Julio Lucas Jaimes
Del auge de las ricas minas de Potosí, había levantado a la imperial villa a la altura de su mayor apogeo en los primeros tiempos del próspero reinado de don Carlos III de España.
Por entonces, los ingenios cubrían, en la falda del cerro, los dos márgenes de la Ribera y elevaban por sobre las macizas murallas de granito, los torreones donde giraba la rueda maestra de los batanes que reducían a polvo el metal extraído de las minas.
Dueño de Thuru Cancha, uno de los mejores ingenios de la Ribera, era don Francisco Rocha y no era don porque ese don le fuese otorgado por la soberana voluntad del monarca, sino porque ya en esos tiempos el dinero comenzaba a reemplazar a los pergaminos, purificando la sangre más plebeya y el Don Francisco lo poseía en cantidad suficiente para comprar diez o doce abuelos de la más pura raza, para formar su abolengo y hacer harto frondoso el árbol genealógico de los Rocha.
Pero por modestia o filosofía, él se había contentado con su sangre, que, si no era la azul de la nobleza, era la roja de los descendientes de Tupac - Catari y era el don un don postizo, antepuesto a su nombre por todos los habitantes de la Villa que no se resolvían a llamar Francisco a secas, a quién podía cubrir de plata todas las calles y plazas de Potosí.
Más, así como era modesto en sus aspiraciones nobiliarias, era orgulloso hasta dejarlo de sobra con los otros dueños de dones, usías y demás títulos que constituían las casas solariegas y las noblezas de acuchillado cuartel y de cadena en poste, al mismo tiempo que generoso y humilde con los pobres y con los indios.
Con esto y con decir que oía misa en todas las iglesias, excepto en la Compañía de Jesús que frecuentaba poco el trato con los religiosos de las diversas órdenes, sin acercarse jamás a los jesuitas y con añadir que no daba pascuas, ni aguinaldo a los alcaldes ni al corregidor, ni mandaba novillos el sábado santo a los regidores y al vicario, basta para que se comprenda la ojeriza con que sería mirado don Francisco por la gente cogotuda y las bendiciones que recogería de la que por ser pobre y cuitada no llegaba a ser gente.
En ese entonces, no había clubes, ni casinos, ni sociedades filarmónicas donde pasar el tiempo y las casas cerraban las pesadas hojas de sus puertas con llave, cerrojo y zoquete al toque de queda, que sonaba en las iglesias a las ocho en punto de la noche.
Eso sí, después de la merienda, se reunían en ciertas casas, alrededor del brasero cargado de lumbre, todos los que conforme a su jerarquía formaban la clase influyente del vecindario y allí por amor al prójimo, se ocupaban de hacer picadillo de su honra, siempre que tenía la desgracia de no merecer sus simpatías.
Don Francisco era generalmente el asunto más socorrido para las tertulias cotidianas. Murmurábase de su excesiva prodigalidad para con sus protegidos; de lo inagotable de sus tesoros, cuyo origen no se hallaba en los productos de su ingenio, incapaz de cubrir la centésima parte de sus dispendios; de su vida misteriosa y poco comunicativa, de sus largas ausencias de la Villa sin saberse jamás el lugar a donde iba, ni el día en que volvía y de ciertas tenebrosas consejas que repetía el vulgo acerca de su vida íntima.
¿Dónde habían de parar tantas murmuraciones si no es a los oídos del señor corregidor? que encontrando la ocasión de dar salida a su mala voluntad, mandó a sus sabuesos observarle con el mayor sigilo, estableciendo para el efecto un espionaje muy parecido al que suele emplearse en estos civilizados tiempos a los más ligeros anuncios de tormenta revolucionaria.
Torpes debieron de ser los espiones del corregimiento, cuando después de mucho andar y pasar noches enteras encaramándose en el alar de las chimeneas, solo supieron que don Francisco vivía en una grande y lujosísima casa, en compañía de una hermosa india a quien parecía amar entrañablemente.
Habíase establecido hacía poco tiempo, en una suntuosa casa del barrio de los Juandedianos, una familia compuesta de una dama, un caballero, dos mayordomos y los correspondientes galopines y pinches de cocina.
