Una vida prestada

Elsa Dorado De Revilla

Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.

Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.

El viento danza en el dombo del cerro y baja, juguetón, por las sinuosas callejuelas, mientras la noche avanza y entran las sombras, contenidas apenas por ligeros indicios de luz en las esquinas. Desafiando al frío y urgidos por el relevo en la faena, los mineros de la tercera punta se dirigen a la mina, silenciosos, como pretendiendo no desvelar el sueño de sus seres queridos.

Cuando la última pisada se pierde en la noche, una sombra se desliza, furtivamente, por entre las desiertas callejuelas. Es Ascencio Yucra, que amparado por la oscuridad se dirige a su hogar ya que su situación le obliga a salir sólo de noche, temeroso de que alguien lo reconozca por cuanto hace un mes que en el campamento todos lo consideran muerto. Recuerda con amargura cómo una especial circunstancia lo llevó a la angustia que hoy vive; analiza su vida mientras se va deslizando con el cuerpo pegado a las descaradas paredes. Su existencia siempre estuvo marcada por la tragedia: huérfano de madre desde los seis años, abandonado por su padre a muy tierna edad, entró a trabajar en la mina como "chivato"; mientras sus amigos se entretenían en los juegos infantiles, él ya conocía la dureza de ganar el pan de cada día haciendo de la mina su segundo hogar, donde el “boyar” de la veta o el preparar un “pique de reconocimiento2 dirigido por los técnicos, constituían los acontecimientos más gratos de su infancia y de su juventud.

Si su madre era para él algo indefinido, una dulce sonrisa en un rostro prematuramente envejecido, o una tumba en un lugar desolado, su padre era sólo un nombre junto al insulto soez proferido a media noche; en cambio, la mina era lo único real, tangible, en su vida. Cuántas veces había apoyado la afiebrada cabeza junto a las duras roquedades, como buscando el regazo materno... Cuántas veces, al recibir el bautizo de la copagira, en los oscuros parajes le parecía escuchar, entrelazadas, las voces de su madre y de la mina.

Ya adulto, conoció los sentimientos de amistad y de amor. Un amigo, Esteban Huayta, que junto al “acullico” en los momentos del “pijchu”, fue su maestro, el único que puso en su alma juvenil el conocimiento de la vida, el sentimiento que mueve a los hombres, la ciencia del bien y del mal, un amigo que reemplazaba a los padres que la vida le había negado. Después, llegó el amor... Rosalía se convirtió en el bálsamo que colmó su inmensa sed de ternura; posteriormente, cuatro hijos completaron su felicidad duramente lograda.

Cuando su existencia transcurría plácidamente en el aspecto emocional, pese a las limitaciones económicas a que le obligaba su bajo salario, llegó al campamento su amigo de la juventud, Esteban Huayta, que tras largos años de ausencia retornaba envejecido prematuramente, castigado por la vida llena de privaciones y de esfuerzo; el robusto mocetón que tanto guiara a Ascencio, se había transformado en un hombre enjunto, enfermo y amargado por la falta de trabajo.

En su pequeña vivienda acogieron al amigo y noche tras noche, se angustiaban al escuchar su tos con ahogos que estremecía su débil cuerpo, mientras escupitajos de sangre flemosa manchaban el modesto lecho.

Condolido por la situación de su amigo, con propósito de aliviar en algo el mal que le aquejaba, Ascencio urdió una estratagema: solicitó del servicio médico de la empresa una papeleta de atención médica a su nombre e hizo que Esteban fuera al hospital para ser atendido en su lugar. Era tan grande la cantidad de mineros que mantenía la empresa, que juzgó difícil cualquier duda ante la presentación de dicha papeleta, más aún si no existía un control mediante carnet sanitario con una fotografía que identificara al enfermo. Aliviado por haber podido colaborar al amigo de su vida, lo inquietó un tanto el saber que Esteban no había retornado al hogar después de la revisión médica, donde, normalmente, les dan algunas drogas para medicinarse en domicilio; ya en la noche, Rosalía se enteró que habían hospitalizado al enfermo dada la gravedad de su caso, lo que obligó a Ascencio a quedarse en su casa, ya que su tarjeta de trabajo estaría con el registro de “baja médica”. En la noche toda vez que podía hacerlo, Ascencio salía con el rostro cubierto por un grueso chal con el propósito de saber algo de Esteban; de pronto vino la tragedia: se aproximó al pizarrón que habitualmente colgaban en la puerta del nosocomio para información de los familiares y posterior aviso a la gerencia y leyó su nombre: ASCENCIO YUCRA, FALLECIDO. Quiso gritar, decir que no era él, que el hombre fallecido era otro, más el grito murió en sus labios al comprender que no podría aclarar su situación sin comprometer su labor de tantos años en la empresa.

Luego vino la angustia, la notificación del hospital a la presunta viuda, el velorio, el sepelio... la sorpresa de los compañeros de trabajo al enterarse del fallecimiento y, después, su viuda en la clandestinidad para no revelar la verdad de lo ocurrido, ya que comprendía que, dadas las circunstancias, sólo dañaría a su esposa e hijos al dejarlos sin sustento. Cuántas veces Ascencio estuvo tentado de presentarse a la Gerencia y, humildemente, confesar su falta, pero conocía el carácter del Gerente, su rigidez inflexible ante las situaciones humanas y creía sentir la reacción que éste tendría ante tan grave falta, la ignominiosa boleta de retiro por infracción a la Ley y, luego, la imposibilidad de conseguir trabajo en otro distrito.

