos moradores de esta villa la horca de Don Pancho, que majestuosa y horripilante, se alzaba en forma de F, teniendo suspendido continuamente, en su punta más saliente, el cuerpo de algún gasquista, acusado de sortilegios y hechicerías.
Asimismo, donde está el cuartel, antes indicado, se elevó entonces un enorme montón de tierra y escombro, y era fama que en este promontorio y alrededor, habitaban trasgos, fantasmas, gnomos, duendes indómitos e inciviles, voladoras brujas, escuálidas harpías, feroces tarascas y horribles enanos, los que apacentaban numeroso rebaño de macho-cabríos de retorcidos cuernos que durante la noche, resonaban en aquel lúgubre sitio con aterradores gemidos, entrecortados sollozos, homéricas carcajadas, lánguidos suspiros, golpes de bombo, ruido de cadenas y muchas veces el tañido de alegre vihuela.
Los vecinos desesperados y la población aterrada; se reunieron en un domingo de Pentecostés y por inspiración del Espíritu Santo, acordaron elevar un memorial a S. E. el Gobernador, dando parte de los sobrenaturales y misteriosos sucesos y pidiendo ponga remedio a tamaños males.
Su Excelencia desdobló el memorial y arrugando el entrecejo deletreó el cartapacio, santiguándose en cada acápite y exclamó al fin:
— ¡Yo he de descubrir esta trapisonada pese a quien pese!
Inmediatamente consultó con el Oidor y de acuerdo con éste, se pasó el memorial al Obispo de Charcas. El Obispo de acuerdo con el Cabildo lo elevó al Santo Oficio. El Santo Oficio lo remitió a Madrid al Real Consejo de Indias. El Real Consejo de Indias lo mandó al Supremo Tribunal de la Inquisición, y éste a la Católica Majestad de España, y la Católica Majestad de España, lo envió al Papa.
Mientras tanto los duendes, fantasmas, tarascas y brujas, retozaban de lo lindo.
Al cabo de mucho tiempo el Papa publicó su bula de "trasgum incivile". Cuando el vecindario conoció la Bula, hubo repique general de campanas, embanderamiento de toda la población, se corrieron novillos, se elevaron globos, hubo rompecabezas, plato de miel y palo ensebado.
Después del Te Deum, un alcalde monterilla acompañado por todas las autoridades y vecinos notables, leyó en la punta del misterioso promontorio la Bula íntegra en la que el Papa dijo zamba canuta a los duendes salvajes y puso de oro y azul a las brujas, tarascas, enanos, machocabríos y demás noctámbulos.
Terminada la ceremonia los vecinos del barrio obsequia-ron a las autoridades con una opípara de once que se prolongó hasta muy pasada la hora de la queda. Como antaño no había luz eléctrica, el pueblo estaba sumido en profunda oscuridad. A eso de la medianoche, cuando salían las autoridades, apenas hicieron la señal de la cruz, sintieron en sus espaldas una lluvia de terrones de adobe, cascaras de tuna y cueros mojados, que los puso en completa y desordenada fuga.
Cuatro duendes encapuchados cogieron de la pera al enmonterillado Alcalde y lo colgaron de los faldones del frac en la horca de Don Francisco Carvajal, no sin haberle quitado antes la bula del papa y prendiéndosela con alfileres, sin ningún respeto, en aquella parte que la decencia no permite nombrar.
¡Toledana debió ser la noche que pasó el pobre Alcalde! Pues al día siguiente los aterrados vecinos lo descolgaron de la horca, desmayado y cubierto de sangre. Besaron respetuosamente la bula, antes de desprenderla, y trémulos y cabizbajos, llevaron al Alcalde a la casa del Fisco.
La consternación popular no tuvo límites.
El Obispo y el clero pusieron en entredicho la ciudad y el Gobernador la declaró en estado de sitio.
Don Francisco acompañado de Blasco de Soto, alférez de sus tercios, y llevando consigo media docena de mozos, se acurrucó entre los escombros y ruinas que allí existían y esperó tranquilo la hora de la queda.
Momentos después, vio salir algunos encapuchados que se dirigían a la plazuela, dando aterradores gemidos. Don Pancho y su escolta se lanzaron sobre ellos y después de suministrarles sendos cintazos con sus mandobles toledanos, les arrancaron las capuchas y a la luz de una linterna, reconocieron que eran frailes del convento vecino, al que pertenecían las misteriosas ruinas. Acogotando a los reverendos penetraron con ellos en el convento.
No dice la tradición qué brujas, ni qué tarascas encontró allí el intrépido Don Francisco; pero lo cierto del caso es que los religiosos, que dicho sea de paso no eran franciscanos, fueron herméticamente cerrados en otro convento.
El Obispo de acuerdo con el Cabildo remitió a los trasnochadores ante la Santa Inquisición, ésta las elevó a su Supremo Consejo de Madrid... y no se sabe la suerte que corrieron después los reverendos.
El vulgo ignoró la hazaña de Don Francisco, que permaneció reservada entre el Gobernador, los captores, el Oidor, el Obispo, el Cabildo y el Santo Oficio.
El resultado de todo fue que desde la célebre captura cesaron por completo las misteriosas apariciones y las lluvias de piedra y palo y los vecinos pudieron dormir bendiciendo y admirando la eficacia de la bula Papal de "trasgum incivile". Para conmemorar tan fausto acontecimiento el Obispo mandó que se colocaran las trece cruces que hasta hoy adornan la fachada del templo franciscano.
"El Duende" 1898