El santo Cristo de Bronce

José Manuel Aponte

Doña Magdalena Tellez, fue allá por los años de mil seiscientos sesenta y tres de la era cristiana, una real moza, criolla, viuda, rica, mujer limpia con ciertos aires de nobleza de abolengo; pues en la portada de su casa, había un escudo de la madre España, labrado en alto relieve sobre piedra de sillar.

Con tantas prendas personales como reales tenía Doña Magdalena más pretendientes por lo que todos pretendían conquistar el corazón de la viuda y no había mancebo que, desde muchas leguas a la redonda no viniese a rendir culto a tan sin par belleza, pero a la larga todos se retiraban, porque la dama no era de las que daba pronto a torcer el brazo.

No se sabe por qué motivos llegaron a ser enemigas mortales, Doña Magdalena y Doña Ana Róeles, legítima esposa de D. Juan Sanz de Barea, pero el caso es que se aborrecían cordialmente y no perdían ocasión de hacerse recíprocos agravios.

Cierto día, en que debía tener lugar una función religiosa en el Templo de la Compañía de Jesús, Dña. Magdalena ocupó maliciosamente el lugar destinado para Dña. Ana, con cuyo motivo se armó entre ambas rivales una escandalosa pendencia, a vista de cuantos allí estaban y sin respetar ni la santidad del lugar. En defensa de Dña. Ana, salió su esposo Dn. Juan, quien le sacudió a la viuda una furibunda bofetada, de cuyas resultas salió ésta echando pestes y maldiciones y jurando vengarse pronto.

Pasó algún tiempo y la rencorosa viuda no perdía la esperanza de tomar la revancha, como que lo había intentado varias veces, infructuosamente.

Persuadida de que por sí sola nada podría avanzar, se decidió a entregar por segunda vez la mano, ya que no el corazón, a quién quisiera tomar venganza por ello; pues que ésta fue la condición única del matrimonio.

Muchos de los antiguos pretendientes, algo timoratos, no sintiéndose con piernas para exponer sus costillas y aún la vida, se retiraron de la casa disimuladamente, bajo frívolos pretextos. No faltó un pelaire que sin más mira que la de amanecer rico, aceptó las proposiciones y casó con la noble viuda, quién vino a ser esposa del contador vascongado, Pedro Arrechua, hombre prudente y nada amigo de andar fresco ni con su misma suegra.

No dicen las crónicas quién fue el cura que les echó la bendición.

Pasaron y vinieron días y semanas y el S. D. Pedro ni resollaba quizás porque a esas horas prefería saborear la luna de miel.

Entre tanto, Doña Magdalena se volvía puro bilis y no pasaba día sin que le recordase a su esposo el solemne compromiso. Ni por esas el flamenco novio, no era de aquellos que meten la mano al fuego por otro, o quién sabe si había olvidado sus juramentos.

La de Arrechúa que por todo habría pasado, menos por verse cruel y ridículamente burlada, exigió, impuso, refunfuñó, pero en vano hasta que al fin se decidió a tomar venganza por sus propias manos, pero no contra Doña Ana sino contra... su marido D. Pedro, a quién quiso darle una lección dolorosa como para que no olvidase él ni los demás maridos habidos y por haber y sirviese de ejemplo sangriento a las generaciones venideras.

No hacía mucho que los nuevos esposos se había retirado a la poética hacienda de Mondragón, propiedad de Doña Magdalena y situada a una legua río abajo de la aldea de Tarapaya como quién dice a seis leguas de la Imperial Villa; cuando una tarde, insistió por última vez Doña Magdalena, para que sin más demora se llevase a cabo la proyectada venganza.

El resultado fue que en un abrir y cerrar de ojos, la señora mandó amarrar con sus criados y colonos al contador, y sin oír súplicas ni gimoteos, hizo crucificar en la gran cruz que tenía preparada y lo llevó a un pequeño cuartito de la casa, donde permaneció el infeliz.

Todas las mañanas, tenía cuidado la viuda de hacerle comer lo necesario, como para que no se muera de hambre, y después le pinchaba el cuerpo con un alfiler amarillo que lo dejaba como si fuese en una masa inerte. Al día siguiente se repetía la operación y el pobre Arrechúa soportaba otro alfiler. Ella se retiraba sin proferir una palabra, pero sedienta de venganza haciendo de cuenta que su marido era su enemiga Doña Ana.

Al fin, espiró la víctima después de muchas semanas de martirio, pero Doña Magdalena siguió clavándole un alfiler diariamente, hasta que el cuerpo quedó paulatinamente, pero totalmente cubierto de alfileres y no hubo campo para otros, de tal suerte que más que un hombre, parecía aquel un Santo Cristo de Bronce.

La justicia, que a veces husmea con tino, olvidando su tradicional pereza, tomó cartas en el asunto; y no contentos los jueces con saberlo de lejos se trasladaron a Mondragón donde la viuda les hizo una espléndida recepción digna de mejor causa y sin darse por entendida.

Mientras recibían y despachaban testigos y hacían la inspección de la casa, el alguacil andaba en requiebros y zalamerías con la cocinera, muchacha alegre y rolliza. Como buena amiga, confió a su prometido el terrible secreto de que la comida de esa tarde estaba envenenada; e hizo un plato aparte para ella y su Adonis. La viuda y su cocinera abrigaban la confianza de que los Jueces no saldrían vivos de su casa.

Pero el alguacil, que sin duda, no tenía pelos en la lengua, corrió a denunciar el hecho; de cuyas resultas los Jueces y los Alguaciles se pusieron en movimiento y sin pérdida de tiempo apresaron a Doña Magdalena y los criados sin exceptuar ni a la cocinera y junto con las ollas y potajes dieron vuelta a Potosí el mismo día, temerosos de que por la noche les jugase la viuda alguna partida serrana.

La trasladaron a Chuquisaca, de donde la trajeron para ahorcarla públicamente en esta Villa, a pesar de que los vecinos se suscribieron con 200 mil pesos para rescatarla de las manos del verdugo y aún el Arzobispo se arrodilló en mano a los pies del Presidente de la Audiencia, solicitando la conmutación de la pena. No hubo remedio y fue ejecutada. Mondragón goza desde entonces de triste celebridad. Sobre todo existe allí un cuartito, el mismo donde murió Arrechua y en el que no hay sujeto que pueda dormir.

Tradiciones Bolivianas

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