Era la dama alta de cuerpo, rica de formas airosa en el andar y arrogante en el porte. Sobre la nieve de su rostro, enclavado en el marco de ébano de su profusa cabellera, brillaban dos hermosísimos luceros bajo el delicado arco de sus cejas, y resaltaba el vivo carmín de sus labios de grana, siempre entreabiertos para enseñar una doble fila de las más finas perlas.
Y era el caballero un hombre que frisaba en los cuarenta, de pálido y cejijunto rostro, nariz aguileña, mirar atravesado y actitud recelosa y desconfiada. Por lo cual, así inspiraba repulsión y antipatía, como era atractiva y hechicera doña Catalina.
Lo que eran el uno para el otro nadie lo supo a punto fijo, y las comadres del barrio daban en la flor de encontrar algo que no era muy honesto en la relación que unía a entre ambos.
No debió de ser ello sentencia de Salomón, Cuando don Francisco Rocha, con todo su orgullo, los visitaba a menudo, los agasajaba con largueza y había comenzado su decidida protección hacia ellos por darles el suntuoso alojamiento que habitaban.
Los sabuesos del señor Corregidor solo supieron descubrir que doña Catalina y don Alonso se decían hermanos; que eran naturales de Sevilla en España; que vivían de las larguezas de don Francisco que pagaba en gruesos salarios al administrador de su ingenio, don Alonso, la decidida y ya muy conocida de todos afición a la susodicha su hermana; que mientras Rocha pasaba los ratos perdidos, que eran todos los posteriores a la merienda hasta el toque de la queda, en compañía de la hermosa sevillana, don Alonso departía en la celda del superior de los jesuitas en el convento de la Compañía y que la joven india compañera de don Francisco, a quién por su belleza llamaban todos Ccoricusichi (que alegra el oro) estaba furiosamente celosa y desesperada, acechando la ocasión de descargar los rayos de su venganza.
Crecía en tanto la ola de las murmuraciones; los dispendios de Rocha daban mucho de qué ocuparse al señor alcalde, don Diego de Hinestrosa y a sus ministriles y el delegado del Santo Oficio de Lima miraba con ojos inquisitoriales las casas de Rocha y de la sevillana.
Por diferentes conductos había llegado a los estrados del corregimiento, la especie de que las largas y temporales desapariciones del riquísimo Rocha, tenía por objeto el llevar a efecto el adagio que dice: "el ojo del amo engorda el caballo", pues era general la creencia de que tuviera grandes socavones subterráneos donde con el auxilio de centenares de esclavos se ocupaba de pocos lícitos trabajos, llegando a asegurarse, en confianza que falsificaba el busto de S. M. don Carlos III, en monedas del valor de un peso fuerte.
Pero muy avisado debió ser don Francisco cuando no dejaba huella, pues sus émulos examinaban monedas tomadas en diferentes cajas particulares y en las reales y no había diferencia en ley ni peso entre monedas y servía más a confundirlos el aumento considerable de moneda en la Villa, siendo así que la casa Real de Moneda tenía cantidad fija de acuñación mensual.
Ni el alcalde ni el agente del Santo Oficio, ni el corregidor, querían mientras tanto echarse encima la responsabilidad de la prisión sin pruebas, temerosos de la grande influencia que tenía Rocha sobre el pueblo y principalmente entre los pobres (si es que hubo pobres entonces en aquella opulenta villa) para quienes era un delegado de la providencia.
Pasaron meses y pasaron años sin novedad alguna a no mediar faldas en el asunto.
La sevillana que, a lo que parece, tenía motivos muy especiales y muy poco poderosos para servir ciegamente a don Alonso, tenía con éste a la salida de Rocha, largas conferencias en que, según el dicho de la servidumbre que observaba por el ojo de la llave, no había mucho de altanero y de desabrido en el tono de don Alonso y mucho de sometimiento y de humildad de parte de doña Catalina, que acababa generalmente por soltar el llanto con que embellecía más aquel divino rostro.
A su turno el don Alonso no parecía ser carta principal de este tresillo, cuyas figuras parecían encontrarse en las celdas de la Compañía de Jesús.
Así las cosas y habiendo mordido Rocha el anzuelo de doña Catalina, a quien amaba con más fuerte empeño cada día, sucedió lo que no podía menos de suceder.
