El gobierno de Gutiérrez Guerra vivió en la zozobra permanente.
El enfrentamiento entre guerristas y pacifistas tuvo consecuencias políticas inmediatas. La posición inicial de la convención tenía un lógico sentido emocional. El propio Presidente Campero quería una oportunidad reivindicatoria y pensaba en la posibilidad de reorganizar el ejército, cosa que hizo, estableciendo los efectivos en 7.000 hombres. Pero las posesiones obtenidas por Chile y su poderío bélico y económico no permitían pensar en una solución militar con perspectivas. Perú estaba enfrascado en la defensa de su propio territorio invadido y la alianza estaba rota con el agravante de las susceptibilidades desatadas por la retirada de Bolivia de la guerra.
Pero el ingrediente fundamental era el relativo a los intereses económicos. Los pacifistas, encabezados por el vicepresidente Arce veían el problema de otro modo. La reconstrucción del país no podía pasar por la guerra y sobre todo, la vinculación de los mineros de la plata con capitales chilenos se vería entorpecida por el conflicto. Un flujo normal de exportaciones pasaba necesariamente por la paz. La correspondencia antiguerrista e hipercrítica de Arce, interceptada por el gobierno, llevó a Campero a exiliar a Arce precisamente a Chile. Paulatinamente, sin dejar de expresar públicamente una posición dura en relación a la guerra, los hechos fueron imponiéndose y Bolivia pasó a una postura de negociación que se haría nítida en todos los gobiernos conservadores subsiguientes.