Gilfredo Cortés Candía
Allí estaba la imagen en su santuario blanco, lleno siempre de flores nuevas y cogollos tiernos, perdida entre los pliegues de encajes vaporosos como jirones de niebla.
La llamaban la Virgen de los Milagros, porque todos sabían que no faltó nunca para el sufrido un poquito de consuelo y para el atribulado una esperanza, y porque muchas veces, devolvió la vista a esas criaturas que hacen con los ojos helados y arrastran su humildad de mártires con la resignación de creerse escogidas por el dolor. El pueblo que confiaba en ella, más que en el mismo Dios, a cada merced que hacía, la llenaba de joyas y regalos y le llevaba flores nuevas y cogollos tiernos.
El día de Corpus Cristhi, la Virgen de los Milagros, amaneció sin joyas y sin regalos y cualquiera hubiese creído que hasta resentida con todo y con todos, porque desde ese día no quiso hacer milagros; ni siquiera alargar la vida, como antes, de las flores nuevas y de los cogollos tiernos.
Y el pueblo, que todo hubiese perdido, antes que la gracia de la Virgen, acabó por decidir que si no aparecía hasta la nueva salida de la luna, los collares y las sortijas de la imagen, moriría irremisiblemente como un desagravio a tamaño sacrilegio, la muchacha que cuidaba del incienso en el sagrario.
Próxima ya la salida de la luna, el Ángel Guardián compadecido de tan crudísima sentencia, le sugirió en sueños a la muchacha que poner a la hora del primer alerta de los gallos -cuando el pueblo aún duerme profundamente-una calavera humana en medio de dos velas; rezarle, contrita la misma oración por tres veces, después de escribir a su alrededor los nombres de los sospechosos del latrocinio sacrílego y dejar que el florecer de los pabilos, recayendo sobre él, señale el nombre del ladrón.
Y así, ante la admiración de todos, señaló el pabilo el nombre del ladrón. No murió la muchacha y la Virgen volvió otra vez a hacer bondades y el pueblo nuevamente a llevarle joyas, regalos, flores nuevas y cogollos.
De donde quedó hasta ahora, como una práctica infalible para encontrar las cosas que se pierden, recurrir al Ángel Guardián que por intercesión de la Virgen de los Milagros hace descubrir a los ladrones en menos que canta un gallo.
Gilfredo Cortés Candía, un beniano en tres dimensiones