Así como dio don Francisco, una de tantas noches, sobre la blanca y despejada frente de tantas noches, sobre la blanca y despejada frente de su espléndida sevillana, una nube de pesar que pugnaba por descender hasta los párpados convertida en lluvia de líquidas perlas, así se sintió acongojado y transido de pena y no hubo punto de intermedio entre el sentirlo y arrojarse a sus plantas para enderezarle estas u otras parecidas razones:
— No con ocultos pesares, acibaréis, doña Catalina, mi tierno afecto y pues os tengo dadas de él pruebas sin cuento, haced que yo reciba una viendo os dichosa, maguer fuere preciso acabar para ello con todos mis tesoros, ¿Qué os falta? ¿Qué aspiración podría tener vuestra alma que yo no lograra, siendo imposible satisfacerla a costa de mi vida?
— No son don Francisco — repuso la sevillana— riquezas, ni tesoros los que el alma enamorada ambiciona, ni con suntuosos alojamientos y espléndido trato se satisfacen los afanes que el amor ocasiona. Un corazón apasionado rechaza la abundancia, si con ella no ha de ir entero el de quién la proporciona y así como el amor funde dos almas, así es condición precisa de la felicidad confundir en una todas las aspiraciones y secretos, siendo más confiados los enamora-dos cuanto más amantes.
— Mucho me temo y os pido perdón por ello, doña Catalina que lo que llamáis falta de confianza de parte mía no sea más que una curiosidad de mis secretos de la vuestra, pues no es fácil deslindar donde acaba la primera y donde principia la segunda, cuando a un hombre le rodean como a mí, tantos misterios, la asechan tantos émulos y le persiguen las murmuraciones de los grandes y de los chicos.
— No prosigáis, don Francisco y apartad de mi alcance el arca de vuestros misterios, que yo prometo encerrar en otra más segura mis penas, mis dudas y mis celos, que harto fui alucinada esperando de mi único amor, más que dádivas materiales confidencias del alma, más que ricos tesoros, el inapreciable de ser la depositaria de su confianza. Tenéis razón ni yo la merezco, ni os he probado que sabría guardarla y de hoy en más, guiaré por la vuestra mi conducta y no seré para vos sino lo que debía ser desde un principio; una mujer avara de su ternura y medida en las manifestaciones de su cariño.
Dijo, y en el sedoso y arqueado encaje de sus pestañas brillaron dos lágrimas y pasó por el hermoso cielo de su rostro una nube que venía a darle nuevo y más irresistible atractivo.
En todo tiempo existieron sirenas, lo mismo en el de Adán que escuchó el primero de sus arrullos; que en el de Sansón que escuchó a Dalila y en el de Rocha que se re-blandeció como la cera virgen al contemplar las lágrimas de la hermosa sevillana.
Amaba y quien ama no es cuerdo a medias, sino loco entero, ¡Desgraciado, más le valiera huir de la sirena! Amaneció Dios y era el 8 de diciembre día de la Purísima Concepción de la Virgen.
La sevillana vestida de saya y rebujada en una mantilla gaditana, adelantóse sola y recelosa, sin dueño ni paje por la calle del baratillo; pasó de largo por los agustinos, donde solía oír misa conventual y se fue, no sin mirar antes, para evitar el espionaje, en todas direcciones, en derechura hacia la casa de las cajas reales, en cuya puerta aguardaba con el embozo hasta las narices y el sombrero hasta las cejas, el buen don Alonso, hermano pegadizo de su hermana.
Franquearon ambos el largo y oscuro zaguán, subieron la escalinata que conducía a las habitaciones del señor corregidor y tirando del cordón que pendía a la puerta de la antecámara, aguardaron a que se presentase el ujier para decirle:
— Hacednos la merced de anunciar al señor corregidor de la Villa que un emisario del superior de los jesuitas le trae estas letras y espera órdenes.
Estaba el señor don José Miguel de Ibargüen disponiéndose para salir a cumplir con el santo precepto de la misa, cuando le entregó el ujier la carta y le repitió e1 mensaje de don Alonso.
¡Válgame Santiago Apóstol, si no son el mismísimo demonio los humildes siervos de San Ignacio de Loyola! — dijo— y leyó las siguientes líneas:
"J. M. y J."
