Rosa Koremango
Julio Lema
Por los años de 1860, el Convento de los franciscanos de esta ciudad, llegó al apogeo de la virtud, del prestigio y de la autoridad social, al extremo de que su intervención era decisiva en toda clase de asuntos.
La elevada moralidad de los santos padres, el celo en el cumplimiento de su sagrado ministerio y la austeridad de sus costumbres, hizo que los habitantes tanto de la ciudad, como de la campiña mirasen con veneración a todo el que vestía de jerga de franciscano.
En aquellos tiempos; no muy lejanos por cierto, el pueblo se encontraba poseído por un ardiente fanatismo místico que absorbía todas las ocupaciones de los habitantes de la Villa.
El Seráfico de Asís, era el santo de más renombre y valía entre todos los del Santoral y así cada uno de los franciscanos era tenido como un varón justo y santo. En verdad que el pueblo no se engañaba porque con legítimo honor se puede citar al Convento de Tarija como un modelo de virtud, moralidad y disciplina.
En aquel estado, los fieles católicos, apostólicos, tarijeños, tenían el convencimiento de que, los hábitos de jerga, que usaban los reverendos padres, contenían innumerables indulgencias plenarias, si los usaban como mortaja. De ahí que hubiese un fabuloso pedido de mortajas al Convento y cada una de ellas, o más bien, cada hábito, se vendía en 25 a 30 pesos, con la circunstancia de que, mientras más viejo y más raído, tenía más precio.
Tanto era el prestigio de las jergas franciscanas, especialmente entre la gente del campo, que ninguno tenía el derecho de morir, si previamente no se hubiese provisto de la popular mortaja.
Recordará el lector que por aquellos años, existía un féretro destinado a conducir los cadáveres de la casa mortuoria hasta la misericordia, donde se cantaba la consabida vigilia y que todos los cadáveres conducidos en el legendario féretro estaban precisamente amortajados con el hábito de San Francisco.
Hacia el año 1864, el señor Fernando Campero, Marqués de Tojo, Casavindo y Cochinoca, hombre de ilustre abolengo y de considerable fortuna, se propuso construir en esta ciudad un suntuoso palacio y para llevar a cabo esta obra, contrató arquitectos, albañiles, carpinteros, herreros y pintores extranjeros. Conservamos el recuerdo de Pedro Person, herrero, Juan Maddalleno, José Aimetti y Julio Bonetti arquitectos. A éste, se lo conocía por el mote de Tariqueño Vieco. Como pintor y decorador, vino un tal Luis Rossi. Vinieron otros cuyos nombres se escapan a nuestra memoria.
Hace el caso dar a conocer que éste Sr. Luis Rossi, francés, era un hombre muy jovial, comunicativo y alegre, que se había preocupado demasiado, de la manera como se hacía traslación de los restos humanos, hacia la patria de los muertos.
Rossi estaba a la expectativa del féretro, se había constituido inspector; tan pronto como tenía noticias de que se trasladaba algún cadáver a la misericordia, corría él a examinarlo y cada vez su sorpresa era mayor al considerar que todos los finados llevaban el hábito franciscano, pero no investigaba la causa, ni conocía la costumbre del país, ni el fanatismo de los habitantes, ni la veneración que se tenía al Convento, lo cierto era que todos los que morían se enterraban con hábito de fraile...
De aquí que el señor Luis Rossi hizo solemne declaración de no abandonar jamás Tarija, porque decía: "En este lindo país no muere la gente, sino los frailes", era así. Llevaban a enterrar alguno al Panteón, corría a ver, y era "fraile", más tarde llevaban a otro, corría y era "fraile". Y Rossi se quedó y murió al poco tiempo... y su amigo Bonetti exclamó: "Eh, macana, todos mueren de fraile, pero se mueren..."
Periódico "La Democracia". Año 1 No 63