Jesús Lara
En tiempos muy antiguos una pareja de jóvenes se desprendió de su ayllu por motivos que no se conocen y se fueron a vivir en la entraña de la selva. Allí construyeron su choza solitaria. El hombre proporcionaba al hogar caza y pesca, mientras la mujer recolectaba algunas frutas silvestres. Tuvieron dos hijos, hombre y mujer. Cuando ellos eran todavía muy pequeños, la madre murió víctima de una fiebre maligna. El hombre no pudo acompañar muchos años a los niños, pues murió a causa de una picadura de serpiente.
De modo que los hermanos quedaron muy jóvenes sin otra protección que su propio esfuerzo. El varón se hizo pronto al trabajo, aprendió a cazar y pescar como su padre y él mismo recolectaba la fruta silvestre necesaria. Era de carácter apacible, generoso y comprensivo, protegía la choza contra las incursiones de los animales feroces e iba a buscar alimento para los dos. No sabía labrar la tierra ni domesticar animales. En cambio era muy hábil en el manejo del liwi y rara era la ocasión en que, habiendo salido de caza, no regresase con una urina o con una iguana o por lo menos con unas perdices. Asimismo era diestro seguidor del vuelo de las abejas, lo cual le hacía fácil encontrar los panales colgantes de alguna rama o escondidos en el hueco de algún tronco o metódicamente fabricados bajo tierra.
Era muy diferente el carácter de la hermana. Voluntariosa, arisca, despótica, no demostraba por el hermano afecto ni apego alguno. Salía poco de la choza y le gustaba pasar las horas hilando copos vegetales preparados por él y tejiendo prendas de vestir para los dos. No le gustaba platicar con el hermano y la vez que le hablaba era para contradecirle y zaherirle con las expresiones más duras. Por esta manera de portarse, podíase comprender que ella odiaba o despreciaba profundamente a su hermano.
A pesar de todo, el hermano la quería y la rodeaba de los más tiernos cuidados. No le permitía hacer ningún trabajo fatigoso, dotaba a la choza de todas las comodidades exigibles en aquel tiempo y lugar a fin de que ella no sufriera privaciones ni molestias. Pero la muchacha no sólo no morigeraba sus maneras, sino que las hacía cada vez más hostiles y agresivas. En consecuencias, las preocupaciones y sufrimientos del hombre eran graves y lindaban con la desesperación.
Un día la fortuna le resultó adversa al cazador. Volvió tarde a la choza, con las manos vacías, los pies sangrantes, agobiado por el cansancio y el hambre. La hermana le recibió con palabras injuriosas, tachándole de inútil y vago. El hombre pidió un poco de miel aguada para aplacar la sed y algún yuyu para curarse las heridas de los pies. Ella los trajo; pero lejos de alcanzárcelos, echó al suelo el agua y tiró al fogón el yuyu. El hermano sufrió en silencio la torpe jugarreta y fue a acuclillarse en un rincón bajo el peso de su tremenda desventura, comprendiendo que no podía seguir soportando los desmanes de su hermana. Entonces maduró un plan sencillo y cómodamente realizable.
Fue a localizar en lo más intrincado de la selva una colmena de murumuru. La murumuru es una pequeña abeja que labra su panal en lo alto de los árboles y es tan temida por su agudo aguijón como buscada por su exquisita miel. La colmena se hallaba en lo más alto del árbol y se requería ayuda para alcanzarla. La hermana como era debido, las bondades de la miel de murumuru y, excitada por las ponderaciones del hermano, resolvió participar en el evento.
Tuvieron que alejarse bastante de la choza, hasta lo más espeso de la selva. Llegados al lugar, vieron que el árbol era demasiado corpulento y que la colmena se hallaba a una altura difícilmente alcanzable. El hombre se mostró desconcertado; a su entender, no sería posible trepar por un tronco tan grueso hasta una altura semejante; de suerte que no había otro remedio que renunciar a la adquisición del panal. Contradictoria y terca por naturaleza, la muchacha dijo que no podía alejarse del árbol sin la miel; que por último si a él le acobardaba la altura, ella estaba dispuesta a subir, por más que fuera sin ayuda inclusive hasta más allá de la colmena.