"En servicio de S. M. de la moral y de la religión de que, aunque indigno soy sacerdote, proporciono a vuesamerced con don Alonso, conductor de estas letras, el testigo de vista y presencia que hacía falta para formar causa y apoderarse de la persona de don Francisco Rocha.
Si la tortura no arrancase la comprobación de las acusaciones, me ofrezco en descargo de mis muchas culpas, a servir al rey y a la justicia allanando el camino, siempre que vuesa-merced tenga a bien confiarme la dirección espiritual del reo.
Dios conserve los preciosos días del señor corregidor.
Humilde servidor y capellán de vuesamerced"
Dr. Ambrosio Senavilla
¡Hola! exclamó el de Ibargüen despojándose del sombrero y del bastón y al presentarse el ujier: Que entren a mi despacho --dijo-- las personas que esperan; que se llame inmediatamente y con sigilo al alcalde Hinestrosa y a su escribano y se avise a mi secretario que hay trabajo urgente.
Ello al cabo había de descubrirse —prosiguió a solas-- y el don Francisco tenía que pagarlas todas juntas. Más el pícaro de don Alonso su protegido y encubridor de sus enredos deshonestos ¿cómo habrá pegado migas con el padre Senavilla y cuál será el interés de este humilde superior de jesuitas que así anda enredado en el lío?
En la tarde del mismo día, iba como de costumbre, de su casa a la de la sevillana, el buen don Francisco, preocupado y meditabundo.
— Los hombres enamorados —decía para su embozo—, no somos más que unos pobres hombres sin energía ni prudencia. ¡Así no me cueste la falta de la mía el acabar en la horca llevado por la mano de aquella que más amo en el mundo!... ¡Vade retro! no vengáis pensamientos tétricos a echar una sombra negra sobre la más hechicera y noble de las mujeres: dejadme gozar de la inmensa dicha de ser amado por tanta y tan peregrina belleza. ¡Pobre Ccori Cusichi, tan hermosa, tan tierna y tan leal perdóname si te pospongo; misterios son que el hombre no puede explicar, impulsos que al corazón no le es dado resistir!
Así razonando llegó a la casa y dejó caer tres veces el enorme eslabón, pero no bien había sonado el tercer golpe cuando se abrió la puerta y dos alguaciles que le cubrían el rostro y entre otros dos dejándolo dentro del zaguán, donde le pusieron mordaza y le amarraron las manos a las espaldas.
Un momento después, con sombrero y capa de alguacil que le cubrían el rostro y entre otros dos de estos bichos, iba don Francisco, seguido del alcalde, camino de la cárcel, mientras por la puerta de escape de la misma casa, salía entre una fuerte escolta la hermosa sevillana, en dirección del beaterío de Copacabana a donde la destinaba el corregidor, más para garantía de su persona que por ser parte esencial en el juicio.
Consta pues el que doña Catalina interpelada por el corregidor y conminada bajo la religión del juramento a decir verdad en todo lo que supiera y fuera preguntada, comenzó su relación de esta manera:
"No podré decir, señor, en conciencia la hora en que don Francisco y yo cerrados en una rica litera atravesábamos las calles de la villa; ni me es dado indicar el rumbo que seguíamos, pues lo mismo fue entrar en la silla cuando faltó completamente la luz a mis ojos y eran tantas y tan abigarradas las vueltas, que se me figura, dábamos en diversas direcciones, que me sentía como acometida por el vértigo del mareo.
Después de un larguísimo espacio de algunas horas, descansó finalmente la silla, don Francisco tocó un silbato, encendió una pequeña bujía que llevaba consigo, abrió la portezuela y me invitó a seguirlo.
Hallábame en la entrada de un gran socavón oscuro y húmedo, no veía persona alguna ni la huella de nuestros conductores, que se evaporaron como el humo. Asida de la capa de don Francisco que tiró hacia adelante, recorrí una larga distancia, hasta que de repente se interceptó el camino de modo que parecía ser el término de la mina. Volvióse don Francisco hacia el lado derecho y aplicando el mango de su puñal en una grieta hizo girar una enorme piedra que ocultaba una nueva entrada; alzóme en sus brazos, pues solo para quien tuviera grande ejercicio, fuera fácil el descenso por las prominencias únicas que servían como de escaleras en el subterráneo.
