El castigo por la maledicencia

Víctor Varas Reyes

Esta verdadera y moralizador a historia, pasó hace muchos, muchos años. La relataron los más viejos pobladores a los que les seguían en edad: Los ancianos a sus hijos, éstos a sus descendientes y duraron décadas que no se habló de otra cosa en el vecindario. El suceso me lo contaron en círculo femenino de ancianas y de señoras maduras que rodeaban a la bisabuela, quien, recostada en su lecho, ponía como testigo de la verdad a las esculturas ascéticas de santos que abundaban en sendos fanales, luciéndose también en los muros de la alcoba conmovedores óleos coloniales de ejemplarizadora hagiografía.

—La protagonista del caso se llamaba Encarnación —dijo la bisabuela comenzando el relato—. Y parece que cuando la bautizaron con este nombre sus padrinos adivinaron que iba a encarnar el mayor pecado femenino; la maledicencia. Por razones no conocidas, la pequeña pasó de niña a la adolescencia y de este período a la juventud y madurez mordiéndose del bien ajeno que imaginativamente se convertía en insoportable daño suyo...

—Sería por fea -—interrumpió tía Trinidad.

—No, no era fea de físico —aclaró la narradora y continuó: —Tenía algunas dotes, naturales que pudieran hacerla triunfar, pero que se tornaba intolerable porque todo lo que ocurría —y eso desde su niñez— se traducía en comentario desdoroso de la vida y hechos corrientes de sus relaciones sociales, a los que añadía de su cosecha propia fuertes dosis de malignidad. Lo peor era que casadas sus compañeras de generación, así como las anteriores a ella y las que inmediatamente sucedieron, como sus padres —siendo hija única— dejaron a Encarnación discreta herencia con la que podía vivir sin apremios económicos, tomó hábito el distribuir su tiempo entre su casa, el templo vecino y a la salida de sus devociones, visitar de paso a algunas personas, las que tenían que ser afectadas, a las que contaba algo malo de determinadas gentes conocidas. Así llegó a interrumpir bodas, destruir hogares, perjudicar negocios, cancelar viajes de estudios, provocar reyertas familiares, romper noviazgos, destruir progresos personales, esparciendo descrédito y atacando satánicamente la honra de los que caían bajo la embestida fatal de su lengua. Declaraba sus pecados a su confesor, cumplía las penitencias, contribuía con limosnas a las diversas congregaciones y de pronto, individuos que se tenían cordial aprecio desde niños llegaban a odiarse y a hacerse todo el mal posible. Era incansable...

— ¿Y por qué se la toleraba tanto? -.--preguntó   Consuelo   la   sobrina-nieta.

—Porque era muy hábil en lanzar la piedra y luego ocultar la mano.

—Que siga la Historia —pidió Teresa, la más joven, llena de curiosidad.

—Bueno. Pero no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Enfermó de un mal que los médicos no conocieron bien. Se dijo que necesitaba someterse a una operación que su pudor le impedía aceptar. Fue agotándose poco a poco, no obstante que tenía todos los recursos para tonificarse y recuperar perdidas energías. No asimilaba su organismo lo que ingería para nutrirse y parece que tampoco se servía las medicinas. Después de inútiles cuidados. Encarna falleció, llenándose el dormitorio  de una pestilente  fetidez...

— ¡Qué horror!... —comentó alguna.

—No me interrumpas, Justina, que no quiero perder el hilo. Inmediatamente de muerta, le parientes tomaron toda clase de precauciones cuidados. Hicieron bendecir la casa. Zahumaron con yerbas aromáticas. Y conforme a costumbre tratándose de persona principal del pueblo, se veló en el templo, rodeada de un hermoso catafalco en la nave central…

— ¿Así se la premió?—preguntó irónico mente la tía Tránsito.