— No, hermana -dijo el hombre- No puedo permitir que subas sola. Subamos los dos y ayudémonos mutuamente.
La joven admitió la propuesta y se puso a trepar la primera. Era realmente difícil la empresa. Las ramas se hallaban muy distantes entre sí y sin ayuda era imposible ganar altura. Llegados muy cerca del panal, el hombre habló de la necesidad de cubrirse la cara a fin de evitar los fieros aguijones de la murumuru; estas menudas abejas vivían en familias muy numerosas y se ensañaban con la cara hasta deformarla del todo; pero la picadura misma era muy dolorosa y duraba por espacio de varios días. Y ni qué decir si los impactos eran muchos. La hermana se quitó el tupu con que tenía asegurada a los hombros la llijlla y con ella se envolvió toda la cabeza, hasta el cuello. Hecho lo cual como tenía los ojos cubiertos esperó a que el hermano le dijese lo que tenía que hacer para llegar hasta el panal y arrancarlo de la rama. Pero el hermano guardaba silencio, un extraño silencio.
— ¿Qué es lo que tengo que hacer, hermano? -preguntó después de un gran rato; pero no obtuvo respuesta.
— ¿Qué te pasa, hermano? -siguió dirigiéndosele con acento desesperado-, ¿por qué no me dices lo que debo hacer?
No había respuesta del hermano. Presa de repentino miedo se quitó la llijlla. El hermano ya no estaba en el árbol. Despavorida, creyó ver su silueta que, fugitiva, allá abajo, se perdía en lo espeso de la selva. En este instante comenzaron su incontenible ofensiva las murumuru. La infeliz trató de descolgarse por las ramas; pero no pudo; no había rama; el hermano, al descender habíalas cortado todas, dejando totalmente liso el tronco. Y había huido, perdiéndose en el misterio de la selva.
En su desesperación la mujer sollozó un ruego. Quiso decirle: "No huyas hermano. Permanece a mi lado. No me prives de tu protección"; pero su garganta sólo alcanzó a emitir dos palabras: — Kákuy, turay...
"Permanece, hermano mío". Pero el hermano quién sabe dónde ya estaba.
Sola en lo alto del árbol, sola en la inmensidad de la selva, sin cesar asaetada en la cara y en las manos y en los pies por miríadas de feroces abejas, su pensamiento se aferraba a la esperanza de hacer llegar su ruego a los oídos del hermano fugitivo:
— Kákuy, turay... Kákuy, turay... Kákuy, turay...
Abandonada en lo alto del árbol, con el rostro, las manos y los pies desfigurados por las picaduras, la infeliz no se resignaba a la idea de haber perdido para siempre al hermano. Su pensamiento se aferraba a la imagen de él como sus manos a la rama en que se sostenía, mientras su voz, desgarrada e implorante, decía a intervalos:
— Kákuy, turay... Kákuy, turay... Kákuy, turay...
En lo más profundo de las noches, sin que su pensamiento pudiera desasirse de la imagen del hermano la joven deseó convertirse en ave para ir en busca de él. Y así imploró a los dioses de la selva. Los dioses la escucharon. Sintió entonces que se le empequeñecía el cuerpo, que sus pies se convertían en garras, sus brazos en alas y en la cara le crecía un pico, mientras iba cubriéndose toda ella de denso plumaje. Y echó a volar. Pero su vuelo era muy corto y no pudo encontrar al hermano. Y todo lo que podía hacer era ir de árbol en árbol, de rama en rama llamando al hermano: -- Kákuy, turay... Kákuy, turay... Kákuy, turay...
Y así vive desde entonces hasta ahora, y así será para siempre.