En el fondo se detuvo, hizo rechinar las cerraduras de una puerta de hierro y la vivísima luz que nos iluminó al pronto acabó por desvanecerme completamente, de suerte que perdí por gran espacio el sentido.
Merced a los cuidados de don Francisco, pronto volvió la fuerza a mi ánimo y lo que vi no es para contarlo, según es de maravilloso y de increíble.
En una extensa bóveda alumbrada por enormes velones de plata, habían apilados hacia un lado y casi hasta tocar el cielo de la bóveda, grandes talegos de plata sellada, mientras en el otro relucían en montones los pesos fuertes arrojados a granel y los lingotes y tejos de oro macizo. En un sótano abierto en uno de los ángulos, se veía el depósito de las barras y de la plata pina en una profundidad de cuatro a cinco varas, lleno hasta más de los dos tercios.
Don Francisco abrió una segunda puerta y otra estancia mejor adornada se presentó a mi vista. Los escaparates estaban llenos de utensilios de oro y plata. Riquísimas vajillas que contenían manjares exquisitos, preparados en el día, cubrían la mesa del centro; pero sin que apareciera ánima viviente para servirlos.
Apenas pude yo tocarlos, pues que estaba deslumbrada y llena de un pavor misterioso. Bebí para fortalecerme de un licor extraño que me ofreció don Francisco y poco después sentí una completa languidez en el cuerpo y quedé sumida en el más profundo sueño.
Al despertar hálleme en mi propio lecho pensando si habría soñado; pero aún conservaba el gusto del licor que bebí en la bóveda y tenía en los dedos los anillos que don Francisco sacó allí de un cofre lleno de joyas para que yo los conservase en memoria de su complacencia y en prenda del mucho cariño que para mí abrigaba".
Así acabó su relación la sevillana mientras el corregidor y su secretario la escuchaban atónitos y maravillados.
En una lujosa habitación perteneciente a una de las más grandes casas del barrio de San Francisco, hallábase casi de rodillas sobre ricos cojines, una mujer cuyos sollozos se perdían sin eco entre la tupida tapicería que decoraba la estancia.
Sus redondos y torneados brazos adornados de brazaletes de oro, apoyábanse en el lecho sostenían la hermosa cabeza de su dueña, cuya profusa cabellera caía en abundantes guedejas, hasta el suelo.
Por ese rostro moreno, cuyas sonrosadas mejillas hacían resaltar más la intensa mirada de sus hermosos ojos negros, corrían dos hilos de lágrimas y los sollozos agitaban violentamente su redondo y elevado seno, velado apenas por una doble gargantilla de perlas.
De pronto alzóse erguida, enjugó su llanto que corría a raudales, pintóse en su rostro la señal de una resolución inquebrantable y vistiendo la saya y la mantilla echóse fuera de la casa tomando el camino del beaterío de Copacabana.
Media hora después se hallaban frente a frente la hermosa Ccori Cusichi y la bella sevillana.
— Dudáis aún de mis intenciones doña Catalina? Creéis por ventura que fuera llevadera en sigilosa clausura la vida de esta víctima inmolada a la gratitud de su padre?
Tal vez sufriera con paciencia mi destino si así no fuera para mí, punto menos que imposible la salvación de don Francisco.
Ayudadme señora a recobrar la libertad que anhelo; que la mitad de esas riquezas os pertenezca, mientras yo corro a poner la otra mitad a los pies del monarca soberano.
Dijo, y esperó ansiosa la respuesta, no sin hacer grandísimos esfuerzos para ocultar la impaciencia que parecía devorarla.
— Sólo una cosa --dijo por fin doña Catalina-- me detiene para aceptar vuestras seductoras ofertas; temo la soledad en esos sótanos y me falta el valor para recorrer tan peligroso descenso, si os fiareis también de mi hermano, yo os prometo que daríamos feliz cima al proyecto.
— A nadie, perdonad señora —repuso Ccori Cusichi— después de vos confiaré ese secreto, aunque para ello fuese preciso pasar bajo la rueda del tormento y nunca si no es ahora mismo que tengo por seguro el no caer en un lazo, volver a intentar un proyecto semejante. Aprovechad señora, antes de que el arrepentimiento me haga retroceder para siempre.
