En 1977 Banzer convocó a elecciones, casi tres años antes de su propio cronograma. La evidencia de que la bonanza económica se terminaba y abría paso a una severa crisis y la presión de la nueva administración estadounidense presidida por Jimmy Cárter y obsesionada por el respeto a los derechos humanos, impulsaron al gobierno a tomar la decisión. Pero el verdadero factor de inflexión surgió del seno del país.
El Vaticano II fue como un cuchillo que dividió el pasado del presente de un modo radical, sobre todo en el período inmediatamente posterior a su clausura (1963). Violentamente, sin transiciones, los sacerdotes se vieron enfrentados a la necesidad de cambiar su visión del mundo, se rompió la mirada vertical de la realidad, que implicaba un inevitable filtro capaz de diluir los problemas sociales y políticos hasta llegar a una imagen absolutamente aséptica y fragmentada del hombre, cuyo fragmento más importante era el espíritu, único para la labor sacerdotal. Por ello surgió una crisis que estremeció a toda la iglesia. Sin una “ambientación” previa el sacerdote, aislado hasta entonces, se encontró con el mundanal ruido. Las vocaciones se tambalearon. El proceso fue geométrico, de las dudas nacieron las preguntas y de éstas las posibles respuestas que incluyen: una vida independiente en contacto más directo con la gente (eliminación o sustitución de la vida en comunidad), un contacto mayor con el otro sexo (debilitamiento severo del celibato), cuestionamiento al sistema vertical (la obediencia como concepto puede objetarse) y, lo que fue realmente esencial, el descubrimiento de un mundo generador de agudas contradicciones e inevitable contacto con doctrinas ideológicas hasta entonces concebidas como básicamente antinómicas del pensamiento social religioso. Así, los sacerdotes llegados de Europa y Estados Unidos a la América Latina, enfrentaron mucho antes y más profundamente la aguda pobreza, lo que daría origen a las dudas y a la necesidad de tomas de posición que en algunos casos desembocaron en una militancia radicalizada Nacieron entre 1965 y 1970 los llamados sacerdotes “tercermundistas”. Hay que recordar que precisamente en la década 1965-1975 se produjo el número más alto de deserciones en la iglesia. Surgieron en este período sacerdotes que desde el mítico Camilo Torres hasta el arzobispo Arnulfo Romero pasando por el heroico jesuita Luis Espinal, tomaron una posición combativa en el quehacer social y político de diversos países del continente. En algunos casos sacerdotes católicos apoyaron la lucha armada. Fue clara la posición y acción de algunos enfrentados a los golpistas de 1971. El oblato Mauricio Lefebvre murió baleado en ese golpe.
Estas actitudes despertaron, como era lógico, reacciones profundamente adversas en sectores conservadores y tradicionalistas del clero y de la sociedad que sumaban entre las acusaciones a estos sacerdotes la desorientación en materia religiosa, además de una oposición radical en materia política. Paralelamente grupos característicamente enfrentados a la iglesia comenzaron por primera vez a interesarse en una aproximación con ésta a partir de los contactos establecidos con los “curas tercermundistas”.
Este desarrollo de ideas tiene que ver con las actitudes de cambio primero y progresistas después de los papas Juan XXIII y Pablo VI. En América Latina el eco de encíclicas como la Populorum Progressio dieron lugar al nacimiento de la llamada teología de la liberación, estrechamente vinculada con la opción de la iglesia por los pobres y la relación ideológica cristianismo-marxismo. Desde la propia jerarquía los documentos de Medellín y Puebla reforzaron la doctrina social de la iglesia y su compromiso con los desposeídos, que se estrelló paulatinamente con las posiciones más conservadoras del papado de Juan Pablo II.
La iglesia boliviana en las décadas de los 80 y 90 intentó, por un lado, la aplicación de la doctrina conciliar y, por otro, superar la dificultad de poder contar con el suficiente clero que pueda atender al pueblo católico adecuadamente. El campo quedo cada vez más abandonado, produciéndose por un lado migración a las ciudades y por otro la conversión de muchos campesinos a otras confesiones cristianas y no cristianas, con el abandono progresivo del tesoro artístico y religioso que significan tantos templos que son sistemáticamente abandonados y saqueados.
En la década de los años noventa fue espectacular el crecimiento de denominaciones cristianas como Ekklesía que modificaron el panorama de la distribución religiosa. En el censo de 1992, el 85 % se reconocía católico y un 11% evangélico en sus diversas ramas.