Nicanor Mallo
Dama de alto coturno y de cuarteleado abolengo, érase doña Juanita Tudó, de ojos rasgados y tentadores, habita-dora de casa de cerrojo y cadena, solícitamente servida por esclavos y esclavas cual se estilaba en esos tiempos del miriñaque y del bailecito agua de nieve.
Vivía la susodicha en la calle de Buenos Aires, actual calle de los Bancos, hoy España, y rondaban su casa apuestos galanes, codiciosos de su encantadora hermosura, contentándolos a todos con un guiño, un si es no es picaresco y tentador.
En la misma casa habitaba también don Casimiro Corro, antiguo y ejecutoriado bibliotecario, quien llevaba en las concavidades de su mollera, todos los versículos y notas de la Biblia políglota; por eso, precisamente, era bibliotecario. Pero este señor era, como reza un adagio vulgar, gato con guantes no caza ratón, reduciéndose su papel a ciertas observaciones de carácter pasivo, más muy reveladora de lo que el curioso lector sabrá enseguida.
Aberraciones nunca faltan en ese pícaro mundo, que mundo al fin es, y entre ellas debería colocarse la del negrito José Manuel, que por ser negro indudablemente tuvo la más negra y arrastrada suerte.
Es el caso que nuestro negrito tenía el privilegio de peinarla diariamente, en su tocador, a la damisela Juanita, y lo hacía con tanto mimo y halago, que el menos avisado habría podido advertir que el dios cieguecito se descolgaba por ahí...
Esto es lo que observaba, muy pacíficamente, don Casimiro Corro, diciendo para su coleto: "Siento humo, algo se quema".
En tanto que los mimos y halagos de José Manuel pasaban inadvertidos para Juanita, que tenía numerosos rondadores, el amor de aquél, que no otra cosa era, iba in crecendo, como las llamas de un incendio. Y la otra... ni por pienso.
En estas y las de más allá, arribó a la ciudad un señor Gras, de noble alcurnia y honorables antecedentes, natural de la Argentina, que venía con negocios particulares.
No tardó mucho en trabar relaciones estrechas con la familia Tudó, y, ¡es claro!, verla a Juanita y apasionarse locamente, perdidamente, fue obra de muy poquísimo tiempo, tanto que aún creemos emplear alguno más, simplemente en narrarlo.
Juanita, tan esquiva y desdeñosa para otros galanes, se ablandó muy suavemente y aguzó con toda solicitud sus oídos, ante las almibaradas palabras que le dirigía el doctor Grass, que doctor era, y de rechupete.
Aquí de los furibundos celos del negrito que veía en Grass un ente extraño, inconcebible, metiéndole en su duro caletre el sombrío espíritu de la venganza.
Amena tertulia y varias distracciones se improvisaban casi cada noche en la casa de la señora Rosa Lemoine, cita en la calle del Comercio, actual calle Calvo, concurrente asiduo a estas reuniones inocentes era el señor Grass, y después de apurar sendos vasos del rico sonosuco, se retiraba a lo de su adorada Juanita.
Muchas noches pasaba que a cierta hora, como alma en pena, cual otro Señor Pareja, un hombre, con poncho blanco, mojeño, bien calado y sombrero de anchas faldas, que le tapaba casi todo el rostro, cruzaba las calles Comercio y Buenos Aires gritando con voz cavernosa y fatídica: ¡Ay! Gras, te casarás, pero morirás".
Alarmada venía la vecindad con tan curioso modo de ser de este raro nocturno, hasta que en casa de la señora Lemoine previnieron al señor Gras de las amenazas de que era objeto. Pero a éste ni pizca que se le dio, porque era, como se dice, un hombrecito de pelo en pecho y de armas llevar. Y seguía la cantaleta: "¡Ay! Gras, te casarás pero morirás".
Arreglado el matrimonio, se realizaron, con gran fausto y pompa, las bodas de la simpática señorita Juanita Tudó, y hubo jolgorio y baile y jaleo y agua de nieve y lo demás.
La terrible pasión de los celos, hizo entonces su fenomenal crisis en el pecho del negrito José Manuel, quien se resolvió definitivamente de llevar a cabo sus depravados intentos: matar al Dr. Gras.
Tres días pasaron del dichoso himeneo y la feliz pareja iba rumbo al norte, con viento en popa y brújula segura.
La cuarta noche salía de su casa el doctor Gras, con objeto de ir a su consabida y honesta tertulia en casa de doña Rosa Lemoine, cuando al transponer los umbrales de la puerta de calle, recibió a quemarropa dos fusilazos que lo dejaron tendido, revolcándose en su propia sangre.
Alboroto, grito, alarma, en tanto que corría en dirección de Kcuripata, un hombre con poncho blanco, sombrero de grandes faldas; era, precisamente, el negrito José Manuel, quien, a poco, fue hecho preso, encerrado en la cárcel de Corte, juzgado sumariamente y sentenciado a la horca.
Dicen que en su encierro y aun al ser suspendido en la famosa N de palo, seguía imperturbable, repitiendo: "¡Ay! Gras, te casarás, pero morirás".
He ahí lo que expusieron unos ojos garzos y de provocativo mirar, una cabellera espesa, rubia y ensortijada y un andar simbreador y donairoso.
¡Cuidado con las tentaciones!
Tradiciones bolivianas 1918