— Pero yo estoy vigilada y reclusa y no podré dejar este retiro sin una orden del señor corregidor.
— Yo me encargo de allanaros la salida siempre que me ofrezcáis ayudarme en lo que os diga...
No había pasado una hora desde que se verificó lo ya narrado; cuando la comunidad de Copacabana, reunida en la celda de la superiora, resolvía dirigirse al señor Vicario, pidiéndole su auxilio para salir de un difícil trance en que se hallaba comprometida y poco tiempo después el capellán redactaba el siguiente pliego:
"Jesús, María y José"
"Las asechanzas del enemigo malo ponen a prueba en todas ocasiones las virtudes de estas indignas hijas de Jesucristo y les preparan obstáculos para cuyo vencimiento han menester del apoyo de los escogidos del Señor.
Proteja la Virgen purísima a la infeliz doña Catalina de Meneses que ha abandonado este santo refugio, usando la violencia, amordazando a nuestra hermana portera y poniendo en clausura forzada a las hermanas tornera y sacristana.
Y aunque el pecado es de por sí suficiente para comprometer la eterna salvación de una alma cristiana, confiamos en la misericordia divina que sabrá perdonarlo; pero no así en la justicia humana que exigirá la devolución del depósito en que estos santos claustros hizo.
Las luces del dignísimo señor vicario nos iluminen en este laberinto preparado por el espíritu maligno.
Dios conserve los preciosos días de usar-ced.
Amen "Sor María del Corazón de Jesús"
Superiora del beaterío de Copacabana
De este modo y con gran sorpresa del de Hinestrosa que estaba satisfecho del sigilo y tino desplegados en la captura de don Francisco, no se hablaba desde el segundo día, de otra cosa, ni había en la villa lugar público ni privado, donde ello no fuese materia de conversación.
Referíanse muchos pormenores e incidentes y corría como válida la especie de que el buen Rocha había sido atormentado en dos ocasiones con el torno y con las cuñas, sin que la justicia obtuviese resultado alguno, pues se mantenía obstinado y renitente no contestaba a las preguntas con el silencio más profundo. Decíanse muy en secreto, muy en secreto que el físico de la villa había entrado varias veces en las prisiones del cabildo, llevando redomas y cordiales y que el padre Senavilla pasaba largas horas encerrado con el prisionero. Los que habitaban las cercanías de la cárcel creían oír, durante la noche tristísimos alaridos, por lo que cual pidieron exorcismos a la parroquia.
Revuelta hallábase la villa y los indios del cerro y de los ingenios que tenían grandísimo afecto por Rocha, comenzaban a mostrarse reacios al trabajo, formando grupos en que se tramaban bien poco tranquilizadores proyectos. La gente del pueblo, llena de favores de don Francisco, rezaba novenas y estipendiaba misas en sufragio de la salvación de este padre de los pobres.
En la noche de ese mismo día y antes de poner en ejecución el acuerdo del consejo, se resolvió que el padre Senavilla, hiciera una nueva tentativa con el preso, aunque no fuera más que para descubrir a los cómplices.
Serían las once poco más o menos y estaba la noche fría y lluviosa, cuando se abrió silenciosamente la pesada puerta de la cárcel del cabildo para dar paso a un sacerdote que salía guiado por un corchete con linterna en mano. Caminaron ambos a lo largo de la Moneda y al llegar a la puerta del convento de la Compañía de Jesús, dijo el guiado:
— Dios os lo pague hermano que ya no os he menester y podéis regresaros.
Pero apenas se había alejado el guía, salió del hueco de la puerta una sombra que al notar la sorpresa del sacerdote, se apresuró a decir:
— Nada temáis padre Ambrosio, pues soy yo el que hace dos horas os espera impaciente.
— Podíais esperar, ciento —respondió mal humorado el padre— y ya os dije que tal juego era peligroso y os podía costar la cabeza.
— Dejad eso a mí cuidado, padre Senavilla y decidme si estáis al fin dispuesto a revelarme las declaraciones que le habéis arrancado a don Francisco.
— Insistís inútilmente y yo os digo por última vez que nada tengo, ni nada se, ni en sabiéndolo os lo dijera y basta, que ya toda insistencia es inoportuna.