Cada día que pasaba, la situación se tornaba de más difícil, solución; Rosalía había sido citada a la Gerencia, donde le informaron que se había dado orden para el pago de indemnización por tiempo de servicios y del subsidio de defunción que correspondía a tres mensualidades del total ganado en jornales por el difunto, recomendándole, a su vez que inicie de inmediato el trámite de renta ante la Caja de Seguridad Social, con la ayuda del Abogado de la empresa quien, como “buena nueva”, le hizo entrega del memorándum de contratación de su hijo Antonio, un muchacho físicamente hábil que lucía una juventud orgullosa de haber servido a su patria en él ejército hasta hacía pocos días. Rosalía sentía en el pecho la vergüenza de faltar a su conducta siempre honesta, pero temía por el futuro de sus hijos, por la seguridad de Antonio que ingresaba al trabajo en reemplazo de su padre, de acuerdo a una costumbre de la Empresa. Se sentía impotente ante una realidad dolorosa y calló... calló humildemente, calló porque la bondad de su esposo lo arrastró al doloroso encuentro con algo que jamás había pre-sentido, calló ante el miedo de todo y por todos y asintió con su silencio la “muerte” de su esposo.  En las noches, cuando amparado por las sombras Ascencio llegaba a su hogar, escapando por una horas de su escondite ubicado en el interior de una mina abandonada, analizaba con su esposa su situación; si confesaba la verdad a sus superiores, corría el riesgo de hacer despedir a su hijo y su familia perdería los beneficios que ya recibía por su “muerte”, callarse, suponía dejar el campamento ya que no podría vivir mucho tiempo oculto sin que dejaran de percatarse de su presencia; tendría que partir solo, en busca de trabajo, antes de llevar con él a su familia.

Esta verdad lo hería y aún antes de marchar experimentaba la dolorosa sensación de ausencia. ¡Cuánto había cambiado su situación!; sus hijos menores lo creían muerto, no podía acariciarlos y los veía sólo cuando estaban dormidos y, con su esposa, un ligero y nervioso beso en sus breves visitas nocturnas, constituía toda su relación. La vida estaba allí, en su hogar, a su alcance, llena de promesas palpitantes... y no podía tomarla encontrándose extrañamente condenado a su propio exilio.

Nunca había dado importancia a su nombre ya que se consideraba “uno más” en la apretada fila de estoicos mineros que, día tras día, se perdían entre las fauces del estaño. Jamás se imaginó que la suplantación de personalidad para favorecer al amigo, constituía un delito penado con tan drástica sanción. Aprendía una dura lección al saber que la identificación era intransferible, aún en trance de ver que peligra la vida del prójimo, tan pobre como él mismo o aún más. El hombre —decía para sí, amargado— debe luchar tan sólo por lo suyo.

Noche antes había hablado con Rosalía sobre la necesidad de dejar el campamento e ir a otras minas en busca de trabajo. Sabía que era muy difícil comenzar de nuevo, siendo un hombre ya maduro cuya edad se vislumbraba en las canas que pintaban sus sienes; no podría presentar certificado de trabajo sin despertar curiosidad sobre los motivos por los que abandonó su anterior cargo; 35 años de trabajo en “La Salvadora”, era mucho tiempo para olvidar todas las costumbres fuertemente arraigadas en su vida; consideraba la mina más que una fuente de trabajo, su hogar, su mundo, en plena conciencia de propiedad que da el derecho de haber compartido largos años en el sortilegio de sus socavones, palpando diariamente sus ásperas roquedades, recorriendo el laberinto de sus galerías subterráneas que para él no tenía secretos, doliéndose por el cansancio de la mina al ver su cuerpo perforado por los taladros para preparar los “tiros”.

Ascencio, andaba desalentado y no atinaba a encontrarse a sí mismo en la búsqueda de esa fuerza que siempre tuvo para enfrentarse a la vida; un sollozo estalló en su garganta ante la evidencia ineludible de la felicidad que había perdido. Llegó a su hogar cuando apenas nacía el día y las estrellas desdibujaban sus formas como testigos luminosos del parto de la noche que engendra claridades.

Ni un alma asoma por las calles estrechas y bajas del campamento; parece ser que los únicos habitantes son los perros escuálidos que olisquean, pacientemente, entre los montones de basura. Apenas un murmullo junto a la puerta de la pequeña vivienda y una silueta se perfila entre las sombras aun levemente heridas por la luz tenue del nuevo día; es Ascencio Yucra que, con paso vacilante, doblado por el dolor de la partida más que por el frío atenazante del amanecer, desanda el camino que sus pasos de niño recorrieron hace 43 años atrás; lo acompaña el recuerdo del llanto de su esposa angustiada por su alejamiento y la imagen querida de sus hijos que, dormidos, sonríen con la inocencia de sus cortos años. Mira con devoción el cerro “La Esperanza”, grabando en la memoria la silueta del coloso, brutalmente petrificado en la mañana que comienza a despuntar.

Se va, dejando su hogar, su alma... y el llanto cae como señal de adiós sobre las piedras, mientras los baldes del andarivel —pulso del campamento— que incansables transportaban el alimento mineral a la voraz boca del ingenio, parecen entonar un réquiem para el hombre que en bondadoso gesto de amistad prestó su vida.

Fin

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