—No, espera, que los juicios de Dios son invalorables para los humanos. Lo peor sucedió precisamente en la noche del velorio. Después que desfiló por el oratorio casi toda la población echando agua bendita con hojas de palma y rezando individualmente las consabidas oraciones, se aseguró las puertas. En la nave central y en todo el interior reinó profundo silencio, interrumpid sólo por el chisporroteo de los cirios encendido: De pronto, como con un solo soplido, todas las luces se apagaron. El aire cobró cierta pesadez. Una forma blanca surgió desde el fondo de la nave donde estaba arreglado el catafalco. La aparición asumió forma humana con alas resplandeciente que hacían destacar su larga y nívea vestidura. Su rostro era el del Ángel del Castigo. Así debió ser el del que arrojó a Adán y Eva del paraíso. Con gesto solemne, señalando con el índice de su diestra mano el ataúd, ordenó a la yacente:

— ¡Levántate!...

La finada, con fuerzas extrañas levantó la tapa del féretro, la puso a un lado y dirigiendo la vista al ángel, temerosa lo miró como interrogándole. El raro visitante mandó luego:

— ¡Toma las lámparas y extiende el aceite de ellas en el pavimento!

Obedeció lo impuesto con paso trémulo. Como eran muchas las destinadas para él velorio, fue arrojando a turno el contenido de cada una, que se diseminó por el santuario.

Cuando todo el piso estuvo regado y no quedaba el líquido elemento en ninguna lámpara, el ángel determinó:

— ¡Recoge con tus manos el óleo vertido y pon en las lámparas!

—No,-por Dios, perdón!...

— ¡Has levantado el nombre de Dios toda tu vida para los malos menesteres y ahora no te valdrá de nada! ¡Cumple con lo ordenado!

Comenzó Encarnación a raspar el piso con las manos, primero con una y luego, para hacerlo mejor, con ambas a la vez. ¡Nada! Rascaba con las, uñas ¡Tampoco! Formáronse grietas y heridas en las escasas carnes resecas. Ya nada quedaba de materia blanda. ¡Nada! No podía recoger ni una gota de aceite extendido. Suponía que con los huesos tendría mejor resultado. ¡Imposible! Después de cada empeño, dirigiendo su mirada al castigador, éste, inexorablemente imponía:

— ¡Sigue, desdichada!

Pero ya no quedaban los huesos de las manos. Con los antebrazos y a falta de éstos, con los brazos, la faena obtenía peores resultados. Ya no restaba nada de las extremidades superiores, cuyos residuos, así como la lujosa vestimenta hecha jirones, desparramaron en el suelo.

Con la conciencia de su perdición irremediable, la penitente imploró con gritos que no tenía nada de humano:

— ¡Piedad! ¡Por Dios!

El comisionado celestial para tan dantesco castigo, hizo volver a la cuitada a su caja y enseguida, con voz lenta y grave, díjole:

— ¿Has tenido, no digo respeto, que es lo corriente en personas normales, sino piedad, que es de nobles, por la honra ajena? ¿Acaso no has hecho de tu vida un culto para el desprestigio de los demás? ¿No has abusado del nombre de Dios y de los santos para envenenar el alma de gentes que merecían ser felices? ¿No has ido de casa en casa, de puerta en puerta, destruyendo honor y dignidad hasta de los de tu propia sangre? Pues, para lo que has sembrado durante tu existencia todavía es poco el castigo. Cuando se enloda el honor ajeno con la maledicencia, con > la intriga, con la calumnia, ello es tan irreparable como el aceite que has esparcido por el suelo: se extiende más y más y es imposible recogerlo. Dura es la lección, pero ojalá sirviera de provecho...

Como la anciana dio muestras, con la modulación de su voz, de haber terminado la relación, las oyentes quedaron calladas, mustias. Temerosas bajaron la vista, quizá prometiéndose íntimamente en lo sucesivo no correr el riesgo de recoger petróleo derramado en el pavimento por dar libre soltura a su lengua...

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