No había concluido su razonamiento el padre, cuando sintió el agudo filo de un puñal que le traspasó el pecho. Apenas pudo murmurar un ¡Dios me valga! y cayó para no levantarse más.
El asesino se apoderó de todos los papeles que llevaba el padre consigo y corrió hacia un farolillo que ardía al pie de la efigie colocada en el cementerio de la Compañía. Los recorrió y examinó rápidamente y arrojando juramentos y maldiciones de despecho se perdió en la oscuridad de las callejuelas del Baratillo.
Cualquiera que le hubiera visto a la débil luz del farol, hubiera conocido a pesar del embozo a don Alonso de Meneses, fingido hermano de la sevillana.
Las campanas de todas las iglesias tañían lúgubremente con acompañamiento del esquilón, lo que daba a conocer que el muerto era sacerdote.
Una multitud de gente invadía la capilla lateral de la Compañía donde en un suntuoso túmulo yacía entre blandones y cirios, el cadáver del doctor don Ambrosio Senavilla, superior de los jesuitas, muerto por la sacrílega mano de los parciales de don Francisco, según la versión generalmente aceptada.
Todas las comunidades religiosas y los párrocos y capellanes de la villa cantaban el oficio de difuntos, mientras en la puerta se escuchaban los lamentos y sollozos de las numerosas hijas de confesión del padre Ambrosio.
El vulgo repetía admirado y pasaba de boca en boca el milagro operado en el cadáver del santo jesuita, pues lejos de exhalar la hediondez de la putrefacción, parecía rodearle cierto perfume suave y desconocido que causaba en quienes lo sentían una impresión celestial.
A la misma hora en que esto sucedía una partida de arcabuceros al mando del secretario del corregimiento, ponía en fuga a los trabajadores del ingenio de Thuru Cancha, amotinados desde la noche anterior y que habían dejado maltrechos a los alguaciles enviados para reducirlos, no sin antes que la sangre de algunas víctimas hubiese corrido en esa desigual escaramuza.
Las noticias corrieron por toda la villa, las puertas comenzaron a cerrarse a toda prisa; quedóse casi desierta la capilla; y poco después no atravesaba por las calles alma viviente, a no ser las rondas organizadas por el cabildo, para defensa de los intereses generales.
Mientras tanto, Hinestrosa se volvía loco buscando a dos personas que parecían haber desaparecido sin dejar huella. Había entrado en la casa ocupada antes por don Francisco: todo estaba desierto y abandonado; los muebles, las tapicerías y los adornos no estaban ya en su sitio, las habitaciones tan lujosas de Ccori Cusichi estaban desmanteladas y vacías. Acudió al ingenio de Thuru Cancha, la misma soledad y el mismo abandono. Entró en Copacabana, amenazó, rogó a las recogidas y a la superiora; pero nada pudo obtener que le diera luz o le guiara en sus investigaciones.
Doña Catalina y Ccori Cusichi habíanse vuelto humo y don Alonso que ayudaba al alcalde en sus pesquisas, devanábase los sesos sin poder explicarse tan extraño fenómeno.
El Consejo, en tanto, había declarado "que la persona de don Francisco era peligrosa al orden y motivo de alzamientos rebeldes, aparte de que pesaban sobre él acusaciones por delitos de falsa amonedación e indiferencia religiosa"; pero dejaba al prudente juicio del corregidor el estimar si era conveniente en el estado de exaltación en que se hallaban los ánimos el hacer uso de un escarmiento riguroso.
Al día siguiente, balanceábase en una horca levantada en las puertas de Thuru Cancha y resguardado por doble escolta de arcabuceros, el cuerpo de un ajusticiado.
Los transeúntes reconocían estremecidos en este desgraciado, al opulento y generoso don Francisco Rocha.
EPÍLOGO
Había por los años de 1780, es decir, diez años después de los acontecimientos que van relatados, un indio llamado Guanea, mayordomo del ingenio de Occopampa y muy conocido en la Villa Imperial por sus rasgos generosos y por su carácter servicial y honrado.
El dueño del ingenio don Fernando Balcazar, tenía en él gran confianza y le dejaba enteramente la dirección de sus intereses, sin que jamás tuviese motivo de queja, sino antes bien frecuentes adelantos y beneficios que no solamente demostraban la acrisolada honradez de Guanea, más tam-bién un celo y asiduocidad muy poco comunes.
Pero Guanea era espléndido en su porte; su mujer vestía phanta de terciopelo y acsu de lama de oro y los tacones de sus ojotas, los topos de la liclla y los cascabeles de las mangas eran de plata. No había indio en los ingenios y rastras vecinas que no fuera su compadre, recibiendo por ello regalos de verdadero cacique; ni se pasaba fiesta en las parroquias sin que Guanea fuera por lo menos el vice-alferez; y por lo cual le llamaron unánimemente Ccolque Guanea, es decir, Guanea de Plata, llegando a constituir hoy ese mote un verdadero apellido.
Nadie sabía de dónde provenía la fortuna de este indio que así gastaba, teniendo apenas un miserable salario; pero entonces ya empezaba a popularizarse la costumbre de halagar al que tiene sin preguntar el cómo lo adquiere.
Por su parte, el don Fernando se hallaba muy contento con su mayordomo y tenía en él cada vez mayor confianza. Andando el tiempo cayó enferma y entregó el alma a Dios, la esposa de Guanea y éste, no pudo soportar el peso de tan dolorosa calamidad y se encontró en breve en camino a juntarse con su cara prenda…
Había rehusado todos los auxilios que se le ofrecían y encontrándose ya próximo a la tumba, llamó a su patrón y, después de muchos encarecimientos le hizo la relación siguiente:
"Al volver una mañana del pueblo de Cantumarca, me sorprendió una tormenta en la falda del cerro hacia el lado de la Eslabonería y me obligó a refugiarme en un hueco formado por las grietas. Entre los distintos colores que presentaban las vetas del cerro, me llamó la atención el de una piedra sobresaliente de forma extraña que no parecía naturalmente colocada en ese sitio. Llevaba conmigo un pico y comencé a escarbar alrededor de la piedra, redoblando mi empeño al ver la facilidad con que cedía la tierra medio húmeda que llenaba los huecos.
Finalmente, señor, para abreviar os diré que dejando por esa vez la obra y volviendo con mejores utensilios, logré sacar la piedra de quicio, descubrí un socavón, me aventuré por él, descendí al fondo de un sótano y con inauditos esfuerzos forcé una puerta de hierro y hallé una bóveda.
A la luz de la mecha de sebo que llevaba mi esposa, descubrimos con asombro las inmensas riquezas que allí había encerradas".
E hizo la misma relación que queda consignada en la declaración de doña Catalina.
En seguida continuó de esta manera:
"Pocos días después logramos forzar la segunda puerta y quedamos yertos al presenciar este horrible cuadro
Pendía del techo el esqueleto de una mujer, cuyos abundantes cabellos caían por delante hasta las rodillas. Conservaba aún los restos de una saya de raso y adheridos al cuello collares de diamantes y de perlas. Al frente y asentado sobre dos cojinetes se hallaba el esqueleto de otra mujer cuyos vestidos parecían de rica lama de oro".
La relación de Guanea quedó interrumpida; una fuerte tos que pareció desgarrarle el pecho, le hizo arrojar torrentes de sangre y expiró sin determinar el lugar ni dar señal ni derrotero alguno; pero la tradición señala el sitio de la Eslabonería, como aquel donde se encuentra la boca del socavón de Rocha, que aún se cree guarda los esqueletos de la Sevillana y Ccori Cusichi.
Desde principios del presente siglo se han organizado muchas sociedades con fuertes capitales para buscar los tesoros de Rocha; pero hasta ahora quedan sepultados en el misterio más profundo.
Dícese que los jesuitas lograron en 1770 acercarse al sitio, con la ayuda de algunas ligeras noticias transmitidas por Balcázar a sus hijos; podrá ser cierto, pero lo positivo es que Rocha sufrió horca y tormento, sin revelar su secreto perfectamente guardado hasta nuestros días.
Solo una india con una alma como la de la hermosa Ccori Cusichi, podía vengarse como se vengó ahorcando a la sevillana y dejándose morir de inanición por no abandonar a su rival aborrecida.
La Villa Imperial de Potosí